Estoy
muy segura de que a mis padres jamás se les pasó por la cabeza que un hijo suyo
pudiese suicidarse. Estoy convencida de que esa posibilidad, por muy
disgustados que estuviésemos -¿y lo
estábamos a sus ojos hasta ese punto?- jamás fue una probabilidad. Era algo
inimaginable, impensable. Los padres de ahora están acojonados.
Respecto
a sus hijos mis padres tenían miedos, sí, pero eran otros: miedo a un accidente
de coche cuando empezamos a ir con amigos a las fiestas veraniegas de los
pueblos y los controles de alcoholemia eran algo insólito, las carreteras
comarcales llenas de curvas y la responsabilidad del conductor
post-adolescente, dudosa; miedo a que me tropezase con algún malvado, alguien
que me engañase o se aprovechase de mí mientras fui muy jovencita (todos los
padres siempre vigilantes sobre con quien nos relacionábamos). Quizás miedo a caer en las drogas. (Ese pavor a que nos
echasen droga en la coca cola, y nuestras risas, sí, van a desperdiciarla en nosotras, mucho antes de que fuese una realidad con la burundanga.
Las risas de mis hermanos, sí, mami, nos van a dar caramelos drogados). Y, aunque nunca me lo dijeron
abiertamente, supongo que con el primer novio sintieron temor a un embarazo no
deseado mientras no tenía la vida encauzada y en una época (las aldeas siempre
una década atrasadas) en la que la posibilidad de un aborto se consideraba algo no sólo
traumático y horrible, sino también vergonzoso y grave pecado. Pero salvo todo
esto, nada más les inquietaba sobre nuestra seguridad. Ni siquiera las
enfermedades infantiles les angustiaban, todo se curaba con agua oxigenada,
mercromina y una tirita. Y eso incluía cantazos en la cabeza, cortes de todo
tipo, arañazos, caídas y tropelías varias de los niños más revoltosos. Nos
caíamos, nos levantábamos. Algún costurón hubo en la pandilla, incluso alguna
quemadura con petardos, pero nuestros padres no sólo no se angustiaban, sino
que nos daban una colleja, por tontos. Apanda, nos decían. Y nos aguantábamos.
Ellos lo habían pasado peor, de eso no se moría nadie. Y hubo picotazos de abejas, rodillas con
costras, cejas abiertas y algún brazo roto. Y no pasaba nada. Yo era una buena niña, nunca me caí de
gravedad y pedradas no me daban, ya sabéis que mis hermanos mayores eran tres
torres, pero ellos tuvieron lo suyo. Jugábamos en la calle -en medio del campo más bien-, sin vigilancia, dentro
de tuberías de cemento de las canalizaciones a medio hacer, en coches oxidados
y abandonados en cunetas, en medio de huertas con pozos apenas tapados... cualquier
cosa podía convertirse en peligrosa en nuestras andanzas en libertad, podíamos
cortarnos con metales oxidados (y la amenaza de la gigantesca inyección del tétanos nos volvía precavidos), mordernos
un perro, caernos con la bici haciendo derrapes... pero jamás nuestros padres pensaron
que llegaría alguien y nos secuestrase o abusase de nosotros; estoy segura de
que ni sabían que existían pedófilos o violadores de niños. Y si lo sabían, eso
eran desgracias que sucedían en las grandes ciudades, donde se escondían
personas perversas, no en pueblos donde todos nos conocíamos y no había mala
gente.
En mi pueblo la desgracia era que la tierra no diese para comer, tener que emigrar. La gente era fuerte,
resistente. Por tanto, la posibilidad de que ante un revés emocional uno de
nosotros, un chico o chica del pueblo, se suicidase, era una opción
inimaginable, algo propio de novelas románticas anticuadas donde damiselas
desesperadas por amores imposibles o abandonos vergonzosos se tiraban al río. No ahora, no en el pueblo, no en sus familias.
Y, sin embargo, hubo casos, no en mi pueblo, pero sí en la provincia, salían en
el periódico: una joven bebió pesticida líquido, un hombre se colgó de una viga
en un galpón. En realidad había bastantes casos como para no considerarse
anecdóticos, pero nuestros padres siempre encontraban
causa a esos suicidios: trastornos mentales (sempre foi algo rara), alcoholismo, deudas... Eran meras
suposiciones que ellos daban por veraces para no enfrentarse con esa realidad,
así nada tenía que ver con ellos ni con sus familias. Y en corrillo y en voz baja
todos en realidad hablábamos de la muerte espantosa, con dolores inimaginables,
o el susto de los allegados al encontrar el cuerpo colgado. Algo de película de terror.
Cuando
he tenido penas de amor, rupturas de novios, preocupaciones laborales...
siempre intenté ocultar a mis padres mi desazón, mi tristeza, mi desesperación.
No por falta de confianza sino por responsabilidad. Si nada podían hacer por
mí, ¿para qué amargarles la vida? ¿Acaso no tenían ellos sus propias
preocupaciones? Los adolescentes de ahora les cuentan TODO a sus padres: sus
enfados de diez minutos con las amiguitas de instituto, su rabia porque
Jonathan o Kevin no les hacen caso o las han dejado por Jessica o Katia, que si
el profe les tiene manía, que si Cristian ha dejado de seguirles en Instagram ...
y allá que están los progenitores intentando solucionarles las amistades, la vida
social, y hasta la amorosa, incluso llamando a los interfectos para pedirles
cuentas, solicitándoles a las madres que sus niñas sean amigas de sus hijas o a
ellos cuestionándoles que a ver por qué ya no quieren salir con su niña. Y al
ver sus lloros y caras tristes, a los padres de ahora les entra el pavor, el horror de pensar que sus hijos se puedan
suicidar. A mí, si se enteraban de
que me había enfadado con alguna amiga, porque contar no se lo contaba, me
decían, déjate de tonterías, ya se os pasará. Entendían que esas desavenencias
formaban parte del proceso de madurar, de la propia edad. Ahora todo es un
drama, un trauma y un no vivir.
Es
terrible sentir ese miedo, ese miedo a que un hijo tuyo pierda el norte y ante un revés pueda llegar a quitarse la vida.
Veo a madres husmear entre sus cosas, preguntarle todo el rato si está bien,
temer incluso a recibir la llamada. Y
eso porque el hijo y la novia han roto, porque su hija no ha aprobado el examen
o ha visto a su novio con otra. Y a ver... son noviazgos adolescentes, que te están dando ganas de
decirle pero si vas a enamorarte diez
veces más antes de los treinta. Pero claro, cada persona siente diferente.
Y aunque los padres y madres actuales creen que conocen mucho más a su prole de
lo que antes nuestros padres, resulta que no es cierto. Son ellos los que
sienten pánico a ver tristes a sus hijos, empeñados desde la infancia en
tenerlos entretenidos y contentos, chiquillos que no saben enfrentarse al
disgusto, a las injusticias de la vida, a las frustraciones, al aburrimiento. Y
cuando las cosas no salen como ellos quieren, viene el crujir de dientes y entonces aparece el miedo a que se maten a las
primeras de cambio, porque en realidad no conocen a sus hijos, sus verdaderas
debilidades y fortalezas. La
comunicación es vital; la sobreprotección, un gran error. Y encima no da
seguridad a los padres, al contrario, los confunde, los desconcierta, los llena
de temor. Los adolescentes quieren
normas, necesitan normas, aunque sea para saltárselas. Que me diga mi padre lo
que tengo que hacer, le escuché a un adolescente hablando con otro en la
marquesina del autobús mientras esperábamos su llegada. Para eso es mi padre, dijo. Aluciné por colores. Bueno, no, yo ya
lo sé. Quienes no parecen saberlo son los padres y madres. Quieren ser
coleguitas de sus hijos adolescentes. ¡Hay que joderse!
A
estas alturas ya conocéis mi miedo a enfermar, a la muerte. Pero esta fobia
surgió al final de la veintena. En la adolescencia la muerte es algo abstracto,
nos creemos inmortales. Así que la Uol adolescente reflexionó fríamente sobre
el suicidio. No porque tuviese motivos para sentirme desesperada, sino como
reflexión teórica. Y porque cuando me enrabietaba con mis padres
(principalmente porque no me dejaban ir a alguna fiesta, decisiones en mi
opinión arbitrarias, a aquella sí, a ésta no. Ahora pienso que los permisos
eran en función de sus propias ocupaciones, porque no podían llevarme o para
que no me acostumbrase a la jarana), llegué a decirles una vez que ojalá me
muriese para verlos llorar tras mi ataúd, ya se arrepentirían de no haberme
dejado ir a la fiesta (ojo, dije ojalá me muriese, no voy a matarme). Mi madre no me hizo ni puñetero caso, y mi padre
respondió que no dijese tonterías. Ya os he dicho que los padres de antes no se
dejaban intimidar por esas amenazas. Sabían cómo éramos sus hijos. Y añado que
la posibilidad de un suicidio no era una opción plausible para ellos.
Imposible. Eso era de gente enferma. Estar enfurruñada nunca me duró
más allá de una hora. A ellos, menos. Así que en realidad, básicamente, yo le
daba vueltas en plan teórico a qué opción de suicidio sería la menos dolorosa.
Ninguna me convencía: cortarse las venas, qué dolor, y en la bañera -que decían
que con el agua caliente dolía menos-, qué trauma para el que te descubriera,
¡todo lleno de sangre! En la cama, peor, tendrían que tirar el colchón. Las
pastillas, retortijones, debe doler, se decía que hacían lavado de estómago.
Tirarse de un puente: jo, quedas destrozado, pobre familia para el
reconocimiento. ¿Y si te arrepientes en pleno vuelo? Arrojarse al río o al mar,
la sensación de explotar los pulmones debe ser un espanto. Y si no encuentran pronto
el cuerpo... ¿es eso de que hablan de que están tumefactos, hinchados e
irreconocibles por el agua? Ay, no, pobres mis padres. ¿Colgarse de una viga,
de un árbol? No, que horror... Total, que ninguna opción me servía. Es difícil matarse, pensaba.
A
los veinte años yo opinaba que los suicidas no estaban enfermos, sino que sabían
muy bien lo que hacían. ¿Habrían valorado las opciones como mi yo adolescente? Seguro
que sí, y aun así, lo habían hecho. En aquella época me parecía indigno quitarles
el criterio de pensar que eran libres para tomar esa decisión. Los suicidas se
mataban porque querían y punto. Al
menos algunos (los que se mataban por amor, las chicas principalmente, me parecían
parvas. Yo era muy intransigente con esas
debilidades en la adolescencia. Que se maten ellos, encima quedan libres
para salir con otras mujeres, pensaba. ¡Serán bobas!). Si querían morir, ¿por
qué los denostábamos diciendo que no sabían lo que hacían? Yo entonces aún creía
que los humanos podíamos ser libres, que de
facto éramos libres para tomar decisiones, incluso la de decidir morir. Ya
podéis imaginar que a los treinta dejé de creer eso. Estamos condicionados por todo.
Nuestras decisiones nunca son libres en strictu
senso. Más tarde se me planteó el tema
de la eutanasia. ¿Si yo estuviese desahuciada y con dolor, querría morir? Sí. Un
suicidio asistido. ¿Oxímoron? Sí. Pero,
visto mis descartes adolescentes, alguien tendrá que ayudarnos, digo yo. En fin,
éste es otro tema.
A
lo que iba, que estar disgustado, triste, deprimido o enfadado un hijo o hija no era motivo de gran
preocupación para los padres de antaño. A mis padres y a los de su generación no
se les pasó nunca por la cabeza que un hijo suyo se pudiese suicidar. Los de ahora,
repito, están muy asustados.
Y
lo peor del caso es que te contagian ese temor. También yo he sentido hace poco ese miedo
a que alguien muy cercano haga una
tontería. Así dicen los padres, a ver
si hace una locura. Bofetadas debíamos darnos, ¿acaso no los hemos criado?
¿Acaso no los conocemos? Que sufran es parte de la vida y no se puede evitar. Ya
hemos pasado por eso, ya hemos sufrido, sabemos que se pasa, todo pasa. Pero
como siempre, generación tras generación, pensamos que ante esa tesitura, ante esa
situación nosotros sabríamos reaccionar mejor, todo ese asunto lo sabríamos manejar
mejor. ¡Qué tontería! Ellos también saben.
Uol
Un texto lleno de verdades, de reflexiones de actualidad. En realidad se puede hacer extensivo a muchos temas, de manera subconsciente estamos aterrados ante cualquier accidente, incidente, desgracia, sufrimiento, dolor al fin, vivimos de una manera tan cómoda que nos asusta perder nuestro círculo de confort, así que estamos y estaremos en vilo permanentemente.
ResponderEliminarCon los hijos ni te cuento.
Saludos.
Sí, yo también pienso que nos aterra perder nuestras rutinas, y lo material y lo sentimental.
EliminarGracias por comentar, Pitt Tristán.
Saludos!
Tocas un tema tabú en nuestra sociedad, a pesar de ser, según las estadísticas (que al parecer se quedan muy cortas) la primera causa de muerte "no natural" en nuestros días:
ResponderEliminar"El número de muertes por suicidio que figura en el INE no coincide con el de los Institutos de Medicina Legal. La diferencia es clamorosa." Fuente: https://elpais.com/elpais/2017/06/12/ciencia/1497291180_123865.html
¿Quién no ha pensado alguna vez, de forma más o menos realista, en quitarse de en medio? ¿o que lo haría en determinadas circunstancias? ¿quién no ha valorado, como describes, diversos métodos de acabar con u vida? ¿Quién no ha pensado en el dolor y la incomprensión de sus deudos ante tan trágica pérdida?
Creo que es real el temor que describes de todos los padres a desconocer cómo afectan a sus hijos determinados problemas o a restar importancia a asuntos que a ellos pudieran aplastarles hasta el punto de plantearse una "solución" extrema.
También es cierto el distinto rasero con el que antes y ahora se afrontaban las desilusiones y pequeños golpes inevitables de la vida. Hoy se les da a nuestros infantes todo lo que deseen sin exigirles nada a cambio -ni que lo pidan- y si npensar si si una vida tan regalada les perjudica en este sentido. Llegará un día en el que habrán de ganarse algo por sí mismos y con esta preparación para la vida tienen muchas posibilidades de estrellarse, tienen la frustración asegurada.
Entonces, como el adolescente de tu parada de autobús, puede que alguno le diga a sus padres: La culpa es vuestra que no me habéis enseñado a vivir.
¿Dónde se aprende a ser padre/madre?
PD: Encantado de volver por aquí, de volver a leerte. Necesitaré un tiempo para ponerme a día.
Un abrazo
Feliz fin de semana.
Feliz septiembre
Hola, Vlixes! Gracias por dejar tu comentario y por dejarte caer por aquí de nuevo.
EliminarSí, el suicidio sigue siendo un tema tabú. Y, desde luego, sigo pensando que para los que dejan atrás es una situación dolorosísima e inasumible. El sentimiento de culpa es muy fuerte.
Feliz fin de verano!
Un abrazo bien fuerte.