viernes, 26 de julio de 2019

El polvo de la venganza



No comprendía por qué seguía entrando a mirar mis estados. Y no era porque saltara su visita de alguno que le interesara al mío: es que a veces yo colgaba varias fotos y las miraba todas. ¿Qué pretendía? ¿Era mera curiosidad o quería que yo supiese que seguía mi rastro? ¿Y eso para qué? Ya nada podría reanudarse entre nosotros. Podría bloquearlo, es cierto, pero en su momento no consideré necesaria esa medida. De hecho, durante siete meses estuvo ausente de mi WhatsApp y de pronto un buen día apareció entre los que habían consultado mi estado; él, que nunca usa foto en el perfil; él, que se mantiene siempre lejano y distante. 

Se ve que el polvo de la venganza no fue suficiente. 



―Podrías venir algún día a una hora decente. Saldríamos a cenar fuera o a tomar una copa. 
―Ya sabes que hasta las nueve no llega Moncha y después son cien quilómetros. 

Moncha era la señora de la dependencia que atendía a su madre tres horas al día y que se quedaba algunas noches si él la contrataba por su cuenta, cobrando aparte, claro. 

―Ya. Siempre dices lo mismo. 
―Antes no te importaba no salir de casa. 
―Ni del colchón, lo sé. Pero la sensación de ser un mero desfogue empieza a hacer mella en mí. Y ya sabes que lo psicológico influye mucho en la libido. En realidad, todo está en la cabeza: la atracción y el deseo; el respeto y la lujuria. Y las ganas. 
―¿Y se te están pasando las ganas? 

Me la estaba jugando, lo sé, pero siempre he sido algo kamikaze, es mi naturaleza impulsiva. 

―Un poco sí. Es que el tonteo, la situación, pasear de ganchete juntando las cabezas en cómplice conversación, un vinito... todo provoca ese momento de lanzarse a la cama o al sofá. Y no que vengas ya en chándal porque ya te pongo yo el vino y hay confianza, que yo no te recibo en pantuflas de animalitos. 
―Jajajaja. Nunca he venido en chándal. 
―Ni yo soy el Everest. 
―¡Joder, es que vengo cómodo! 
―Porque ya ni te planteas salir. De antemano. 
―Ya sabes que apenas tengo tiempo de ocio. Tengo que darle el relevo a Moncha a las doce y media a más tardar, porque tiene que atender a su familia. Y menos mal que nos deja hecha la comida. Aquel día que me fui de aquí tan tarde me dijo que si iba a ser así siempre que no la llamase para pernoctar, que ella también tenía hijos que atender. 

Lo sabía. El resultado de tener hijos bien pasados los cuarenta acarreó que fuese ya huérfano de padre y que tuviese que atender a su madre, una octogenaria dependiente. Él lamentaba que esa misión tenía que haberle tocado con cincuenta años y no a su edad, cuando todos sus amigos vivían despreocupados, que es lo que le correspondía por edad. Además era hijo único. Me había confesado muchas veces que se sentía desbordado. 

―Lo sé, lo sé. Pero hombre, algún día en vez de cenar en casa podríamos salir. 
―Sí, sí. 

Pero solo sucedió una vez. 

Os preguntareis por qué no iba yo a su casa. A su casa. Con su madre. Allí

Un día me lo dijo. Que podíamos estar en el piso de arriba. La madre, en silla de ruedas, tenía ya adaptada la planta baja para su necesidades. 

Fui plenamente consciente de que lo sugirió porque sabía que me negaría. Sabe la mujer que soy yo. Sabía que jamás aceptaría. ¿Me presentaría como a una amiga que iba a pasar la noche o me colaría clandestinamente en el piso de arriba cuando su madre estuviese acostada? Demasiado bochornoso para mí. 

También me dijo una vez que el próximo fin de semana iríamos de rebajas juntos, como un plan común. (¿De compras?). Lo dijo para que yo estuviese toda la semana esperanzada. Ese finde no vino: Moncha no podía quedarse con su madre, tenía una comida familiar. 

Si no conociese realmente su situación familiar hubiese pensado que estaba casado y yo era su apaño (aunque por su profesión hubiese sido difícil justificar quedarse a dormir fuera de casa cada quince días mínimo), pero lo que llegué a tener claro es que tenía otros nidos pasajeros de fin de semana como el mío.

Y así estuvimos casi año y medio. 

Y un día me pareció tonto todo aquello. El folleteo se espaciaba, la conversación escaseaba y la historia no daba más de si, así que una tarde que me preguntó por WhatsApp si tenía plan le contesté que había quedado con mis amigas, y no volvimos a hablar de quedar, aunque seguíamos en contacto esporádico. 

A veces uno sabe que alguien se comporta con uno muy interesadamente, pero ignora las señales porque también saca un beneficio. Y cuando se acaba, se acabó. 

La vida transcurre queramos o no y este romance fue perdiéndose en la distancia de los días vividos, llenos de trabajo, clases de Pilates, spinning, cine, noches de copas con amigas, excursiones, senderismo, salidas a comer fuera y cuidar de los propios padres, cada vez menos opciones de rolletes ocasionales y mirada al frente.



Unos diez meses después de nuestra última noche pasional, él me telefoneó usando la videollamada, algo raro en su modus operandi, pues solo me mandaba WhatsApp y no era capaz ni siquiera de hacer una típica llamada telefónica. Me pilló por sorpresa y no la acepté. Sorprendida y a la vez acusando una boba vanidad me vi a mí misma hecha unos zorros, con el pelo en una coleta, vistiendo una camiseta vieja y con cara de sueño. Me recoloqué un poco y le mandé un WhatsApp preguntándole si le ocurría algo. Volvió a llamar y esta vez descolgué. Se interesaba por mí, daba vueltas y vueltas a la conversación sin llegar a nada. Al cabo de quince minutos colgamos. Me quedé mosca. Leí las noticias y até cabos. Al día siguiente por la noche, ya me había acostado, me mandó nuevos mensajes en plan picantón y recordando batallitas pasadas. Siempre hacía eso, recordar momentos sexuales pasados, como si los necesitase para entonarse. Me dijo que se acordaba mucho de mí. ¿Y por qué no has dado noticias en todo este tiempo?, le pregunté. Ya sabes dónde vivo, ¿por qué no has parecido aquí una mañana? Nos iríamos a comer por ahí, le dije con toda intención recordando que era algo que nunca habíamos hecho. Dijo que no sabía si sería bien recibido. Hombre, así no lo sabrás. A la tercera noche de mensajitos, se atrevió. Me dijo que para que no le echara en cara que solo me venía a ver los sábados, que se animaba a visitarme el próximo martes, que podíamos comer juntos. Y follar después, pensé yo. ¿Pero no trabajas?, le pregunté. Era septiembre. Dijo que aún tenía la primera semana de vacaciones, que podría recogerme a las dos. ¿Y tu madre? Con Moncha. Yo sabía a qué venía. Dos pájaros de un tiro. Pero solo iba a tener uno. Y ése solo iba a ser el que yo quería. Porque nunca había sido nada claro conmigo, porque siempre había doblez e interés en él. 


Para ser sincera, se comportó como siempre, lanzado, apasionado y picarón. Es de los que te hacen sentir que lo pones a cien en cero coma. La comida transcurrió extrañamente natural aunque nunca habíamos compartido mantel fuera de las paredes de mi cocina. Después se puso meloso y fuimos a mi casa. Siesta no dormimos aunque yo bebí tres copas de godello. Yo sabía lo que iba a pasar. El que no lo sabía era él. 

Follamos como locos, entre los efluvios del godello, mi ansia acumulada y su predisposición a la jarana. En esos diez meses había engordado unos quilitos que le sentaban de maravilla, pues tenía tendencia a adelgazar con el estrés. Además salía con un grupo de amigos a hacer bici. Tenía cuerpo de ciclista. Ahora es todo polla, pensé. Cuando deje la bici, se redondeará. Llegará un día en el que no se la verá, pensé yo rastreramente. Lo pasamos bien y me dejé llevar a pesar de que yo sabía cuál era el plan que él tenía y no me había comunicado. 

Fue entonces, después de desperezarnos, cuando le comuniqué será mejor que te vayas, ¿no? Se te va a hacer un poco tarde. 
―¿No quieres que me quede a dormir?, me preguntó extrañado. 
―Otro día, le dije. Mañana he quedado con un amigo para ir hasta Luintra para ver La Vuelta y quiero ir descansada. 

Se quedó lívido. No sé si porque comprendió que yo lo había pillado o porque su plan se había chafado. 

Sé que debería haberme sentido un poco ruin cuando salió por la puerta, pero no pude menos que considerar: si querías usar mi casa como hotel para ir a ver la etapa, haberlo dicho, ya que somos tan amigos, y no llamar de repente diciendo que me echas de menos y callar como un muerto para largarte al día siguiente a verla tú solo. Eso o págate un hotel, cabronazo. 

Y ése fue mi polvo de la venganza. 

Pero si pensáis que la cosa quedó así, os equivocáis. Me la devolvió, como ya mencioné al principio de todo. Pero ésa es otra historia que quizás os cuente otro día.

Uol

martes, 2 de julio de 2019

Pedras

Falsamente atribuído a Pessoa


Pedras
no caminho?
Guardo todas,
um dia 
vou construír
um castelo.

Mulierem vincit. 
Nam nunc.
Deinde usque ad tempus.
Uol