lunes, 27 de febrero de 2012

Carnestolendas

        Me ha pasado, sí. Lo confieso. Yo también me he dejado llevar por la locura del carnaval. No voy a excusarme ni a justificar mis acciones. Son las que son. Pero cuando os cuente lo sucedido, ¿acaso alguien podrá echarme en cara mi arrebato, la pérdida de control? Los acontecimientos me sobrepasaron, sin duda. ¿Pero vuestro comportamiento hubiera sido distinto? Juzgad vosotros mismos. Os lo contaré todo. Será en unos días. La locura de mi carnaval ancestral.

viernes, 10 de febrero de 2012

Leyenda... rural

     Soy de pueblo, de pueblo pueblo, ciento y poco personas dispersas en unas casitas de piedra y pizarra que escarpan trabajosamente la ladera de una montaña no muy alta, pero instalada sobre una sierra ya alta de por si. Cada vez somos menos. La escuela se cerró antes de nacer yo y nuestro camino natural, sendero abajo hacia el valle, se iniciaba demasiado pronto para no sentirlo como algo predestinado. El instituto, a 25 km. de distancia, remachaba la puerta que impedía regresar. Nadie retornaba para hacer vida en el pueblo si se continuaba estudios. 


Yo hice lo que era Formación Profesional de Agropecuaria y Forestal. Ahora creo que se llama Gestión y Organización de los Recursos Naturales, qué fino suena. Puedes llegar a ser gestor cinegético, silvicultor o jefe de taller rural, qué coño es eso, qué mierda de inutilidad toda, en fin... Pero como iba diciendo, también yo estaba abocado a largarme del pueblo, buscaría trabajo en el valle. Es lo que deseábamos todos. Irnos a una ciudad con sus titis y sus discotecas y sus juergas y su actividad. Pero las cosas no salieron como las había planeado. En realidad yo quería estudiar Veterinaria, pero mis padres no se lo podían permitir y yo hacía mis cábalas imaginando que ahorraba mi sueldo de guarda forestal para cumplir mi sueño más adelante. A mí, en el fondo, el campo y los animales me gustan mucho. Lo que pasa es que el pueblo se me hacía muy pequeño y por entonces las comunicaciones eran pésimas, incluso en invierno quedábamos aislados una semana o más por las nieves y los hielos. Ahora es distinto, en veinte años todo ha cambiado. Los ocho niños que allí viven tienen internet y en nada se diferencian de los de ciudad, si no es por un sentido más desarrollado de lo oculto. Ellos aún saben mirar. 

Pero cuando apenas había comenzado mi penúltimo curso de FP-II, el tractor que manejaba mi padre en el empinado souto volcó, atrapándolo antes de que pudiera saltar, mientras el cargamento de ourizos de castañas se dispersaba a su alrededor. Dijeron que murió en el acto. Lo dudo. Quiero creer que su agonía fue corta y que le dio tiempo a mirar por última vez el límpido y azulísimo cielo que vio toda su vida sobre su cabeza. Regresé al pueblo antes casi de darme cuenta de que me había ido. 

Mis padres vendían miles de quilogramos de castañas a una empresa que fabricaba marron glacé. También tenían unas cien colmenas. Y estaban las ovejas. Después de todo, ¿no estudiaba yo todo lo que tenía que ver con el mundo agropecuario? ¿Para qué iba a trabajar por cuenta ajena cuando allí estaba todo por hacer y sería el dueño y señor? Mis amigos me dieron el doble pésame. Yo sufría, sufría por mi padre que había fallecido sin cumplir los cincuenta, avejentado pero feliz. Pero por encima de todo, sufría por mí, atrapado entre aquellas montañas, más lejos que nunca de mis amigos, esparcidos por villas y ciudades a la búsqueda de su futuro. 

Un día cumplí veinticinco años y me sentí mayor. Desde la muerte de mi padre me hice cargo de todo con la ayuda callada e inagotable de mi madre, resignada a la soledad a la temprana edad de cuarenta y dos años. Mi hermano muerto al nacer conllevó también la imposibilidad de volver a concebir, y por eso no tenía yo quien me aliviase de la carga que sobre mí recaía. No niego que pensé en venderlo todo, acabar mis estudios y llevarme a mi madre a vivir al valle. Era hermosa, mi madre, una lugareña blanca de ojos claros que de seguro podría volver a casarse si quisiera, pero la indeleble voluntad de mi padre y una fatalidad asumida me impidieron llevar a cabo esa idea, desechada muy pronto. 

Y llegó ese día de mi vigésimo quinto cumpleaños. Hasta entonces yo tenía la energía para trabajar deslomándome como un burro y bajar el sábado en el destartalado Land Rover hasta el valle, donde me emborrachaba con dos o tres conocidos y pillaba cacho si se terciaba. Alguna me ponía ojitos, que no soy mal parecido, pues imito a mi madre, pero en cuanto se informaban de dónde y cómo vivía, ninguna se quería atar. Todas ponían sus miras lejos de aquel valle, deseaban emigrar, quizás a la capital. La montaña ya les parecía lo último de lo último. 

Mi esperanza de encontrar compañera fija de cama caliente para los largos inviernos se tornaba remota y ya me veía a mi mismo como un solterón de aquellos desaliñados, abotargados y medio alcohólicos, puteros empedernidos que me encontraba a menudo los fines de semana en el valle. Un hombre solitario y huraño. 

Pero el destino, gran hijo de puta, volvió a hacer un quiebro y apareció Mikel. Supe de él antes de conocerlo. El hippy que había llegado al valle buscando una casa vieja. El greñudo fuma-porros que escapaba de la ciudad en camino inverso al emprendido en la comarca durante generaciones. A Mikel, hasta el valle le parecía demasiado urbano y el día de mi cumpleaños apareció en mi aldeíta de buena mañana. Yo acababa de ahumar unas colmenas y vestía el traje de apicultor cuando él se acercó.
−Tío, qué flipe, pareces un astronauta –se reía. 

Fue como una aparición. Supe que era él: todos los estereotipos del hippy (según los criterios arcaicos del valle) estaban encarnados en su figura. Ahora sería lo que llaman un perroflauta. Greñas largas y castañas, barba descuidada, ojos risueños y colocados, pantalones de rayas de colores, camiseta de algodón desteñida, sandalias de cuero en pies guarrísimos. 

−Soy Mikel –se presentó acercándose sin temor a las colmenas−. Qué guay, me encanta la miel. 

Así lo conocí, al loco, al chiflado, al irreverente, al sabelotodo de Mikel Ugarte Fontiñas. 

Le presté el viejo alpendre del carro que ya no se usaba. Le advertí que cuando llegase el invierno se moriría de frío en el desvencijado galpón, aunque secretamente pensaba que ya no estaría allí para entonces, se habría largado antes; éstos de ciudad mucho campo, mucho happy, pero en cuanto lo picase una avispa y sin un bar en quilómetros a la redonda, tomaría las de Villadiego olvidándose del fervor bucólico. Pero él se instaló sin apenas unos arreglos. Yo me tomé la molestia de revisar el tejadillo y taponé con cemento algunas uniones en el perpiaño de las paredes, llevado por una mezcla de piedad y curiosidad. Él armó un jergón en el suelo y allí se instaló. Ni que decir tiene que mi madre lo prohijó. Mikel era dulce y cariñoso y supongo que a mi madre le hacía pensar en el hijo perdido al nacer, así que lo atiborraba de comida que él agradecía con halagos sin fin, aunque era de escaso apetito y algo exquisito para la pitanza. 

No me contó al principio por qué vino hasta aquí. Todas las versiones ya las había escuchado yo en el bar, la panadería, la tienda y hasta en la consulta de la médica del valle. Todas falsas y todas reales. Yo no le pregunté. 

Mikel me seguía a todas partes, siempre con una sonrisa en los labios y la mirada obnubilada, pero observando todo y quedándose con detalles y sensaciones. Yo nunca había conocido a nadie como él. Los pringados de la FP no tenían su aspecto y el yonki del pueblo grande del valle era un tirado que no contaba para nosotros. Mikel era otra cosa. No era un colgado, era diferente. Yo lo intuía inteligente, con una sensibilidad inusitada para aquellos lares, y al tiempo había algo atractivo en él, desprendía calidez, algo blando y viril a la vez que hasta un bruto como yo percibía. En definitiva, caía bien. Nada me contó de sus planes ni de si pensaba demorarse en la montaña. Sólo se ofreció a ayudarme para pagar la comida que mi madre generosamente le daba. Ni que decir tiene que ella nada quería cobrarle, pero él se ofreció y a mí me pareció bien. 

−¿Y cómo te las arreglas? –me preguntó un día que me acompañó con las ovejas hasta un risco en la cara norte.
−Es fácil, las dejas sueltas por ahí y ya se arreglan solas. Y si no, está Sultán para vigilarlas. (Sultán era mi perro palleiro, sin raza conocida pero hábil con mis ovejas)
−Me refería a las titis –me desengañó Mikel−. ¿Cómo te lo montas?
−¡A buen sitio vienes si pretendes ligar! –lo desanimé yo−. Para eso, haberte quedado en Berriz.
−No, si lo digo por ti...
−Ya.
−En el valle me dijeron que te las llevabas de calle. 

Lo miré escéptico. 

−¡Que chorradas son ésas! ¿Eres sarasa o qué? Porque yo no tengo nada en contra de los maricones, pero a ver si me escarallas la fama, que ya es difícil catar hembra aquí para que a uno le echen mierda encima.
−Que no, tío, que no, no te mosquees. Es que conocí allí a una que se llama Toñi y me dijo que tenías fama de mete-saca.
−Pero ¿tú de qué vas? –me estaba enfadando de verdad –a ver si te rompo la cara.
−Joder, pero si lo que digo es bueno, que dice la Toñi ésa que tienes una tranca que ya quisiera yo para mí.
−¿A que te hostio?
−¿Pero es verdad o no?
−¿Tú eres idiota o la mierda que fumas te ha reblandecido el poco cerebro que tienes? −corté las preguntas con un gesto de amenaza.
−No se puede decir nada... – y Mikel se alejó unos metros y se tumbó al sol radiante de finales de junio. 

En realidad no estaba enfadado con él. Mikel era demasiado delicado y pacífico para que pudiese ofenderme, pero años de salvaje defensa de la hombría en el valle me habían hecho suspicaz a ciertos temas. Además, me mosqueaba cómo había conocido a Toñi (una botarate medio lela que trabajaba de pinche en la panadería acarreando sacas de harina) y por qué me habían mencionado. Así que me acerqué hasta él, que fumaba otra vez uno de sus interminables porros.

−¿Y de qué conoces tú a la Toñi?
−De por ahí... –era impreciso y vago como de costumbre.
−No hay muchos por ahí en el valle...
−Me entró en el Satán... –concretó al fin, mencionando el único bar del pueblo que alcanzaba la categoría de pub (pub de pueblo, of course)
−¿Y qué mierda teníais que hablar de mí?
−Tranqui, tío. Yo sólo le pregunté por alguna aldea de las montañas en las que viviese algún hombre joven, para coleguear y eso... Y me dijo que el único tío enrollado eras tú, que habías estudiado agricultura...
−Agropecuaria y forestales.
−Pues eso. Me dijo que habíais estado liados y me indicó dónde podía localizarte. Por eso vine, tío, no te mosquees, que yo soy legal.
−¿Y lo de la tranca te lo has inventado tú?
−Bueno... ja ja ja, no, es que al final nos enrollamos en la furgoneta del reparto y como le dije que no tenía ninguna intención de ser su novio ni el de nadie, me soltó que tú la tenías más grande ja ja ja. No hila muy fino la tía, ¿verdad?
−Es algo lela y no rige bien –confirmé –, pero por eso mismo no nos pasamos con ella.
−¿Pero te liaste o no?
−Bueno, sí, pero porque es una pesada, pero no permitimos que se pasen con ella. No es muy lista, ¿entiendes?, es algo retrasada.
Nos quedamos callados un rato. Los cencerros de las cabras sonaban y las ovejas balaban satisfechas de vez en cuando. Me ofreció de nuevo una calada y una vez más la rechacé. En mi trabajo hay que tener la cabeza lúcida.
−¿Y qué es eso del colegueo? ¿No me digas que has venido a este puto lugar para coleguear?
−Podría decirte que regreso a mis orígenes –mi cara escéptica le arrancó otra sonrisa cómplice −, pero la verdad es que estaba un poco harto del ambientillo.
−Harto.
−Sí... bueno y además quería saber si es cierta una cosa.
−¿Cuál? –pregunté intrigado por el tono misterioso y lascivo de su voz.
−Me preguntaba si aquí os hacéis un padre padrone.
− ¿Y eso qué es? ¿Alguna mariconada?
−No, hombre, la película, ya sabes, la de los hermanos Taviani.
− ¿Película? Yo no voy al cine, para una vez que bajo al valle no me voy a meter a ver una película, que idiotez, además para meterle mano a una tía ya no tienes que ir a lo oscuro.
−No me refiero a ir al cine, sino a la película ésa. 
Padre Padrone (1977)
−Como no te expliques...
−Ya sabes, dicen que en los pueblos apartados como éste... pues... ya sabes...
− ¿Qué? –no tenía ni la más remota idea de a qué se refería.
−Zoofilia.
−Tú estás enfermo, tío, como una puta regadera.
−Pues en la peli ésa, los pastores aislados se follan a la vaca subidos a una banqueta, tío, por eso le decimos hacer un padre padrone.
−¿Y tú qué quieres? ¿Follarte a mis vacas? –yo no sabía si reírme o hincharme a darle hostias. No me lo tomaba en serio y por eso todavía no le había roto los morros.
−Así dicho... oye, pueden ser las vacas de otro. 

Me eché a reír, reí hasta que me dolió el estómago. Él también, claro que él estaba colocado. Mis risas asustaron a las ovejas, que levantaron las orejas atentas. 

−¿Y las ovejas? ¿Quieres tirarte a las ovejas?
−Pero será más difícil, ¿no?
−Ja ja ja, la hostia, eres la hostia. Si al final vas a hacer buena pareja con la Toñi, dos tarados ja ja ja, tal para cual.
−Pero se puede hacer, ¿verdad? Un padre padrone, no se habla de otra cosa.
−Y después nos llamáis incivilizados a los de pueblo...
−¡Qué va! Si sois unos hachas, unos campeones, porque hay que tener güevos. ¿Estará blandita?
−Aggggg, tío, qué asco, estás enfermo, eres un puto enfermo, tío tarado, te largas hoy mismo, ¿me oyes?
−No, tío, no... –Mikel estaba en órbita total. ¿Cuántos porros llevaba hoy? –Está bien, nada de padre padrone, lo que tú digas, yo era por probar, pero no te preocupes, que respetaré a tus vacas, de verdad...
−Como una cabra, estás como una cabra. Anda, pásame una calada.
−Guay –el canuto estaba casi consumido −. No estás cabreado, ¿a qué no? No me tengo que ir, ¿verdad?
−Hummm...
−Mira esa nube... parece una vaca.. 

Ese verano me reí lo indecible con Mikel. Y lo desengañé de la leyenda rural del padre padrone, aunque no sé, no lo pude vigilar a todas horas, y una de mis dos vacas dejó de dar leche de repente, así que... nunca se sabe.
Padre Padrone

lunes, 6 de febrero de 2012

Danza nupcial

   Él había estado toda la noche conectado a internet viendo vídeos de bellas contorsionistas en cueros. Ella lo esperó en la cama, en vano.
    Amanece.
   Ella lo observa, dormido. Y comienza a orquestar su baile de mariposa en vuelo, su danza nupcial infructuosa, su ritual de apareamiento estéril. Él duerme. Ella baila para el alba curiosa, conmovida ante su inútil esfuerzo. Mientras, él sueña con contorsionistas que danzan ante él en una diáfana mañana clara.
La realidad sucede ante sus ojos dormidos. Pero él, sueña y duerme.
(Esta historia continúa aquí)
Uol

jueves, 2 de febrero de 2012

Piedra (Ella era...)

Conversación con una piedra


Llamo a la puerta de una piedra.
Soy yo, déjame entrar.
Quiero penetrar en tu interior,
echar un vistazo,
respirarte.


Vete −dice la piedra−.
Estoy herméticamente cerrada.
Incluso hecha añicos,
sería añicos cerrados.
Incluso hecha polvo,
sería polvo cerrado.


Llamo a la puerta de una piedra.
Soy yo, déjame entrar.
Vengo por mera curiosidad.
Sólo la vida permite satisfacerla.
Quisiera pasearme por tu palacio,
y luego visitar una hoja y una gota de agua.
No me queda mucho tiempo.
Mi mortalidad debería ablandarte.


Soy de piedra  −dice la piedra−.
Imposible perturbar mi seriedad.
Vete,
no tengo músculos risorios.
Llamo a la puerta de una piedra.
Soy yo, déjame entrar.
Me han dicho que encierras salas enormes y vacías,
nunca vistas y bellas en vano,
mudas, donde nunca han retumbado los pasos de nadie.
Confiésalo: ni tú misma lo sabías.


Salas enormes y vacías −dice la piedra−.
Pero no hay espacio disponible.
Bellas, quizá, pero no para el gusto
de tus limitados sentidos.
Puedes verme, pero nunca catarme.
Mi superficie te da la cara,
pero mi interior te vuelve la espalda.


Llamo a la puerta de una piedra.
Soy yo, déjame entrar.
En ti no busco refugio para la eternidad.
No soy desdichado.
No carezco de techo.
Mi mundo merece el regreso.
Quiero entrar y salir con las manos vacías.
La prueba de haber estado en ti
se limitará a mis palabras
en las que nadie creerá.


No entrarás −dice la piedra−.
Te falta el sentido de la participación.
Y no existe otro sentido que pueda sustituirlo.
Incluso la vista  omnividente
te resultará inútil si eres incapaz de participar.
No entrarás; ese sentido, en ti, es sólo deseo,
mero intento, vaga fantasía.


Llamo a la puerta de una piedra.
Soy yo, déjame entrar.
No puedo esperar mil siglos
para estar entre tus paredes.


Si no crees en mis palabras −dice la piedra−,
acude a la hoja, que te dirá lo mismo que yo,
o a la gota de agua, que te dirá lo mismo que la hoja.
Pregunta también a un cabello de tu cabeza.
Estoy a punto de reír a carcajadas,
de reír como mi naturaleza me impide  reír.


Llamo a la puerta de una piedra.
Soy yo, déjame entrar.


No tengo puerta −dice la piedra.


IN MEMORIAM

La pregunta V

-Paolo, ¿este pantalón me marca paquete?
-¡Claro que sí!

miércoles, 1 de febrero de 2012

La pregunta IV

-Cariño, ¿no crees que ese pantalón te marca las orejas?
-¡Por lo menos me marca algo!