lunes, 23 de julio de 2018

Suicidio



Estoy muy segura de que a mis padres jamás se les pasó por la cabeza que un hijo suyo pudiese suicidarse. Estoy convencida de que esa posibilidad, por muy disgustados que estuviésemos  -¿y lo estábamos a sus ojos hasta ese punto?- jamás fue una probabilidad. Era algo inimaginable, impensable. Los padres de ahora están acojonados. 

Respecto a sus hijos mis padres tenían miedos, sí, pero eran otros: miedo a un accidente de coche cuando empezamos a ir con amigos a las fiestas veraniegas de los pueblos y los controles de alcoholemia eran algo insólito, las carreteras comarcales llenas de curvas y la responsabilidad del conductor post-adolescente, dudosa; miedo a que me tropezase con algún malvado, alguien que me engañase o se aprovechase de mí mientras fui muy jovencita (todos los padres siempre vigilantes sobre con quien nos relacionábamos). Quizás miedo a caer en las drogas. (Ese pavor a que nos echasen droga en la coca cola, y nuestras risas, sí, van a desperdiciarla en nosotras,  mucho antes de que fuese una realidad con la burundanga. Las risas de mis hermanos, sí, mami, nos van a dar caramelos drogados). Y, aunque nunca me lo dijeron abiertamente, supongo que con el primer novio sintieron temor a un embarazo no deseado mientras no tenía la vida encauzada y en una época (las aldeas siempre una década atrasadas) en la que la posibilidad de un aborto se consideraba algo no sólo traumático y horrible, sino también vergonzoso y grave pecado. Pero salvo todo esto, nada más les inquietaba sobre nuestra seguridad. Ni siquiera las enfermedades infantiles les angustiaban, todo se curaba con agua oxigenada, mercromina y una tirita. Y eso incluía cantazos en la cabeza, cortes de todo tipo, arañazos, caídas y tropelías varias de los niños más revoltosos. Nos caíamos, nos levantábamos. Algún costurón hubo en la pandilla, incluso alguna quemadura con petardos, pero nuestros padres no sólo no se angustiaban, sino que nos daban una colleja, por tontos. Apanda, nos decían. Y nos aguantábamos. Ellos lo habían pasado peor, de eso no se moría nadie.  Y hubo picotazos de abejas, rodillas con costras, cejas abiertas y algún brazo roto. Y no pasaba nada.  Yo era una buena niña, nunca me caí de gravedad y pedradas no me daban, ya sabéis que mis hermanos mayores eran tres torres, pero ellos tuvieron lo suyo. Jugábamos en la calle -en medio del campo más bien-, sin vigilancia, dentro de tuberías de cemento de las canalizaciones a medio hacer, en coches oxidados y abandonados en cunetas, en medio de huertas con pozos apenas tapados... cualquier cosa podía convertirse en peligrosa en nuestras andanzas en libertad, podíamos cortarnos con metales oxidados (y la amenaza de la gigantesca inyección del tétanos nos volvía precavidos), mordernos un perro, caernos con la bici haciendo derrapes... pero jamás nuestros padres pensaron que llegaría alguien y nos secuestrase o abusase de nosotros; estoy segura de que ni sabían que existían pedófilos o violadores de niños. Y si lo sabían, eso eran desgracias que sucedían en las grandes ciudades, donde se escondían personas perversas, no en pueblos donde todos nos conocíamos y no había mala gente.

En mi pueblo la desgracia era que la tierra no diese para comer, tener que emigrar. La gente era fuerte, resistente. Por tanto, la posibilidad de que ante un revés emocional uno de nosotros, un chico o chica del pueblo, se suicidase, era una opción inimaginable, algo propio de novelas románticas anticuadas donde damiselas desesperadas por amores imposibles o abandonos vergonzosos se tiraban al río.  No ahora, no en el pueblo, no en sus familias. Y, sin embargo, hubo casos, no en mi pueblo, pero sí en la provincia, salían en el periódico: una joven bebió pesticida líquido, un hombre se colgó de una viga en un galpón. En realidad había bastantes casos como para no considerarse anecdóticos, pero nuestros padres siempre encontraban causa a esos suicidios: trastornos mentales (sempre foi algo rara), alcoholismo, deudas... Eran meras suposiciones que ellos daban por veraces para no enfrentarse con esa realidad, así nada tenía que ver con ellos ni con sus familias. Y en corrillo y en voz baja todos en realidad hablábamos de la muerte espantosa, con dolores inimaginables, o el susto de los allegados al encontrar el cuerpo colgado. Algo de película de terror. 


Cuando he tenido penas de amor, rupturas de novios, preocupaciones laborales... siempre intenté ocultar a mis padres mi desazón, mi tristeza, mi desesperación. No por falta de confianza sino por responsabilidad. Si nada podían hacer por mí, ¿para qué amargarles la vida? ¿Acaso no tenían ellos sus propias preocupaciones? Los adolescentes de ahora les cuentan TODO a sus padres: sus enfados de diez minutos con las amiguitas de instituto, su rabia porque Jonathan o Kevin no les hacen caso o las han dejado por Jessica o Katia, que si el profe les tiene manía, que si Cristian ha dejado de seguirles en Instagram ... y allá que están los progenitores intentando solucionarles las amistades, la vida social, y hasta la amorosa, incluso llamando a los interfectos para pedirles cuentas, solicitándoles a las madres que sus niñas sean amigas de sus hijas o a ellos cuestionándoles que a ver por qué ya no quieren salir con su niña. Y al ver sus lloros y caras tristes, a los padres de ahora les entra el pavor, el horror de pensar que sus hijos se puedan suicidar.  A mí, si se enteraban de que me había enfadado con alguna amiga, porque contar no se lo contaba, me decían, déjate de tonterías, ya se os pasará. Entendían que esas desavenencias formaban parte del proceso de madurar, de la propia edad. Ahora todo es un drama, un trauma y un no vivir. 


Es terrible sentir ese miedo, ese miedo a que un hijo tuyo pierda el norte y ante un revés pueda llegar a quitarse la vida. Veo a madres husmear entre sus cosas, preguntarle todo el rato si está bien, temer incluso a recibir la llamada. Y eso porque el hijo y la novia han roto, porque su hija no ha aprobado el examen o ha visto a su novio con otra. Y a ver... son noviazgos  adolescentes, que te están dando ganas de decirle pero si vas a enamorarte diez veces más antes de los treinta. Pero claro, cada persona siente diferente. Y aunque los padres y madres actuales creen que conocen mucho más a su prole de lo que antes nuestros padres, resulta que no es cierto. Son ellos los que sienten pánico a ver tristes a sus hijos, empeñados desde la infancia en tenerlos entretenidos y contentos, chiquillos que no saben enfrentarse al disgusto, a las injusticias de la vida, a las frustraciones, al aburrimiento. Y cuando las cosas no salen como ellos quieren, viene el crujir de dientes y entonces aparece el miedo a que se maten a las primeras de cambio, porque en realidad no conocen a sus hijos, sus verdaderas debilidades y fortalezas. La comunicación es vital; la sobreprotección, un gran error. Y encima no da seguridad a los padres, al contrario, los confunde, los desconcierta, los llena de temor. Los adolescentes quieren normas, necesitan normas, aunque sea para saltárselas. Que me diga mi padre lo que tengo que hacer, le escuché a un adolescente hablando con otro en la marquesina del autobús mientras esperábamos su llegada. Para eso es mi padre, dijo. Aluciné por colores. Bueno, no, yo ya lo sé. Quienes no parecen saberlo son los padres y madres. Quieren ser coleguitas de sus hijos adolescentes. ¡Hay que joderse! 

A estas alturas ya conocéis mi miedo a enfermar, a la muerte. Pero esta fobia surgió al final de la veintena. En la adolescencia la muerte es algo abstracto, nos creemos inmortales. Así que la Uol adolescente reflexionó fríamente sobre el suicidio. No porque tuviese motivos para sentirme desesperada, sino como reflexión teórica. Y porque cuando me enrabietaba con mis padres (principalmente porque no me dejaban ir a alguna fiesta, decisiones en mi opinión arbitrarias, a aquella sí, a ésta no. Ahora pienso que los permisos eran en función de sus propias ocupaciones, porque no podían llevarme o para que no me acostumbrase a la jarana), llegué a decirles una vez que ojalá me muriese para verlos llorar tras mi ataúd, ya se arrepentirían de no haberme dejado ir a la fiesta (ojo, dije ojalá me muriese, no voy a matarme). Mi madre no me hizo ni puñetero caso, y mi padre respondió que no dijese tonterías. Ya os he dicho que los padres de antes no se dejaban intimidar por esas amenazas. Sabían cómo éramos sus hijos. Y añado que la posibilidad de un suicidio no era una opción plausible para ellos. Imposible.  Eso era de gente enferma. Estar enfurruñada nunca me duró más allá de una hora. A ellos, menos. Así que en realidad, básicamente, yo le daba vueltas en plan teórico a qué opción de suicidio sería la menos dolorosa. Ninguna me convencía: cortarse las venas, qué dolor, y en la bañera -que decían que con el agua caliente dolía menos-, qué trauma para el que te descubriera, ¡todo lleno de sangre! En la cama, peor, tendrían que tirar el colchón. Las pastillas, retortijones, debe doler, se decía que hacían lavado de estómago. Tirarse de un puente: jo, quedas destrozado, pobre familia para el reconocimiento. ¿Y si te arrepientes en pleno vuelo? Arrojarse al río o al mar, la sensación de explotar los pulmones debe ser un espanto. Y si no encuentran pronto el cuerpo... ¿es eso de que hablan de que están tumefactos, hinchados e irreconocibles por el agua? Ay, no, pobres mis padres. ¿Colgarse de una viga, de un árbol? No, que horror... Total, que ninguna opción me servía. Es difícil matarse, pensaba.



A los veinte años yo opinaba que los suicidas no estaban enfermos, sino que sabían muy bien lo que hacían. ¿Habrían valorado las opciones como mi yo adolescente? Seguro que sí, y aun así, lo habían hecho. En aquella época me parecía indigno quitarles el criterio de pensar que eran libres para tomar esa decisión. Los suicidas se mataban porque querían y punto. Al menos algunos (los que se mataban por amor, las chicas principalmente, me parecían parvas. Yo era muy intransigente con esas debilidades en la adolescencia. Que se maten ellos, encima  quedan libres para salir con otras mujeres, pensaba. ¡Serán bobas!). Si querían morir, ¿por qué los denostábamos diciendo que no sabían lo que hacían? Yo entonces aún creía que los humanos podíamos ser libres, que de facto éramos libres para tomar decisiones, incluso la de decidir morir. Ya podéis imaginar que a los treinta dejé de creer eso. Estamos condicionados por todo. Nuestras decisiones nunca son libres en strictu senso.  Más tarde se me planteó el tema de la eutanasia. ¿Si yo estuviese desahuciada y con dolor, querría morir? Sí. Un suicidio asistido. ¿Oxímoron? Sí. Pero, visto mis descartes adolescentes, alguien tendrá que ayudarnos, digo yo. En fin, éste es otro tema. 

A lo que iba, que estar disgustado, triste, deprimido  o enfadado un hijo o hija no era motivo de gran preocupación para los padres de antaño. A mis padres y a los de su generación no se les pasó nunca por la cabeza que un hijo suyo se pudiese suicidar. Los de ahora, repito, están muy asustados. 
 
Y lo peor del caso es que te contagian ese temor. También yo he sentido hace poco ese miedo a que alguien muy cercano haga una tontería. Así dicen los padres, a ver si hace una locura. Bofetadas debíamos darnos, ¿acaso no los hemos criado? ¿Acaso no los conocemos? Que sufran es parte de la vida y no se puede evitar. Ya hemos pasado por eso, ya hemos sufrido, sabemos que se pasa, todo pasa. Pero como siempre, generación tras generación, pensamos que ante esa tesitura, ante esa situación nosotros sabríamos reaccionar mejor, todo ese asunto lo sabríamos manejar mejor. ¡Qué tontería! Ellos también saben.

Uol

miércoles, 11 de julio de 2018

No hay quinto malo ( V y final)


 Esta historia tiene cuatro partes anteriores, que se pueden recordar pulsando aqui.


Malpica de Bergantiños. (A Coruña) Galicia. España
Dolmen de Dombate. Cabana de Bergantiños (A Coruña) Galicia. España
No penséis que en este viaje todo había sido playa, sol, helados, cervezas y fiestuqui. Antes de pasar por el Roncudo y Corme habíamos visitado el castro de Borneiro, el Dolmen de Dombate, monumento megalítico cantado por Pondal, O Bardo, el letrista de nuestro Himno Galego, y también su Casa Museo en  Ponteceso (comarca de Bergantiños). El pueblo había disfrutado mejores tiempos, y se veían  grandes discotecas cerradas y pubs vacíos. Se notaba que una vez había sido un lugar de concentración de la juventud de la comarca y que ahora se había abandonando por otras zonas. Provocaba un poco de pena aquella soledad en pleno estío, pero paseamos por la zona del río Anllóns que tanto amaba Pondal, poeta excelso y hombre en entredicho por ciertos poemas misóginos ("de min non te libra/ nin Dios nin o demo, non"). Pero si yo escribo un relato cuyo protagonista es una asesina, ¿soy yo una asesina? 
Casa de Eduardo Pondal. Ponteceso de Bergantiños. (A Coruña) Galicia. España

Pedra da Arca. Dolmen. Bergantiños (A Coruña)
Pedra da Arca. Dolmen. Bergantiños. ( A Coruña)
Castro de Borneiro. Cabana de Bergantiños. (A Coruña) Galicia

Finalmente regresamos a la cercana costa y nos dirigimos a Malpica de Bergantiños.
Sé que las construcciones tradicionales de la Costa de la Muerte han desaparecido, sé que hay mucho que mejorar, que hay basura por  esquinas y ruelas, pero, aun así, qué  hermoso todo, qué belleza el puerto chiquito escondido al que hubo que añadirle tremendos bloques de cemento para protegerlo de las gigantescas olas de temporales atlánticos. He visto vídeos de olas superando ese espigón; allá abajo, tan pequeñita, imagino la fuerza del mar superando esta altura y me pregunto ¿cómo es posible?

Teníamos reserva en Fonte do Fraile, un hotel en la bajada a la playa de Canido. Mericia se había informado: tres estrellas, tenían Spa y no era caro para ser temporada alta. Conseguimos alojamiento por los pelos: estaba a tope, el buen tiempo sostenido durante semanas había arrojado a la gente a las playas de un modo desesperado. Las familias  acudían en masa a los arenales: domingueros con sus toallas, sus cestas con comida y la sombrilla; niños comiendo helados pringosos, grupos de adolescentes tumbados en rueda sobre las toallas, boca abajo, riéndose muy alto; abuelas con nietecitos de la mano que aprenden a caminar; parejas excitadas dándose arrumacos, el chico recolocándose el bañador; jóvenes ojeando a las chicas solas... lo de siempre, en todos lados es igual.

Malpica de Bergantiños. (A Coruña). Galicia. España
Después de registrarnos en el hotel bajamos a la playa. Mericia quería ir al Spa ya, pero la convencimos para ir primero a la playa y regresar más pronto y darnos unos baños en los jacuzzi antes de cenar. Yo tenía mis dudas: quería ir a Casa Rosa, y ya sé el efecto que el agua caliente me produce: bajada de tensión, lasitud y sueño. Sabía que si nos demorábamos en los baños y las tumbonas, ya no iríamos a la cena. Me prometieron que no sería así, que la playa les daba hambre y que no estaban dispuestas a prescindir de la cena.

Habíamos reservado en Casa Rosa. Yo tenía antojo de arroz con bogavante. O en su defecto, arroz  de mariscos. No sé si os he contado que me apasiona el arroz, no sé de dónde me viene esa afición. Puedo comerlo en todas sus presentaciones: paella, con pollo, con mariscos, con verduras, negro, risotto o simplemente blanco con unos huevos fritos y tomate. No siempre puedo comerlo en los restaurantes: hay pocos especializados y en los que hay, siempre se debe pedir para dos. Y Mericia e  Isaura no son forofas de este cereal. Un novio que tuve sí me cumplía el gusto y me secundaba allá en Compostela. Yo siempre me quedaba con ganas de más arroz. 

El agua de la Playa de Canido estaba en su punto. Observé por dónde se metía la gente, estas playas tan norteñas tienen sus corrientes, zonas muy lisas y zonas con socavones. No son peligrosas pero hay que conocerlas un poco.  Allá me fui. Salté las olas, buceé, di volteretas, hice el remolino, nadé un rato... Sabía que mi piel estaba salada, pringosa de crema y con el pelo lleno de arena, así que tendría que sacar tiempo para lavar bien la melena en el hotel. Siempre me han admirado esas chicas que regresan de la playa como si hubiesen estado sentadas en un café elegante: no se les pega la ropa a la piel con los protectores solares (¿acaso no se embadurnan?), no tienen arena pegada en las piernas y el pelo, están impecables. Yo parezco una palurda hecha un adefesio. Ellas, cual diosas inmutables, se van del arenal a la terraza del Paseo Marítimo como si nada. Pueden pasar de la playa a las copas que no se les nota. Yo como no pase por la ducha no vivo. Vamos... uf, me siento incómoda, la ropa se me pega al cuerpo, pringosa del protector 50, la sal pegada porque en muchas playas no hay duchas de agua dulce o están en el quinto pino, la melena hecha un gurruño, hasta algas me he encontrado en la maraña capilar. Pero en fin, que me quiten lo bailado, ¡lo que disfruto yo en el mar con mis volteretas, mis buceos y mis aguadillas! 


A las siete regresamos al hotel, y fuimos al Spa. No estaba situado en el edificio principal, sino en el jardín interior: era una casita con piscinas, cubierta y externa, ésta con una especie de solario al aire libre. Tras pasar por la ducha disfrutamos de los chorros en lumbares, cervicales, plantas de los pies, jugamos un poco a salpicarnos, estábamos solas, era tarde para la clientela, a las ocho cerraban. Probamos también unas bañeras de agua helada que nos recordaron a las que aparecen en los reservados de los Salones de las películas del Lejano Oeste. A regañadientes salí del agua la primera: yo sí tenía que lavarme el pelo, ellas no, porque para ellas lo del cabello va para largo y ya no tenían tiempo; tienen  que usar las planchas del pelo y no sé qué cosas para domeñar sus cabelleras. Eso o el alisado japonés. Parece que no pueden secarse el pelo sin más. Yo soy  de siete minutos de secador y ya, ventajas del cabello lacio.

Spa Hotel Fonte do Fraile, en Malpica de Bergantiños (A Coruña) Galicia. España

Spa Hotel Fonte do Fraile, en Malpica de Bergantiños (A Coruña) Galicia. España

Después del maqueo nos fuimos perfumadas y taconeando calle abajo hasta Casa Rosa. No sé qué tienen los pueblos costeros, pero percibo siempre el olor a sal; la brisa me eriza la piel: después de tomar el sol de la tarde, la noche me provoca frío, pero al tiempo me refresca las mejillas, que se me ponen ruborosas con el sol y la sal.

El restaurante-marisquería es sencillo y elegante a la vez, nada pretencioso, pequeño. Vimos sacar los bogavantes de su acuario. Era domingo noche y por eso había mesas vacías. No salimos defraudadas, qué delicioso plato el arroz con bogavante. Como siempre, me tomaría una ración más y prescindiría del postre. Le dimos al albariño muy fresco con holgada generosidad. El vino blanco me produce una euforia morriñenta y cachonda, no me provoca el punto de otros licores. El vino blanco bebido sin recato me pone cachonda desde dentro, es una cosa interna, animal, como si mente y nervios se conectaran en tensión propicia que sólo se puede relajar con el sexo. Los licores fuertes producen risa boba y euforia payasa, ganas de morrearte con risotadas y cabriolas. El vino blanco, por contra, pone en la mirada un punto salvaje y turbio, de ganas de lanzarse contra el hombre guapo y darle un beso largo, con lento frotamiento y lengua ávida, un besos de ésos que marean, que aflojan piernas y sueltan ropas. En fin, yo me entiendo. No sé si les pasaba lo mismo a Mericia y a Isaura, pero yo salí de allí con ganas de bloquear a uno que me gustase contra una pared y darle un repaso con mucho frotamiento, mucha mirada profunda y palabras sucias al oído. Sabía, sin embargo, que eso no iba a suceder, porque la coletilla que me gustase, no suele ocurrir así como así.
Arroz con bogavante de Casa Rosa


Era domingo por la noche, como he dicho, acabábamos de pasar las fiestas del  Carmen, patrona de los marineros, y todos los pueblos costeros estaba curándose la resaca, así que los chiringuitos y pubs se veían algo desiertos: habían sido muchos días de juerga. Pero nosotras estábamos de vacaciones y no nos íbamos a ir al hotel sin más, así que enfilamos al principio de la Rúa Praia, frente a la playa, y en la primera terraza exterior con pinta de bar y no de heladería que encontramos, nos sentamos. Se notaba que era un local abierto exprofeso para la temporada estival, al menos la terraza, con sofás de diseño de líneas redondeadas en plástico blanco mate de las que emanaba un brillo matizado, como si tuviesen una luz tenue dentro; no sé, me recordaban a asientos dignos de la nave Interprise o algo así. O no, quizás de película psicodélica setentera. En fin, ya sabéis que llevaba tres copas de albariño por lo menos. El mancebo que nos atendió tenía aire de surfista de pueblo, dicho sea con todo el respeto, no sé si comprendéis a qué me refiero, y estaba de palique con la camarera, o la novia, o lo que fuese. Y allí ahogamos las tres nuestra falta de varón ante sendos gin tonic de Nordés.



De regreso al hotel con charlas, confidencias y risas de por medio, nos asaltó la loca idea de entrar en el Spa y meternos en la sauna, que estaría apagada, desde luego, pero aun así probamos a abrir la puerta de acceso al jardín, comprobando su clausura.

Fue en la sala del desayuno cuando lo vi, lo reconocí más bien. Ya es casualidad. Sobre todo porque hacía un par de años de aquello. A ver, no es que sea imposible encontrarte con un tipo con el que coqueteaste ligeramente en un antro una noche de cena de chicas. Pero era poco probable, casi insólito, encontrármelo una mañana de lunes en el restaurante de un hotelito de un pueblo marinero. No supe si acercarme o hacer como si no lo hubiese visto. Al fin y al cabo me lo había presentado una compañera y él era amigo de un amigo de su hermano. Jamás habíamos coincidido y eso en mi ciudad significa una de dos: no era natural del lugar o era eremita y estaba casado, o sólo era eremita. Aquella noche entablamos una breve conversación grupal y hubo ciertas miraditas, pero la cosa tampoco tuvo opción de ir a más, él también estaba de cena con colegas, un reencuentro de antiguos compis de instituto. Y helo aquí. No pude hacerme la sueca, porque me miró directamente, sonrió y se levantó de la mesa. Lo raro es que estaba solo.

Resulta que había asistido a la boda de un amigo en Malpica. Y se alojaba con otro amigo en el hotel, aunque el colega estaba algo perjudicado tras la larga noche y no tenía trazas de levantarse. Y la cuestión era que en teoría iban a dejar la habitación, aunque, la verdad, estaban de vacaciones y tampoco tenían apuro por irse. 

Viendo Isaura y Mericia que la conversación iba para largo y que me brillaban los ojillos, decidieron irse por su cuenta y riesgo a Caión, como teníamos planeado. Solo era media hora por carretera, regresarían para la hora de comer. Isaura me guiñó un ojo e hizo ademán de escribir en la mano, lo cual venía a decir que nos whatsappeáramos si yo decidía otra cosa. Como el colega no amanecía, él subió a la habitación y acordaron quedarse una noche más.  Nosotros bajamos a la playa. En fin, no os voy a soltar el rollo, paseamos, hablamos, tomamos el sol y nos bañamos. Isaura y Mericia me preguntaron por WhatsApp si seguía acompañada, porque ellas habían visto un restaurante pintoresco y les daba pereza regresar para comer conmigo. No problem.  

Cuando estábamos por decidir dónde lo haríamos nosotros, su móvil sonó y era el colega. Comimos los tres unas tapas de pimientos de Padrón, chipirones y jamón asado en un chiringuito de la playa. El colega era simpático, pero tenía mala cara por la resaca. Se habían conocido en Ávila y había venido exprofeso desde Plasencia para la boda del colega. ¡Dijo que no estaba preparado para un banquete de boda gallega! ¡Me hizo reír un rato!


Al atardecer Mericia e Isaura regresaron, se unieron al grupo y pasamos el resto de la tarde juntos.

Marcos y yo desplegamos un cortejo sutil, que no escapaba a nadie del grupo, pero seguíamos en plan charla y casuales roces. Pero el vinito de la cena acabó por soltarme el corsé y empezó el ataque Uol. Sé que estábamos en un pub con pretensiones cerca de la playa, no era el de los sofás brillantes, y él estaba sentado en un taburete, yo de pie muy cerca. El resto se dedicaba a jugar al billar en una esquina, o hacían que jugaban, la verdad, no sabía que Isaura y Mericia tuviesen tales habilidades, supongo que me estaban echando un cable. Entonces Marcos me rodeó la cintura con su brazo y me aproximó a él para hablarme al oído, la música siempre está insoportablemente alta en los garitos nocturnos. Llevábamos un rato discrepando en si los hombres ya no abordaban a las mujeres como antes y si nosotras lo hacíamos ya más que ellos. En fin, algo osado debí decir porque me soltó:

―¿Tan segura estás?

Como respuesta desvié mi mirada por debajo de su cinturón:

―Lo malo y lo bueno de los hombres es que hasta cierta edad se os transparenta la intención.

Él no había cambiado la postura, pero vislumbré cierta incomodidad en su mirada. Entonces lo cogí de la mano:

―Vámonos, estoy harta de tener que descifrar mapas del tesoro.

No se hizo el remolón.







Nos fuimos a su habitación. Imagino que era más fácil colocar a uno que a dos. O que su colega trasnocharía más que mis amigas.

―¿Así que se nos transparenta la intención?

―¿Acaso no? ―y le toqué la indisimulable erección.

―¿Y esto qué es, señorita― dijo él haciendo lo propio sobre mi braguita―, sudores estivales?

―Eso es desbordamiento masivo por llevar desde las once de la mañana con ganas de follarte, amigo mío.

Fue un cuerpo a cuerpo. Empezamos algo a lo bruto y de hecho tiramos la lamparita de la mesilla que había entre las dos camas. Nos dio un ataque de risa que se acalló cuando su boca atrapó la mía. Cuerpos y lenguas retorciéndose en una especie de lucha. Sus manos... sentía sus manos en la espalda, en el culo, subiendo por la cintura, sobre las tetas. Un calor abrasador me vencía. Solo quería cabalgarlo y gritar. Pero él tomó el mando e impuso su ritmo. Quiso doblegarme. Me tumbó cuan larga soy y elevó mis brazos sobre mi cabeza. Su boca bajó desde los pechos al ombligo, de ahí a los muslos mientras yo me abría de deseo y gemía quedamente. Quise llevar su cabeza hasta mi coño, pero volvió a separarme las manos mientras susurraba no no no. Marcos no parecía tener prisa, me lamió entera y sólo cuando me oyó mascullar joder, ya, metió en mí su hermosa polla con un potente impulso, y me estremecí. Fue como recuperar una sensación antigua, una vuelta a casa. El esplendor, la plenitud. Lo atrapé con mis piernas y no dejamos de besarnos, de empujarnos. Cuando me giró y se colocó a mi espalda, sintiendo su peso, me mordisqueó el cuello y después me alzó, supe que Marquitos me iba a gustar mucho. Y que sólo faltaban unos minutos para yo que me derramara con un grito, el bramido de la tierra madre.
 

Cuando todo terminó, nos quedamos quietos uno al lado del otro, con los ojos cerrados. Hacía mucho calor en el cuarto. Entonces pensé en los hombres sobre los que había elucubrado y se habían cruzado en mi camino durante esos días: el barrigolas, el carnal, el místico, el flaquito y ahora... ¿qué era este quinto? ¿Sería el quinto de mi vida? Supongo que no.

Cuando me levanté de la estrecha cama, él se incorporó a medias y me dedicó una sonrisa que quise interpretar como cariñosa. Lo besé muy tierna en los labios.

Al cerrar la puerta de la 204 tras de mí, oí el rumor del ascensor que venía en camino y unas risas ahogadas.


Uol