domingo, 17 de noviembre de 2013

El caballo suicida

Caballo pío


     Es pardo moteado. Uno más. Sin embargo, algo hay en su porte que lo hace elegante, que consigue que te fijes en él, aunque quizás sea la mezcla de orgullo, rabia y lealtad que desprende su paso acompasado, el modo en que levanta la cabeza y mira a lo lejos, hacia el final del camino que se dirige al mar; o posiblemente el trote alegre y desenfadado con el que se separa de la manada para subir a la loma donde el viento hace ondear sus crines como banderola en día de fiesta. Sólo es un pardo moteado más  que se mueve ligero por los márgenes de la manada. Su instinto le dicta que siga a sus iguales, pero él siente que le cansa y hasta aburre la monótona vida en la yeguada. No obstante, obedece a lo que se espera de él, excepto en esas pequeñas excentricidades que los demás toleran (como al caballo loco de ajedrez que se lanzó desde el tablero al precipicio de la mesa) porque no pone en peligro la supervivencia del grupo. Cosas de la edad, ya se sabe, mucho brío y poca cabeza. Será como todos al final y se impondrá la cordura, el instinto impondrá su ley. La ley de la naturaleza: pertenecer al grupo, luchar por el grupo, justificar al grupo. Y él nada dice, sigue a la manada, siempre desde una desdeñosa distancia, mas siempre y a la vez, respondiendo a lo que se espera de él. 



Y llegó la época del apareamiento. Y el pardo moteado admiraba a las yeguas más hermosas, más majestuosas, porque amaba lo hermoso, como amaba sentir la lluvia en el lomo y el olor de la verde hierba o el sabor del suave tojo blando apenas nacido. Mas solía imponerse el jefe de la manada, el macho que marcaba su dominio. Y el pardo moteado se retiraba a la loma, ni dolido ni rabioso, consciente de que su lugar en el grupo no era de privilegio sino un peón más que protegía a la yeguada. Otras hembras hubo y se sintió pleno igual, decidió guardar sus ansias de belleza para el golpeteo rítmico de la granizada contra las hojas o el sonido del arroyo con el deshielo. Ni abandonaba la manada ni establecía verdaderos lazos con sus integrantes. En ocasiones se alejaba unos días y siempre llegaba hasta aquel acantilado verde sobre el mar. Sus ollares abiertos al máximo para aspirar el olor salobre que ascendía hasta su lugar, sus crines alborotadas por el persistente viento, la mirada persiguiendo a las gaviotas que planeaban sobre su estampa, sus orejas atentas al graznido de los cuervos marinos, los belfos torcidos en una irónica sonrisa. Todo su ser deseando trotar sobre la arena húmeda, anhelando olfatear las algas finas y oscuras, hundir su cuerpo en la belleza de poniente. Sin embargo, sus sueños eran irrealizables. Tan próximos que los contemplaba, pero no podía alcanzarlos, no podía tocarlos, lograrlos; aparentemente al alcance de sus patas y, sin embargo, ni el mayor salto del que era capaz podría salvar tanta distancia entre su realidad y sus sueños. Era como una imagen en un arroyo: en cuanto acercaba sus belfos, el cuadro se desvanecía; la hermosura del mundo que contemplaba  se borraba en segundos ante sus ojos. El otro lado, el otro lado del espejo. El salto de fe. Se decía. Algunos caballos viejos lo susurraron en sus orejas. Pero nadie regresaba de ese viaje.

Una hermosa tarde de finales de verano, haciendo senderismo por la zona, Antón Castro vio asombrado como un caballo pardo moteado galopaba decidido y alegre hacia el borde mismo del acantilado. No estaba encabritado, no parecía asustando o loco. No portaba silla ni arreos. No estaba desbocado o huyendo de algo. Galopaba veloz hacia la meta. Y saltó.

Uol

Vídeo: escena final de EL Prado (The Field, 1990) de Jim Sheridan.

4 comentarios:

  1. Preciosa entrada, la verdad. El mundo está lleno de líderes y de gregarios. Los que creemos que no pertenecemos ni a un grupo ni a otro jamás encontramos nuestro sitio. Bah, sólo hablo por mí, pero seguro que soy un borreguito más.

    Because.

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    1. Gracias, Sbm. Posiblemente no haya que buscar un sitio, sólo ser, pero es difícil sustraerse al encasillamiento, es cierto.
      Todos podemos ser líderes y borregos, depende de la circunstancia , el momento o los intereses. Pocos deciden camuflarse con las piedras o las plantas.
      Bks

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  2. Los humanos -no sé si para ben o para mal- dividimos nuestro tiempo entre diversas manadas: la del trabajo, amigos, familia, aficiones...
    Y los roles de un mismo individuo en cada una de ellas no siempre son los mismos. Gregario en una, líder en otra, servil ahora, autoritario más tarde.
    Por tanto, en mi lega opinión, sí: Según cuándo, dónde y sobre todo ante quién, podemos ser ora pastores, ora borregos.
    Un abrazo, y gracias por una reflexión tan oportunamente traída y bien plasmada.

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    1. Tienes razón, todos podemos ser una cosa u otra dependiendo de la manada en la que estemos, aunque temo que los que van de líderes, pocas veces sueltan el cetro ;)

      Gracias por tus palabras, siempre tan cálidas y generosas, de seguro inmerecidas pero muy gratas para mí. Gracias.
      Besos

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