sábado, 30 de enero de 2016

Viento en Cabo de San Vicente (III)


Esta historia comienza aquí. La segunda parte puedes leerla pulsando acá.
 
No voy a transcribir lo que hablamos tras aquella cristalera empañada de un barcito del puerto. Fueron detalles sueltos de nuestras vidas, nombre, filiación, origen... que nada añaden a lo que vino después. La taza con el café garoto ardía entre mis manos mientras sostenía la mirada levemente ansiosa de Dino, atento pero relajado ante mis respuestas y más bien divagando en las suyas. 

Pude extraer de su escaso y deslavazado relato que se había instalado hacía un lustro en la zona escapando de una vida rutinaria para llevar aquí también una vida rutinaria aunque sin compromisos familiares o sociales.

El perro estaba a sus pies, nadie había prohibido su entrada y Dino le rascaba entre las orejas de vez en cuando. Después nos quedamos en silencio, extrañamente azorados.
―¿Vienes a casa?

Supongo que lo sensato hubiese sido negarme. Siempre he sido sensata y prudente. Pero Dino no me causaba el menor temor. Y mi instinto me indicaba que él sería torpe y algo desastrado, pero inofensivo.

Llamar casa a aquel viejo bungaló era mucho llamar. Dino comentó que en unos meses tendría que abandonar ese alojamiento porque en aquella zona iban a construir una urbanización; al parecer su bungaló era uno de los tres o cuatro que quedaban en pie de épocas pretéritas, cuando una pequeña colonia de alemanes se había instalado allí a comienzos de los 70. Llegaron con sus furgonetas y sus tablas y en el pueblo los acogieron con hospitalidad pero también con desapego. Pero el tiempo pasó, unos regresaron a su tierra o partieron a otras playas. Algunos se instalaron en casas de la zona y ahora eran sesentones tatuados que se tostaban al sol.  



Me tumbé indolentemente sobre la cama, de costado, el codo doblado, la cabeza apoyada en la mano mientras Dino desgranaba la historia de aquellas maderas mal encajadas. Él buscaba un vaso limpio o bebida o vete a saber qué, pero de pronto se sentó a mis pies sin nada en las manos y empezó a masajearme un tobillo. Creo que estaba nervioso. O al menos más que yo. Dino añadió que todavía no había buscado nuevo alojamiento, que quizás era hora de regresar a casa. No le pregunté a cuál. Él no lo aclaró tampoco. Me descalzó y siguió tocándome los tobillos, los pies. No eran masajes o caricias, eran frotamientos automáticos, como si en realidad estuviese pensando en otra cosa.
―¿Cuántos días más estarás en Lagos?
―Dos... tres.
―Entonces tendremos que aprovecharlos. 


Se tumbó a mi lado cuan largo era y comenzó a desabotonarme la blusa. No me moví ni cuando aflojó el cinturón de cuero ni el botón de mi short vaquero. No le ayudé. Me quedé mirándolo como desde fuera de la escena hasta que quedé desnuda mientras él permanecía vestido y tumbado junto a mí, observándome, callado. Sólo cuando buscó mis ojos sentí arder las mejillas. Sé que tuvo un momento de debilidad, lo sé, porque hundió su rostro en mi cuello y suspiró. Fue muy quedo y lento, pero lo oí. Después regresó a su papel.
―Tengo tantas ganas de follarte que no sé por dónde empezar.
―¿Por qué no empiezas por mi cuello?―y se lo ofrecí alzándolo.
―¡Ni de coña!

Me giró y hundió la cara entre mis nalgas tomándome por sorpresa.
―Has estado vacilándome cuanto has querido y ahora lo vas a pagar. 

No tuve tiempo de asustarme porque su voz sonó aterciopelada y envolvente. Y porque sus manos me acariciaron con firmeza pero con suavidad.
Subió a mis hombros, los tocó, alzó mis brazos y se frotó contra mí.
―¡Cuidado! ¡La hebilla!― Su cinturón me había arañado.


Se despojó de la ropa más velozmente de lo que yo hubiese imaginado. Lo miré. Y lo que vi me excitó. No estaba en forma y su tripa empezaba a delatar el trasiego de litros de cerveza y malas comidas, pero sus brazos eran robustos, y la curva de sus hombros muy erótica, así como la línea de las ingles enmarcando su vientre, donde reinaba cual cetro una polla altanera y hermosota. Como a mí me gustan. 


No, no era mi tipo, vacilón, prepotente, ácido y dominante, con un poso de oscuro dolor subyacente; demasiado impositivo, demasiada fuerza, demasiadas contradicciones para que una salga indemne de esa batalla. Por lo pronto, ya tenía un arañazo rojo sangre en mi cuerpo.

Reconozco que sus palabras al borde del acantilado me habían lanzado a sus brazos. ¡Qué expresión tan absurda! Lo de crear en mi piel una sinfonía y su voz grave habían despertado en mí las ganas de follarlo, hablando en plata. Eso es lo que esperaba encontrar en Dino cuando lo acompañé al bungaló, esa sinfonía sobre mi piel. Esa dulzura que sus palabras hirientes escondían. No hay nada que me excite más que la combinación -revuelta, mezclada o por fases- de caricias, palabras dulces y polla dura.  

Quiso mordisquearme el omóplato, pero poca chicha tenía yo ahí, y mi debilidad es el cuello, así que me esforcé en estirarlo. Se ve que le apetecía putearme porque lo esquivó. Sus manos habían apresado mi cintura y su vientre se frotaba contra mis nalgas arriba y abajo. Después las grandes manos atraparon mis tetas y las apretó sin muchos miramientos. Ahí fue cuando supe que no iba a haber sinfonía ni nada. Dino no sabía tocar. Creo que lo había hecho de oído toda su vida. Vale que algo de brusquedad puede ser muy excitante, pero no a esa altura de la partitura. Me hizo algo de daño, es cierto que la postura no era muy cómoda para eso, aplastadas mis tetas por el peso de ambos, pero simplemente las amasaba como se modela plastilina. Nada de yemas de los dedos apenas rozando los pezones, nada de dedos aleteando para que yo temblase, nada de suaves pellizcos, era puro amase de empanada.  


No soy de las que se desaniman fácilmente, todo el cuerpo es purita zona erógena con la maña adecuada. Me dio la vuelta y buscó mi boca. Sus besos me gustaron, aunque ya eran desbocados. Sí que tenía ganas de follar o follarme, porque eran besos de disparo a puerta, locos y enajenados, pero a pesar de las prisas me gustaron. Después todo se precipitó. Guié sus manos hacia mi latido pero sus dedos se limitaron a comprobar que la excitación me empapaba. 
Cierto, aquel hombre que pesaba sobre mí me resultaba atractivo, pero no dejaba que guiase acompasados nuestros deseos, era un solitario, bien se veía, acostumbrado a jugar una partida de dobles donde sólo golpeaba él la bola.

No voy a quejarme de su falta de ímpetu. Me llevó a su terreno y las embestidas fueron potentes, plenas. Pero escondía su cara en mi cuello, no decía nada, desentendido de mí, esquivo. Ni siquiera un poco tierno, una mirada de deseo y valoración, de aprecio. Yo buscaba sus ojos, sus labios, pero él se escondía. No comprobaba mi deseo, mi temperatura. Yo me dejé ir, subida a un carrusel placentero pero sin luces, sin música, como el giro loco y mareante de una película muda, sólo roto el silencio por un grito final de victoria pírrica. 



Se quedó sonriente, con la cabeza apoyada en el brazo y con la mano libre acariciando distraídamente mi hombro. Se veía satisfecho de sí mismo. Yo no me había corrido y tampoco me apetecía hacerlo ahora acariciando el clítoris al que él no le había prestado la menor atención. Él se había percatado de mis intentos de corregir la deriva de aquel polvo unidireccional, porque finalmente me soltó: 
―Oye, yo follo como me da la gana.
―Claro, como queremos todos―respondí ya del todo desilusionada.
Pensé brevemente dónde estaba todo lo que yo creí intuir en él aquella misma mañana. Quizás fuese una estrategia para seducirme, al fin y al cabo él era uno de ésos que piensan que en el amor y en la guerra todo vale.


Me dejó a las puertas de la Residencial.
―¿Nos vemos mañana?
No respondí. Supongo que mi sonrisa era algo triste y él comprendió. Me hizo un breve gesto con la cabeza y se alejó en la pequeña moto.

No había sido el mejor polvo de mi vida, pero es que a mí nunca me han gustado los hombres cáusticos. O eso o todo había sido por culpa del viento de Cabo de San Vicente, que puede volver a uno loco
.

Uol
Praia do Tonel, Cabo de San Vicente, Sagres. Portugal



miércoles, 20 de enero de 2016

Viento en Cabo de San Vicente (II)


La primera parte de esta historia puedes leerla pulsando aquí.

Praia do Tonel, Sagres (Portugal)
  Fue entonces cuando él me habló.  
―Mucha hembra para tan poco prójimo.
―¿Perdón?
―Que si quieres tomar algo. 
El que me hablaba en español a dos pasos de mí, acodado en la barra, era un hombretón de aspecto desaliñado, algunas canas ya bailándole entre los rizos aún abundantes, un tipo con todo el aspecto de ser un alcohólico que no debería dar la lata más que a su hígado.
Algo esquiva, le enseñé la copa que portaba en la diestra. Pero él se presentó.
―Soy Dino.
Me eché a reír. Él no se mosqueó, me observaba imperturbable.
No te lo vas a creer, le dije. 

―Sorpréndeme.
―También me llamo Dina.
Él no pestañeó.
―Claro
dijo escéptico.
―En serio, de verdad. La culpa es de mi abuela. Pero ¿y el tuyo? ¿De dónde viene Dino? ¿Secundino? ¿Bernardino?

Claudino Taibo ya estaba muy curtido en todo tipo de bromas a costa de su inusual nombre que debía a su padrino, un tío abuelo, que había ejercido de padre con el suyo.
Nones.
―Bueno, en todo caso no será tan raro como el mío.
―¿Y cuál es ese nombre tan feo que hace que lo reduzcas a otro tan feo si cabe?
―Saladina.
―¡Joder! Sí que es feo―volvió a mirarla de arriba a abajo.―Pero tú estás muy buena.
―Y tú no tienes estilo ninguno― se defend algo molesta.

Dino Taibo abrió los brazos indefenso esbozando una sonrisa tibia que Dina no supo interpretar, bien podría ser burla como solicitud de magnanimidad.

―¿Y bien?
―¿Qué?
―¿Cuál es tu nombre?
―Para ti siempre Dino, preciosa.
―¡Oh! ¡Vamos! Deja ese papel de patán ligón de discoteca, no te pega nada. Ni ése otro de hombre curtido y escéptico cual antihéroe de canción de Leonard Cohen.
―Supe desde el principio que contigo me iba a divertir.
―¡No me digas!
―En cuanto vi cómo mareabas al pelanas aquél salido de un capítulo de Retorno a Brideshead. 

No pude menos que volver a reír.
―¿Y tú de dónde sales?
―De donde quieras, moni.
―Ya empezamos. ¿Sólo te relacionas con descerebradas o qué?
―Perdona, es que ya he olvidado tu nombre.
―Y yo tu careto. 

Me largué.


Paula la esperaba exactamente en el mismo lugar en el que la había dejado. El ánimo de Dina oscilaba entre la furia y la apatía.
―¿Qué te pasa?
―Nada, un imbécil.
―¿El baby

¿Qué ocurría? ¿Es que todo el mundo había reparado en la criatura? Claro, es que era a-do-ra-ble.
―No, otro. Uno pasado de rosca. ¿Nos vamos?

La mañana amaneció ventosa, no se podrían hacer inmersiones y Paula y Joss se quedaron en cama toda la mañana. Dina decidió asomarse a los acantilados del Cabo de San Vicente. Los precipicios le atraen de modo inquietante. Se acercó a unas rocas y miró abajo. El Atlántico, algo grisáceo esa mañana, no parecía especialmente movido.  
¿Qué pasaría si me lanzase? ¡Qué estupidez! Me mataría, hay muchísima altura.

―No será tan grave como para que te suicides ¿o sí?

Dina se giró como picada por una serpiente.
¡Joder, allí estaba el borrachín! ¡Sí que era casualidad, coño!
―¿De dónde sales tú? ¿Qué haces aquí?

El hombretón seguía sin dar muestras de apremio o premura.
―Vengo a dar un empujoncito a los indecisos ―respondió sarcástico.

Dina vio entonces al perro pulgoso y desastrado que correteaba a su alrededor olisqueando todo. Bueno, en honor a la verdad, pulgoso no se veía, sólo que era grandote y parejo con el desaliño de su amo, si bien, visto a la luz del día, no es que Dino fuese sucio o vistiese con andrajos; era... bueno, era que la combinación en él resultaba chocante, como si la ropa le cayese grande o fuese anticuada.


―Pues yo no te voy a dar el gusto, no quiero despeinarme en la caída libre.
―Ya estás despeinada como una loca. Y en cuanto a lo primero... está por ver.
Era cierto, el viento incesable torturaba mi melena y empezaba a desquiciarme.
―Hay que tener cuidado, este viento vuelve loca a mucha gente ―continuó Dino como si tal cosa, como si la insinuación que había vertido en medio fuera indiscutible.
―Te habrán dicho infinidad de veces que eres un borde.
―Sí, y hasta han tratado de romperme los morros alguna vez. Y la verdad, no sé por qué.
―Quizás un psicólogo te lo explique― a pesar de mis respuestas yo no conseguía enfadarme del todo.
―¡Ca!, ésos no saben nada. Anda, apártate del precipicio y ven, te mostraré desde donde se ven las mejores vistas de los acantilados y de la playa do Tonel.

Echó a andar, el chucho tras él, desentendidos ambos de mí. Pensé en pasar de todo y largarme a Lagos. Pero la curiosidad por comprobar si era cierto lo de las vistas y también un poco por desidia y hastío me llevaron a seguirlo.


Dino no había mentido y Dina se relajó con el espectáculo del precipicio cortado a cuchillo sobre el arenal desierto y batido por las olas.
―Si quieres bañarte conozco otra playa más recogida, sin corrientes.
―Hace fresco.
―Allí abajo no.
―No me he traído el bikini.
―Mejor.
―Mejor para ti, ¿no? ¿Quieres verme en bolas o qué?
―¿Tan raro te parece? ―lo dijo como si lo contrario fuese absurdo.
―Me parece que eres un caradura.
―¡Qué mal concepto tienes de mí! Sólo te ofrecía un baño en un lugar tranquilo, de aguas trasparentes y nada frías, en contra de lo que muchos piensan.
―¿Y tú llevas puesto el bañador?
―A mí no me avergüenza enseñar la minga. De hecho, hace rato que quiere salir de excursión.
―Eres un puerco.
―Soy muy limpio. Pero si no quieres baño, no pasa nada. Está el faro que...
―Pero ¿qué te pasa? ¿Te crees irresistible o eres tonto?
―Las dos cosas, supongo. Pero me pones un motón y ahora mismo compondría una sinfonía sobre tu piel que no olvidarías jamás.

Dina se sorprendió un poco, ahora sí. La voz de Dino había bajado un tono o dos, no sabría decirlo, no entendía de música. Pero bajo aquella gravedad asomaron notas aterciopeladas que le erizaron la piel. Lo miró con ceño fruncido y los ojos de Dino brillaron apenas entrecerrados por el rayo de sol que se coló entre las agrisadas nubes.

―No te conozco.
―Es lo mejor.
―¿Para qué?
―Para gozar sin resquemores, sin expectativas, sin prejuicios.
―No eres mi tipo.
―En realidad sí lo soy, pero todavía no lo sabes.
―No te hagas el listo.
―Soy muy burro.
―Y ahora no te hagas la víctima, me revientan los que apelan al instinto de protección de algunas mujeres.
―Bah, no seas niña. Anda, ven, iremos a tomar algo caliente, estás temblando.

Dino echó a andar, resuelto, el perro detrás, reaparecido de pronto.
Indecisa, Dina lo vio alejarse, su espalda algo encorvada, el pelo ensortijado tan alborotado como el de ella. 


Sin decir nada, lo siguió caminito abajo.

Uol  
EL final de esta historia puedes 
leerlo pulsando aquí.