viernes, 24 de junio de 2011

El campo de amapolas

    Había sido una estúpida idea tomar aquel atajo. El sendero era en su inicio un camino bien marcado y bordeado de piedras y hierbajos. No tenía prisa, quería disfrutar de los rayos de sol, cálidos pero no sofocantes. Me había puesto un ligero vestidito de algodón de verano y un sombrero de paja con una cinta bordada. Mis sandalias planas, casi infantiles, no eran el calzado más adecuado para una caminata, pero es que yo sólo había salido del bungaló para airearme un ratito.

         Caminé un buen rato observando las copas de los árboles, alguno de los cuales no conocía. Intentaba escudriñar entre el follaje, averiguar si distinguía ardillas o cualquier tipo de pájaros, pero todo parecía estar oculto a mis ojos, acostumbrados tan sólo a las paredes grises de los edificios de mi esquiva ciudad. Cuando me quise dar cuenta el sendero era irregular y estrecho. La vegetación había borrado sus contornos e incluso habían desaparecido unas roderas de carros que me habían  acompañado casi todo el trayecto. Vacilé, pero la tarde estaba tan tibia, me sentía tan bien que decidí continuar el paseo. Unos trinos que llegaban desde unos matorrales cercanos me acabaron de convencer. Cerca crecían unas flores amarillas, silvestres, y cogí un ramillete que alcé a oler. La vida palpitaba a mi alrededor y yo me preguntaba por qué me había sentido tan sola, tan mal, apenas una semana antes en casa de mi amiga. Sentí el rumor de un pequeño regato e intenté localizar su ubicación. Creo que fue ahí cuando me perdí: abandoné las ya borrosas lindes del sendero y crucé una hilera de abedules. De pronto me encontré frente a un campo de amapolas. Se me escapó un suspiro: era el prado más hermoso que había visto nunca, un manto verde salpicado de preciosas amapolas rojas. 

Me quedé contemplando aquella maravilla, emocionada como no recordaba.
Me adentré en aquel mar bermellón y acaricié la suavidad de los pétalos que  impregnaron  mis dedos de un polvillo rojizo.
Seguí caminando extasiada por tanta belleza hasta casi el centro del campo. Ya iba a tumbarme en aquella manta vegetal cuando me percaté de que alguien se me había adelantado.

Parecía apenas un muchacho; sólo más tarde descubrí que lo que lo rejuvenecía era la sonrisa tan feliz que enmarcaba su rostro, aniñándolo. Estaba tumbado mirando al cielo, con brazos y piernas extendidos, tal como yo me disponía a hacer. Lo observé con fruición durante unos segundos, porque el pillo había oído mis risas y mis cantos según avanzaba en mi periplo por el campo de amapolas.

 ¿Por qué no me advertiste de tu presencia? Me has asustado− le dije.
   No parece que estés asustada – respondió alzando el torso y apoyándose en los codos.
 De todos modos, es un signo de educación. ¿No os enseñan educación por estos lugares?
 Desde luego, pero has sido tú quien ha invadido  mi campo de amapolas.
  ¿Acaso es tuyo? El campo es de todos – y me senté a su lado, desafiante.
  ¿Lo dudas?
 Pues sí, yo no he visto ninguna valla ni cerca.
 No necesito poner muros a mis posesiones. Sé que son mías.

Me quedé mirándolo fijamente y no sé qué me pasó por dentro. Tenía la sonrisa franca de los aldeanos; también un poco burlona.

– Te crees un listillo ¿no?

Ahora fue él quien se me quedó mirando.

 Compartiré contigo mi campo de amapolas, pero debes tumbarte y mirar el cielo. Hoy hay una carrera de  nubes que  está muy interesante.

Me reí y me tumbé a su lado. Miramos el cielo claro, donde apenas se percibían tres o cuatro nubes algodonosas, como de cuento.

   ¿Y quién va ganando?
    Aquélla con forma de oveja descarriada.
  ¿La de las orejas grandotas y el rabo corto?

Ahora fue él quien se rió.

 ¿Eres tú una oveja descarriada? –  me preguntó.

Lo siguiente que recuerdo es que me giré sobre él y me senté a horcajadas sobre sus caderas, sujetándole las muñecas contra el suelo. Él se dejó hacer, un poco sorprendido, pero no demasiado.

  ¿Y si lo soy, qué? – y lo besé en la boca con fuerza, obstinada e insistentemente hasta que él me devolvió el beso y sentí allá abajo como crecía su miembro, sorprendido de lo abrupto de la llamada.
Le revolví el pelo con las manos llenas y lo  miré a los ojos para comprobar que aceptaba mi envite. Tenía los ojos soñadores muy abiertos, con las pupilas dilatadas y las aletas de la nariz hinchadas por la respiración entrecortada.
Con la lengua recorrí la comisura de sus labios, descendí hasta su barbilla y por su cuello de toro bravo. Él echó la cabeza atrás apoyándola sobre una mata de amapolas que rodearon su rostro suavizándolo. Con parsimonia le desabroché la camisa de cuadritos y acaricié su amplio torso, tan viril, tan de hombre, que acabé por humedecerme totalmente por dentro. Besé sus pequeños pezones, que respondieron duros, y al unísono le siguieron los míos bajo la tenue tela del vestidito. Aflojé su pantalón y él sujetó mi mano. Lo miré sorprendida, decepcionada porque quisiera que parase, pero él me interrogó con la mirada, como dándome tiempo a que reflexionase sobre lo que estaba haciendo, como si pensase que yo había sufrido un trastorno pasajero, el sol tan traicionero. Le sonreí y me soltó la mano. Olía a trigo, a tomillo, a romero, a todas las flores del campo, tan dorado sobre aquel manto de amapolas que sentí que me derretía por dentro. Mi boca buscó su miembro hinchado, erecto, y él contuvo su respiración un instante, ansioso del cálido contacto. Cogí su pene entre mis manos, por su base, y con la puntita de la lengua lo recorrí en toda su longitud muy lentamente. Después, y mientras él ahogaba un suspiro, lo introduje totalmente en mi boca, llenándola, y lo mojé una y otra vez con mi saliva. Resbalaba por mi lengua alcanzando casi la glotis, lo rodeaba con la lengua combada, acogedoramente. Él gemía, giraba la cabeza, intentando mirarme; me apartaba el cabello que caía sobre el bloque que formábamos mi boca y su polla dura y anhelante.
Entonces estiró sus manos de gigante y me acercó más; alcanzó mis nalgas desnudas, levantó el vestidito y me sentó sobre él. Me froté contorsionándome. Se había puesto colorado. Mi tanguita amarilla apenas era un estorbo para la presión de su miembro, que exigía un lugar más cálido. Lo aparté discretamente y nuestros cuerpos se buscaron sin tener que guiarlos, no hizo falta empujar su polla, entró en mí con la suavidad de una mano en un guante, como hechos el uno para el otro. Y cabalgué sobre él como quien trata de domesticar un potrillo bravo, tirándole del cabello, arañándole los hombros, la espalda, besándolo en el cuello mientras lo montaba con pasión salvaje. Lo empujé hacia atrás y volví a sujetarle los brazos, mientras continuaba saltando sobre su vientre. El tamaño de su pene me permitía salir lo bastante para notar la fuerza de la reentrada en mi carne. El fuego iba aumentando en mi cuerpo y con cuidado me giré, le di la espalda y así, mientras seguía montándolo y mientras me acariciaba mi botón hinchado, me corrí mirando tremendo campo de amapolas con el rostro alzado.

Uol Free

miércoles, 22 de junio de 2011

La caja

         No pudo evitar sentir cierta ansiedad durante dos días. Aunque lo sabía imposible, fue corriendo a abrir el buzón al día siguiente para comprobar si tenía el aviso de correos. Sintió cierta decepción al verlo vacío, aún a sabiendas de que era inútil comprobarlo. Al tercer día su espera concluyó. Allí estaba el aviso que la conminaba a recoger la caja en las oficinas centrales. Con el corazón acelerado comprobó que nada indicaba el contenido del envío. Respiró aliviada y sonrió con nerviosismo tonto, como niña responsable pillada en una travesura impensable. Subió al piso y comió sin dejar de mirar el papelito que hacía realidad su deseo.

            Por la tarde subió al coche y se acercó a Correos. Había tal movimiento en la calle que no pudo aparcar en doble fila como tenía previsto y se vio obligada a dirigirse a un aparcamiento público cercano. Tomó un número y aguardó impaciente su turno. Cuando la pusieron sobre el mostrador y le hicieron firmar el recibí, le echó una rápida ojeada, de nuevo temerosa, a las letras del embalaje. No parecía haber nada extraño. Voló hasta el coche y miró y remiró el papel marrón. Nada especial, embalaje corriente y discreto. Tuvo que reñirse a si misma para llegar a casa respetando las más elementales normas de tráfico. Reprimió su deseo de abrir la caja inmediatamente. Se deleitó imaginando el momento de hacerlo, más tarde, hacia medianoche.

            Se desnudó lentamente, se miró en el espejo y se gustó su reflejo. Ya no era una chiquilla, era cierto, pero ahora sabía.

            Arrancó el papel de estraza y el plástico brillante emergió. Caray, qué grande, exclamó. No se había hecho idea de las proporciones aunque seguro que el tamaño estaba detallado en las especificaciones. Se ve que no había prestado atención a ese detalle. Lo tomó entre sus manos. Le gustó el tacto. Le dio la risa floja por la forma, algo infantil. Le dio vueltas, comprobó la base. Menos mal que las compré, un paquete de ocho, no sé cuánto durarán. Fue hasta el baño y lo lavó, cuidando de no mojar la base. Lo secó casi con ternura y comprobó si funcionaba. El tenue sonido llegó al tiempo de la intensa vibración.

            Se lo llevó a la cama. Puso la velocidad fuerte y lo aproximó a su entrepierna. Tembló, un escalofrío placentero le recorrió el cuerpo. Despacito lo pasó por las ingles, los labios, lo apretó entre sus muslos. Sintió mucho calor. Lo acercó al clítoris y un espasmo la sorprendió ahogando un  gemido, por Dios, qué intensidad, qué rapidez.  Su vulva parecía abrirse ante aquel masaje desconocido, algo presionaba dentro de si queriendo escapar; siguió moviéndolo según le indicaba su propio cuerpo. Su vagina estaba húmeda de tal modo que el vibrador resbalaba y se escapaba. Ella se revolvía, se agitaba. Una fina capa de sudor perlaba sus sienes. Lo introdujo un poco y sintió como un temblor interior, pero regresó a su clítoris hinchado, tan sensible que casi no soportaba el contacto del vibrador. La presión se hizo insoportable y el orgasmo llegó intensísimo y devastador, del clítoris por la médula hasta explotar en su cabeza. No quiso esperar y continuó, no soportaba el contacto, tan sensible y excitada estaba, pero perseveró y el segundo orgasmo llegó de forma casi dolorosa, provocando un grito largo y bronco. Dios, estaría así hasta la eternidad, pensó. ¿Será abusar? Ja ja ja, qué coño, es mío y hago lo que me da la gana. El tercero tardó un poquito más, pero afianzó la idea de que podría encadenar orgasmo tras orgasmo con apenas un par de minutos de diferencia.  Miró el vibrador con agradecimiento, casi con amor. Qué siestas, qué tardes, qué noches me esperan con este mi amiguito: directo, rápido y efectivo.

Uol Free

sábado, 18 de junio de 2011

Con viejos

     A veces pienso en ellas, en esas mujeres jóvenes de carnes prietas que se meten en la cama con viejos de piel amarillenta y carnes flácidas. Las imagino besando las bocas marchitas de dientes grisáceos por la edad, que ningún tratamiento blanqueador puede recuperar hasta que se pongan implantes millonarios. Me pregunto por qué,  habiendo de por medio la alianza de oro, sacrifican su sensualidad en un matadero. 

    Y no hablo de levantarte una mañana y comprobar que el monstruo de los colmillos ha hecho su trabajo y horadado la piel antaño lozana. No hablo de envejecer junto a tu compañero. Hablo de esas treintañeras de buena posición que se casan con viejales ricos y decrépitos. ¿Cómo se sienten al acariciar esas carnes arrugadas, esos vientres hinchados, ese aliento gastado? ¿En verdad no envidian las risas de sus congéneres, colgadas del brazo de un mozo más o menos apuesto pero vital, potente, alegre, soñando cómo será agarrarse a esa espalda y sentir la fuerza de su abrazo?

      ¿Tan poco necesitan? ¿El sexo y el deseo es para ellas algo tan secundario que lo aplastan y sofocan por un bolso de seiscientos euros y unos zapatos de trescientos?
Porque ya pueden disimular y hablar de spas y masajes y peluquería diaria y la casa de la playa, que cuando las miramos sólo vemos a unas pobres infelices que regresan a casa temprano para darle las pastillas al viejo mientras saben que se pierden noches locas y abrazos apretados; una polla tersa y llena y gemidos ahogados.

    Y mientras ellas se muerden los nudillos de deseo inalcanzable, viendo como torpemente las monta  de vez en cuando una carcasa desagradable y macilenta, y se consuelan pensando que las miradas que les lanzan las otras son de envidia y no de conmiseración pagana, los viejos a su vez fantasean con la idea de que esas carnes frescas, tersas y lozanas, los aman desinteresadamente, intentando convencerse de que las hacen gozar y no sueñan con adonis potentes que las sacien, al tiempo que rebuscan en los bolsillos la viagra y piden al cielo que los salve de la insuficiencia coronaria.

Uol Free

jueves, 16 de junio de 2011

Botellas

     Lanzaba botellas al mar, deseando que llegasen a algún lugar,
a alguna ribera. Pero nunca tenía noticias de si sus mensajes eran leídos por valerosos marineros o apasionadas doncellas. Las fuertes mareas nunca le devolvían una respuesta. Sin embargo, persistió. Prepararía otra botella y la lanzaría al mar. A ver si esta vez...

miércoles, 15 de junio de 2011

El faro

Su imaginación le había jugado una mala pasada. Aquella foto del catálogo la había subyugado. Es el sitio ideal, pensó. Allí curaré esta infame melancolía. “Lugar paradisíaco, apartado pero bien comunicado. Fascinantes puestas de sol”. Se desplazó hasta aquel lugar perdido, o así se lo pareció a ella. Ya se veía divisando los buques que atravesaban el horizonte, con sus cargas baratas camino a mercados convulsos por comprar productos tan falsos como inútiles. Desayunaría en el mirador, entre brumas y vientos. Dormitaría mecida por el olor a sal y el graznido de las gaviotas. Recorrería la costa escalando rocas húmedas y cargadas de mejillones. Cenaría contemplando el ocaso rojo del atardecer.

            Pero las cosas no habían resultado como ella había soñado. Maldita melancolía, maldita imaginación. El faro no resultó tan confortable como era de esperar. El aire aún frío de poniente se colaba por resquicios imperceptibles a simple vista. Llovía con desaforado orgullo, como si su intención fuese provocar desaliento en la intrusa para que, tras una discreta visita, abandonara rápidamente el lugar. 

            Mas ella también tenía su orgullo y le gritó al viento inclemente que al menos pasaría una noche en el lugar. Después, sin saber muy bien por qué, se quedó. Hizo todo aquello que había soñado rebujada en el cómodo sofá de su confortable casa del interior. Pero todo era más frío, más sucio, más difícil de como lo había planificado. Sin embargo, una semana más tarde reconoció íntimamente que tampoco era para tanto: el lugar era realmente magnífico y los primeros inconvenientes de citadina asustada quedaron olvidados. Lo peor eran las noches. El aire yodado espoleaba su deseo; el olor a sal, sus ansias de hombre; la lluvia incesante, su furor interior.

            Él tenía el cabello trigueño revuelto por el viento, los pies destrozados después de ochocientos kilómetros encima; la blanca piel, quemada y tostada por el sol y el aire gélido de la meseta. Con su mochila y su aire de chico sanote y despistado arribó al faro como balsa a isla desierta. Era noche de temporal, algo inesperado con la primavera casi encima, más parecía tromba o galerna. Ella se había refugiado algo asustada donde no pudiese comprobar con que fuerza lluvia y espuma de mar golpeaban rocas y torre. Escuchó el timbre y creyó que era el silbido del viento. Insistían. En el umbral, él semejaba una aparición empapada y pálida. No alcanzó a comprender lo que decía. Sin pensarlo, franqueó la puerta al forastero. El generador se activó al irse en ese preciso instante la corriente eléctrica y aquel sonido le pareció a ella cántico celestial y señal divina. Él era hermoso como arcángel caído, dorado y claro como luz de luna. Sus labios estaban blancos y cortados por el frío y ella anheló humedecerlos con los suyos, colonizarlos con su lengua. Lo despojó del impermeable Columbia y del polar oscuro. No dejó de mirarlo a los ojos ni un segundo, temerosa de romper el poder hipnótico que parecía ejercer sobre él. Ni un vello surcaba aquel torso perfecto, no tan blanco como era de suponer: todo él emanaba luz dorada. Le tomó las manos entumecidas y las cobijó bajo sus axilas en un afán por calentarlas. Él se dejó hacer, admirado por la presencia de aquella maga de piel blanca y ojos negros de largas y oscuras pestañas. Ninguno pronunció palabra. Ella lo rodeó con sus brazos, olió su cuello, besó su barbilla y lo arrastró al mirador azotado por la tormenta. Tumbado sobre el sofá, el caminante contemplaba fascinado y evidentemente empalmado las operaciones de la mujer, que lo acabó de desnudar mientras la luz del faro chocaba cada poco contra las gruesas vidrieras creando una atmósfera irreal. Ella se arrancó la ropa y se inclinó sobre el falo del recién llegado, que se erguía sin sorpresa ni temor por el avance de la maga, quien lo olisqueó y descubrió que olía a sal y a hombre. Lo tomó entre sus manos y con su lengua deslizó un caminito desde el glande hasta la base. Un escalofrío recorrió la espina dorsal del forastero, que miraba anhelante y sin prevención los manejos de la mujer. Ella descendió hasta los testículos y sopló sobre ellos para a continuación sorberlos e introducir uno de ellos en la boca. Él gimió. La saliva de ella resbaló entre los vellos púbicos y entonces su lengua se demoró rodeando la polla que, turgente y gorda, palpitó y creció todavía más. Entonces, ella, ah, la malvada, desanduvo el trayecto enroscando su lengua a lo largo del pene para acabar en la punta. Entonces su boca golosa atrapó el miembro y él gimió otra vez y se dejó caer hacia atrás, incapaz de controlar los temblores de su cuerpo. Ella chupaba y chupaba aquella polla erecta y gruesa, aquella hermosura nórdica. Y entonces, ay, la muy perversa la soltó. El sintió frío en el pene pero fue sólo unos segundos antes de que ella regresase a la succión. El temporal arreciaba y ella deslizó una mano hacia el vientre provocando humedades en su vulva. Se frotaba el clítoris en movimiento circular, presionando lo justo. Su rostro resplandecía, seguro que estaba sonrosada. Cuando lo consideró, soltó polla y clítoris y se sentó a horcajadas sobre él, introduciendo la polla sólo un poco. Él suplicó con la mirada y extendió las palmas de las manos, grandes y abiertas, hacia las nalgas de la mujer. Fue en ese momento cuando ella empujó con decisión y la polla se introdujo hasta el fondo, provocando sus gemidos mientras impulsaba la cabeza hacia atrás, desparramando la oscura melena sobre la espalda. Y así lo cabalgó, subiendo y bajando, frotando las tetas sobre su pecho, mordiéndolo en la yugular. Él miraba fascinado a aquella mujer que parecía moverse con la inspiración de las deidades del Olimpo. Le tocaba los pechos, se incorporó y los besó; le mesó los cabellos, la besó con pasión en la boca. Ella le arañó la espalda y él dijo fuck, hvor jeg kan lide det! Ella lo miró un instante, dubitativa. ¿Qué idioma sería aquél? ¿Se iría a correr ya? Pero él seguía moviéndose y ella siguió incansable con su cimbreo hasta que él la miró implorante y ella le dijo yes. Él convulsionó y se corrió. Ella descabalgó y se tumbó cuan larga era a su lado. Se frotó el clítoris un momento más hasta que llegó al orgasmo lanzando un grito largo y ronco. Los dos permanecieron silenciosos, escuchando disolverse la tormenta que se alejaba. Él le tomó una mano y la llevó a sus labios. Ella sonrió en la oscuridad. Entonces él dijo shit, kondomet! Y ella exclamó ¡coño, el condón!

Uol Free 
Esta historia continúa en las dos citadas a continuación. Clicla en ellas para leerlas.
Reencuentro

martes, 14 de junio de 2011

Esta noche...

Esta noche a las 00:00 h. contaré una historia. Huele a mar, se aproxima una tormenta...

lunes, 13 de junio de 2011

El del taburete

            ¿Qué pensaría? ¿Qué pensaría si lo hiciese? Se borraría de una vez esa sonrisa de suficiencia, ese aire de macho prepotente que desea transmitir que puede con todo y más. Empalidecería súbitamente para a continuación ruborizarse hasta el borde de esas entradas incipientes. Poco te queda hasta la calvicie, es un camino marcado contra tu voluntad. Movería el vaso de una mano a otra renegando del tintineo que delata su nerviosismo repentino. ¿Qué haría si fuese cierto? Haría ademán de levantarse del taburete y mascullar una excusa que sonase verosímil, intentando no parecer un cobarde. 

            ¿Qué haría si me acercase y me sentase sobre sus rodillas, a horcajadas, para que notase mi humedad traspasando la tibieza de mi tanga, exigiendo su latido bajo la fina tela de su pantalón veraniego? ¿Qué haría, eh?

            Quizás ya no tendría ese aspecto de aspirante a trono, ya no sería ese burdo vendedor de polvos inexistentes.

Uol Free

viernes, 10 de junio de 2011

El cuartito

         Todo el mundo se había ido a comer, pero yo estaba desganada. Hacía días que un rum rum habitaba mis entrañas y, aunque identificaba su origen, no quise prestarle atención, no quería darle la importancia  que exigía.

Tenía que hacer copias de unos documentos y ya iba mecánicamente a llamar a mi secretaria cuando caí en la cuenta de que ella había salido también a comer; estaría en la cafetería con todos. Quizá también tú estabas allí, leyendo solo en tu mesa, sujetando tu vaso con aquellas manos grandes que me perturbaban. Suspiré y me levanté de la mesa decidida a hacer yo misma las fotocopias. Me subí las mangas de la blusa de seda color caramelo y comprobé que el botón del escote no se había soltado; quizá debería abrirme uno más, a lo mejor así atrapaba tu atención. ¡Pero en qué estaba pensando! Tú y yo ni siquiera habíamos intercambiado tres frases seguidas. Me estiré la falda ajustada y negra que tendía a subirse un poquitín en las caderas. Cogí la carpeta con los documentos y salí al pasillo en busca del cuartito.
Era minúsculo, y la fotocopiadora estaba en la pared frente a la puerta. La dejé entreabierta porque sentía un ahogo que no sé si derivaba del calor algo asfixiante del recinto o de mi interior. La máquina estaba conectada y desprendía luz y calor. Levanté los brazos y me sujeté el cabello castaño con un lápiz al estilo oriental; bucles sueltos resbalaron por mi nuca ajenos a esa sujeción. Observé durante un momento las teclas y opciones tratando de recordar las instrucciones. Entonces percibí tu olor. Mucho antes de notar tu presencia a mi espalda. Esa colonia fresca que arrastras contigo cuando cruzas frente a la puerta de mi despacho y que me torturaba por las noches en mi cama, como si durante el día hubiese impregnado mi cabello y mi piel y se desprendiese claramente en la oscuridad de la alcoba.
Ese perfume estaba allí, pero no me giré a mirar. El corazón saltó loco en la caja de mi pecho. ¿Serían imaginaciones mías? Pero entonces la puerta se cerró muy suavecito y ya estabas pegadito a mí y me susurrabas al oído, “¿Puedo ayudarte? Me pareció que necesitabas ayuda”. Qué insolente, pensé, pero la objeción se disolvió en la bruma de mi atolondramiento. Y ya tus manos buscaba mis senos soltando el botón objeto de mis disquisiciones, y varios otros; y ya tus yemas rozaban el tul de mi sostén negro. Todo, todo lo sacaste en un momento. Y me besabas la nuca, rendida a tus besos, a tu lengua que me quemaba la piel.
Me apoyé con fuerza en la máquina, que seguía imperturbable nuestras evoluciones, incapaz de mantenerme erguida por la excitación que sentía.
Entonces deslizaste las palmas de tus manos por la tersura de las medias negras, apenas una seda casi transparente que coloreaba mi piel; ascendieron lentamente desde la parte alta de las rodillas por la cara interna de los muslos hasta que te detuviste sorprendido al topar las cintas de mi liguero. Un ligero titubeo, un gemido ronco. Con el dedo inspeccionaste sus bordes, rozaste con delicadeza reverencial la carne cálida que dejaba al descubierto. Mas ya no pudiste evitarlo y me levantaste la falda hasta la cintura ofreciéndote toda la carnalidad de mi trasero enfundado en el liguero. La blancura de los muslos contrastaba con  la blonda de las medias y suspiraste ya un poco descontrolado. Mi piel ardía y sin tiempo casi de iniciar una leve protesta me echaste hacia adelante y te frotaste con deseo contra mí gimiendo y susurrándome lo mucho que me deseabas. Entraste impaciente en mi carne palpitante y yo sólo pude desmoronarme sobre la máquina activando su mecanismo. Y así seguimos, tú entrando y saliendo en mí; yo mordiéndome los labios para no gritar de placer y la maquinita emitiendo su severo ruido. Acoplados y sudorosos; me acariciabas la espalda con las manos y las bajabas ansiosas a las nalgas que agarrabas con fuerza mientras me penetrabas algo rudo exigiendo mis gemidos, toda yo fuera de control. Entrabas y salías, furioso y un poco animal, pero atento a la tensión de mis manos asidas a la maquinita.

Nunca más pude volver a entrar en aquel cuartito. 




Uol Free

miércoles, 8 de junio de 2011

La balaustrada

Mi vestido de gasa veraniego vuela suavemente mecido por la brisa marina, apenas una tela floreada, suave y tornasolada atada al cuello, que me deja la espalda al aire. Estoy frente al mar, apoyada en la balaustrada de piedra, aguardando. Tú te acercas silenciosamente, pero siento tu presencia, tus pasos acercándose, tu mirada acechándome; se me erizan los pelos de la nuca. No me giro, sigo mirando al mar, pero mi corazón ha iniciado un baile tribal de tam tam enloquecido. Te aproximas y me susurras al oído unas palabras, sin tocarme, sólo tu aliento en mi oreja, y mis senos, libres y sueltos bajo la tenue tela del vestido, cosquillean provocando que los pezones se marquen duros y ansiosos bajo la finísima gasa. Tu dedo corazón se desliza deliciosamente lento y casi sin rozarme por el hueco de mi espalda buscando una hendidura. Tiemblo y me estorba hasta la breve tela de mis braguitas. Siento tu aliento algo más agitado en la base de mi cuello. Y ansío que te aproximes a mí para sentir el ardor incontenible y pujante de tu sexo hinchado. Y lo haces y apenas puedo contener el primer gemido. Las palmas de tus manos buscan, ahora sí, mis pezones erizados que empujan la seda del vestido hasta su límite. La palma abierta, solo rozando casi imperceptiblemente los pezones duros, provocan una oleada de calor que sube hasta estallar en el fino cutis de mi rostro. Y me sueltas el lazo que sujeta el vaporoso vestido al cuello y la fina tela cae hasta arremolinarse en las caderas, donde queda detenido, como pillado por sorpresa. Entonces me reclino más sobre tu pecho y echo atrás el cuello, y tu lengua se desliza por su superficie, encendiendo un caminito de lava por donde deja su humedad. Ya gimo abiertamente y tu pene lucha por salir de su encierro. Subes a la oreja y la bordeas, como un explorador los confines de su isla.  Tus manos descienden hasta el borde del encaje de mis diminutas braguitas, son tan leves como una segunda piel, y las yemas temblorosas, pero firmes a la vez de tus dedos, buscan el calor y la humedad de mi vulva. Me arqueo incapaz de aguantar ya recta. Me das la vuelta y mis pechos se hinchan por la respiración agitada, meciéndose suavemente, subiendo, buscando tus labios. De un movimiento certero me desembarazas de las bragas, que caen hasta los tobillos temblorosos. Estoy allí, tan anhelante frente a ti, entregada, que casi no soporto la fuerza de tu mirada. Y te arranco la camisa blanca, y veo tus vellos morenos erizados, y ya te beso con fuerza, con los labios llenos, exigentes, deseosos. Con torpeza aflojo la hebilla de tu pantalón y me llega tu aroma de hombre, de macho excitado, y entonces, sí, entonces , por fin, tus fuertes manos bajan hasta mis nalgas y me empujan hacia ti, ya desesperadamente excitados los dos, esas manos que ya conocía, y tu pene hinchado, palpitante, aún tiene tiempo de juguetear entre el hueco de mis muslos, pero yo ya no puedo esperar y me alzas sobre ti, apoyada en parte sobre la balaustrada de piedra, y entras en mí, llenándome de un calor rabioso que me hace gritar y agitarme, queriendo cabalgar sobre ti, sin que me estorbe el vestido arremolinado en la cintura. Y echo la cabeza con el pelo suelto hacia atrás y gimo, gimo, mientras tus manos marcan a fuego mis nalgas y tu polla estalla allá dentro. La luna está en lo alto, reflejando su brillo en la superficie dura del mar. Y yo ardo por dentro cuando, al final, vuelvo a besarte en la boca.

Dedicado a Wolf, el causante de este primer acto del Programa de Mano, con todo mi respeto y admiración.

Uol Free