lunes, 23 de julio de 2018

Suicidio



Estoy muy segura de que a mis padres jamás se les pasó por la cabeza que un hijo suyo pudiese suicidarse. Estoy convencida de que esa posibilidad, por muy disgustados que estuviésemos  -¿y lo estábamos a sus ojos hasta ese punto?- jamás fue una probabilidad. Era algo inimaginable, impensable. Los padres de ahora están acojonados. 

Respecto a sus hijos mis padres tenían miedos, sí, pero eran otros: miedo a un accidente de coche cuando empezamos a ir con amigos a las fiestas veraniegas de los pueblos y los controles de alcoholemia eran algo insólito, las carreteras comarcales llenas de curvas y la responsabilidad del conductor post-adolescente, dudosa; miedo a que me tropezase con algún malvado, alguien que me engañase o se aprovechase de mí mientras fui muy jovencita (todos los padres siempre vigilantes sobre con quien nos relacionábamos). Quizás miedo a caer en las drogas. (Ese pavor a que nos echasen droga en la coca cola, y nuestras risas, sí, van a desperdiciarla en nosotras,  mucho antes de que fuese una realidad con la burundanga. Las risas de mis hermanos, sí, mami, nos van a dar caramelos drogados). Y, aunque nunca me lo dijeron abiertamente, supongo que con el primer novio sintieron temor a un embarazo no deseado mientras no tenía la vida encauzada y en una época (las aldeas siempre una década atrasadas) en la que la posibilidad de un aborto se consideraba algo no sólo traumático y horrible, sino también vergonzoso y grave pecado. Pero salvo todo esto, nada más les inquietaba sobre nuestra seguridad. Ni siquiera las enfermedades infantiles les angustiaban, todo se curaba con agua oxigenada, mercromina y una tirita. Y eso incluía cantazos en la cabeza, cortes de todo tipo, arañazos, caídas y tropelías varias de los niños más revoltosos. Nos caíamos, nos levantábamos. Algún costurón hubo en la pandilla, incluso alguna quemadura con petardos, pero nuestros padres no sólo no se angustiaban, sino que nos daban una colleja, por tontos. Apanda, nos decían. Y nos aguantábamos. Ellos lo habían pasado peor, de eso no se moría nadie.  Y hubo picotazos de abejas, rodillas con costras, cejas abiertas y algún brazo roto. Y no pasaba nada.  Yo era una buena niña, nunca me caí de gravedad y pedradas no me daban, ya sabéis que mis hermanos mayores eran tres torres, pero ellos tuvieron lo suyo. Jugábamos en la calle -en medio del campo más bien-, sin vigilancia, dentro de tuberías de cemento de las canalizaciones a medio hacer, en coches oxidados y abandonados en cunetas, en medio de huertas con pozos apenas tapados... cualquier cosa podía convertirse en peligrosa en nuestras andanzas en libertad, podíamos cortarnos con metales oxidados (y la amenaza de la gigantesca inyección del tétanos nos volvía precavidos), mordernos un perro, caernos con la bici haciendo derrapes... pero jamás nuestros padres pensaron que llegaría alguien y nos secuestrase o abusase de nosotros; estoy segura de que ni sabían que existían pedófilos o violadores de niños. Y si lo sabían, eso eran desgracias que sucedían en las grandes ciudades, donde se escondían personas perversas, no en pueblos donde todos nos conocíamos y no había mala gente.

En mi pueblo la desgracia era que la tierra no diese para comer, tener que emigrar. La gente era fuerte, resistente. Por tanto, la posibilidad de que ante un revés emocional uno de nosotros, un chico o chica del pueblo, se suicidase, era una opción inimaginable, algo propio de novelas románticas anticuadas donde damiselas desesperadas por amores imposibles o abandonos vergonzosos se tiraban al río.  No ahora, no en el pueblo, no en sus familias. Y, sin embargo, hubo casos, no en mi pueblo, pero sí en la provincia, salían en el periódico: una joven bebió pesticida líquido, un hombre se colgó de una viga en un galpón. En realidad había bastantes casos como para no considerarse anecdóticos, pero nuestros padres siempre encontraban causa a esos suicidios: trastornos mentales (sempre foi algo rara), alcoholismo, deudas... Eran meras suposiciones que ellos daban por veraces para no enfrentarse con esa realidad, así nada tenía que ver con ellos ni con sus familias. Y en corrillo y en voz baja todos en realidad hablábamos de la muerte espantosa, con dolores inimaginables, o el susto de los allegados al encontrar el cuerpo colgado. Algo de película de terror. 


Cuando he tenido penas de amor, rupturas de novios, preocupaciones laborales... siempre intenté ocultar a mis padres mi desazón, mi tristeza, mi desesperación. No por falta de confianza sino por responsabilidad. Si nada podían hacer por mí, ¿para qué amargarles la vida? ¿Acaso no tenían ellos sus propias preocupaciones? Los adolescentes de ahora les cuentan TODO a sus padres: sus enfados de diez minutos con las amiguitas de instituto, su rabia porque Jonathan o Kevin no les hacen caso o las han dejado por Jessica o Katia, que si el profe les tiene manía, que si Cristian ha dejado de seguirles en Instagram ... y allá que están los progenitores intentando solucionarles las amistades, la vida social, y hasta la amorosa, incluso llamando a los interfectos para pedirles cuentas, solicitándoles a las madres que sus niñas sean amigas de sus hijas o a ellos cuestionándoles que a ver por qué ya no quieren salir con su niña. Y al ver sus lloros y caras tristes, a los padres de ahora les entra el pavor, el horror de pensar que sus hijos se puedan suicidar.  A mí, si se enteraban de que me había enfadado con alguna amiga, porque contar no se lo contaba, me decían, déjate de tonterías, ya se os pasará. Entendían que esas desavenencias formaban parte del proceso de madurar, de la propia edad. Ahora todo es un drama, un trauma y un no vivir. 


Es terrible sentir ese miedo, ese miedo a que un hijo tuyo pierda el norte y ante un revés pueda llegar a quitarse la vida. Veo a madres husmear entre sus cosas, preguntarle todo el rato si está bien, temer incluso a recibir la llamada. Y eso porque el hijo y la novia han roto, porque su hija no ha aprobado el examen o ha visto a su novio con otra. Y a ver... son noviazgos  adolescentes, que te están dando ganas de decirle pero si vas a enamorarte diez veces más antes de los treinta. Pero claro, cada persona siente diferente. Y aunque los padres y madres actuales creen que conocen mucho más a su prole de lo que antes nuestros padres, resulta que no es cierto. Son ellos los que sienten pánico a ver tristes a sus hijos, empeñados desde la infancia en tenerlos entretenidos y contentos, chiquillos que no saben enfrentarse al disgusto, a las injusticias de la vida, a las frustraciones, al aburrimiento. Y cuando las cosas no salen como ellos quieren, viene el crujir de dientes y entonces aparece el miedo a que se maten a las primeras de cambio, porque en realidad no conocen a sus hijos, sus verdaderas debilidades y fortalezas. La comunicación es vital; la sobreprotección, un gran error. Y encima no da seguridad a los padres, al contrario, los confunde, los desconcierta, los llena de temor. Los adolescentes quieren normas, necesitan normas, aunque sea para saltárselas. Que me diga mi padre lo que tengo que hacer, le escuché a un adolescente hablando con otro en la marquesina del autobús mientras esperábamos su llegada. Para eso es mi padre, dijo. Aluciné por colores. Bueno, no, yo ya lo sé. Quienes no parecen saberlo son los padres y madres. Quieren ser coleguitas de sus hijos adolescentes. ¡Hay que joderse! 

A estas alturas ya conocéis mi miedo a enfermar, a la muerte. Pero esta fobia surgió al final de la veintena. En la adolescencia la muerte es algo abstracto, nos creemos inmortales. Así que la Uol adolescente reflexionó fríamente sobre el suicidio. No porque tuviese motivos para sentirme desesperada, sino como reflexión teórica. Y porque cuando me enrabietaba con mis padres (principalmente porque no me dejaban ir a alguna fiesta, decisiones en mi opinión arbitrarias, a aquella sí, a ésta no. Ahora pienso que los permisos eran en función de sus propias ocupaciones, porque no podían llevarme o para que no me acostumbrase a la jarana), llegué a decirles una vez que ojalá me muriese para verlos llorar tras mi ataúd, ya se arrepentirían de no haberme dejado ir a la fiesta (ojo, dije ojalá me muriese, no voy a matarme). Mi madre no me hizo ni puñetero caso, y mi padre respondió que no dijese tonterías. Ya os he dicho que los padres de antes no se dejaban intimidar por esas amenazas. Sabían cómo éramos sus hijos. Y añado que la posibilidad de un suicidio no era una opción plausible para ellos. Imposible.  Eso era de gente enferma. Estar enfurruñada nunca me duró más allá de una hora. A ellos, menos. Así que en realidad, básicamente, yo le daba vueltas en plan teórico a qué opción de suicidio sería la menos dolorosa. Ninguna me convencía: cortarse las venas, qué dolor, y en la bañera -que decían que con el agua caliente dolía menos-, qué trauma para el que te descubriera, ¡todo lleno de sangre! En la cama, peor, tendrían que tirar el colchón. Las pastillas, retortijones, debe doler, se decía que hacían lavado de estómago. Tirarse de un puente: jo, quedas destrozado, pobre familia para el reconocimiento. ¿Y si te arrepientes en pleno vuelo? Arrojarse al río o al mar, la sensación de explotar los pulmones debe ser un espanto. Y si no encuentran pronto el cuerpo... ¿es eso de que hablan de que están tumefactos, hinchados e irreconocibles por el agua? Ay, no, pobres mis padres. ¿Colgarse de una viga, de un árbol? No, que horror... Total, que ninguna opción me servía. Es difícil matarse, pensaba.



A los veinte años yo opinaba que los suicidas no estaban enfermos, sino que sabían muy bien lo que hacían. ¿Habrían valorado las opciones como mi yo adolescente? Seguro que sí, y aun así, lo habían hecho. En aquella época me parecía indigno quitarles el criterio de pensar que eran libres para tomar esa decisión. Los suicidas se mataban porque querían y punto. Al menos algunos (los que se mataban por amor, las chicas principalmente, me parecían parvas. Yo era muy intransigente con esas debilidades en la adolescencia. Que se maten ellos, encima  quedan libres para salir con otras mujeres, pensaba. ¡Serán bobas!). Si querían morir, ¿por qué los denostábamos diciendo que no sabían lo que hacían? Yo entonces aún creía que los humanos podíamos ser libres, que de facto éramos libres para tomar decisiones, incluso la de decidir morir. Ya podéis imaginar que a los treinta dejé de creer eso. Estamos condicionados por todo. Nuestras decisiones nunca son libres en strictu senso.  Más tarde se me planteó el tema de la eutanasia. ¿Si yo estuviese desahuciada y con dolor, querría morir? Sí. Un suicidio asistido. ¿Oxímoron? Sí. Pero, visto mis descartes adolescentes, alguien tendrá que ayudarnos, digo yo. En fin, éste es otro tema. 

A lo que iba, que estar disgustado, triste, deprimido  o enfadado un hijo o hija no era motivo de gran preocupación para los padres de antaño. A mis padres y a los de su generación no se les pasó nunca por la cabeza que un hijo suyo se pudiese suicidar. Los de ahora, repito, están muy asustados. 
 
Y lo peor del caso es que te contagian ese temor. También yo he sentido hace poco ese miedo a que alguien muy cercano haga una tontería. Así dicen los padres, a ver si hace una locura. Bofetadas debíamos darnos, ¿acaso no los hemos criado? ¿Acaso no los conocemos? Que sufran es parte de la vida y no se puede evitar. Ya hemos pasado por eso, ya hemos sufrido, sabemos que se pasa, todo pasa. Pero como siempre, generación tras generación, pensamos que ante esa tesitura, ante esa situación nosotros sabríamos reaccionar mejor, todo ese asunto lo sabríamos manejar mejor. ¡Qué tontería! Ellos también saben.

Uol

4 comentarios:

  1. Un texto lleno de verdades, de reflexiones de actualidad. En realidad se puede hacer extensivo a muchos temas, de manera subconsciente estamos aterrados ante cualquier accidente, incidente, desgracia, sufrimiento, dolor al fin, vivimos de una manera tan cómoda que nos asusta perder nuestro círculo de confort, así que estamos y estaremos en vilo permanentemente.
    Con los hijos ni te cuento.
    Saludos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí, yo también pienso que nos aterra perder nuestras rutinas, y lo material y lo sentimental.
      Gracias por comentar, Pitt Tristán.
      Saludos!

      Eliminar
  2. Tocas un tema tabú en nuestra sociedad, a pesar de ser, según las estadísticas (que al parecer se quedan muy cortas) la primera causa de muerte "no natural" en nuestros días:
    "El número de muertes por suicidio que figura en el INE no coincide con el de los Institutos de Medicina Legal. La diferencia es clamorosa." Fuente: https://elpais.com/elpais/2017/06/12/ciencia/1497291180_123865.html

    ¿Quién no ha pensado alguna vez, de forma más o menos realista, en quitarse de en medio? ¿o que lo haría en determinadas circunstancias? ¿quién no ha valorado, como describes, diversos métodos de acabar con u vida? ¿Quién no ha pensado en el dolor y la incomprensión de sus deudos ante tan trágica pérdida?
    Creo que es real el temor que describes de todos los padres a desconocer cómo afectan a sus hijos determinados problemas o a restar importancia a asuntos que a ellos pudieran aplastarles hasta el punto de plantearse una "solución" extrema.
    También es cierto el distinto rasero con el que antes y ahora se afrontaban las desilusiones y pequeños golpes inevitables de la vida. Hoy se les da a nuestros infantes todo lo que deseen sin exigirles nada a cambio -ni que lo pidan- y si npensar si si una vida tan regalada les perjudica en este sentido. Llegará un día en el que habrán de ganarse algo por sí mismos y con esta preparación para la vida tienen muchas posibilidades de estrellarse, tienen la frustración asegurada.
    Entonces, como el adolescente de tu parada de autobús, puede que alguno le diga a sus padres: La culpa es vuestra que no me habéis enseñado a vivir.
    ¿Dónde se aprende a ser padre/madre?
    PD: Encantado de volver por aquí, de volver a leerte. Necesitaré un tiempo para ponerme a día.
    Un abrazo
    Feliz fin de semana.
    Feliz septiembre


    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Vlixes! Gracias por dejar tu comentario y por dejarte caer por aquí de nuevo.
      Sí, el suicidio sigue siendo un tema tabú. Y, desde luego, sigo pensando que para los que dejan atrás es una situación dolorosísima e inasumible. El sentimiento de culpa es muy fuerte.
      Feliz fin de verano!
      Un abrazo bien fuerte.

      Eliminar

Tu opinión me interesa. Es tuya.