jueves, 31 de diciembre de 2020

2020

 


2020 

Resumir un año de mierda parece bien fácil: inmundo, nauseabundo, repulsivo, repugnante, asqueroso, desolador, doloroso, amargo... 

Las precisiones vienen después, con las sensaciones que esos adjetivos provocaron en mí: alarma, aprensión, ansia, cobardía, tristeza, sobresaltos, sustos, apatía, desesperación, recelo, escepticismo... 

Resumiendo: 

Enero 
Una mirada provocó un incendio y un like desencadenó una reacción nuclear en cadena, imparable y destructiva. El año prometía, era el 2020. 

Febrero 
Como antesala de lo venidero, el Carnaval pasó con más pena que gloria. Y es mucho decir, simplemente no hubo fiesta para mí. Ya no hay peña que me arrastre a la locura del disfraz, a la complicidad de los amigos con cerveza y vinos saltando en las ruelas estrechas. La Cuaresma se presentaba larga y gris. Lo que no imaginaba era cuánto. 

Marzo 
Y llegó La noticia. Los noticiarios diarios. La prensa. Pegada a la pantalla alucinando, sin creerlo y pensando todavía que serían quince días de confusión y alarma. 


Y el miedo me asaltó a traición, enseñándome los dientes noche tras noche, empatando con el día, sin ocultarse, sin sutilezas, mostrando arrogante sus colmillos. 

Y en medio de ese delirio y ese pavor, lancé mis naves al mar. Desde el otro lado del océano me respondió la luz del faro. Me dejé llevar por ese resplandor, esperanzada en salvarme. 

Abril
Encierro. Reinventándome en el trabajo. Disimulando el desconcierto. Animando sin creer en mi propio ánimo. Fingiendo entereza. Y no poder abrazar a los míos. Y la ronda de llamadas telefónicas nocturnas. Y las vídeollamadas de vez en cuando, notando mis ojeras aumentar. Y hablar sin ganas, porque lo único que mi garganta quiere es gritar. Y el espanto de los balcones. Y el horror de las sirenas a las ocho. 

Mayo 
Cada día esperando que cambien las normas, porque eso significaría que también cambia lo otro, las muertes, los enfermos, las quiebras, el dolor, la incertidumbre. 

Y el día 18 pude por fin abrazar a mis padres después de dos meses. Y me quedé con ellos quince días mientras trabajaba en remoto. Pude salir al campo, pasear a la vera del río, pude cocinar para ellos, darles mimos, serenarme poco a poco. 

Junio 
Intentar recuperar algunas actividades: ir al fisioterapeuta sin miedo, a las termas; entrar en un comercio... E ir haciéndose a la idea de lo plano, gris y árido que iba a ser el verano. 

Julio 
Sin planes, sin findes de playa, sin quedadas con amigas para ir al feirón a Portugal y comer un bacallau ao forno. Calor baldío. 

La luz del faro de marzo aparecía y desaparecía entre la niebla durante esos meses infernales. Fue un cabo que mantenía a flote mi ilusión por la vida. Y en julio orienté mi nave hacia esa luz, guiándome por su resplandor. Recalé a los pies del acantilado, aguardando no sé qué. Y la luz de repente se apagó. Remé torpemente hasta la orilla. La barca de madera flota a su pesar, ya sin rumbo, sin ansias, sin nada. 


Agosto 
Vacaciones sin planes para no traer el bicho a casa. Sin visitar amigas e ir de fiesta. Sin mar. Sin fiestas populares. Acompañando a papis en la casa familiar. Calor y más calor. Siestas con pesadillas. Lecturas compulsivas. Insomnio en las madrugadas. Y la fatiga de saber que de nuevo habrá que volver al trabajo, pero que no será igual, que no habrá reencuentros felices, ni brindis ni cenas con sobremesa parlanchina. Y saber que la luz del faro se extinguió. 

Septiembre 
Sigue la incertidumbre acerca del final de la pandemia. Siguen los muertos. Siguen las especulaciones acerca de la vacuna. Retorno al trabajo presencial, con más miedos y más dudas. Nada es igual. Y de nuevo sustos con la propia salud. La mente está cansada, extremadamente agotada de luchar contra la negritud del pensamiento, contra el desánimo, contra el deseo de dejarse ir como una balsa a la deriva. Luchar contra el deseo del abandono, contra ese desmoronamiento del ánimo que debo apuntalar con gran dificultad. Desear gritar, desear enloquecer y saber que no puedo, que no debo. ¡Con lo fácil que es dejarse ir! 


Octubre 
Los días discurren pese a todo. La familia se mantiene sana. Las tardes se dilatan largas, abrumadoramente tristes y solitarias. Algunos paseos y el calor de las termas. No mejoran los números, los fallecidos siguen aumentando con su tétrico goteo. Vacunas diferentes corren a la desesperada y yo desconfío de todo, de todos. Cierres perimetrales. Busco salvoconducto para atender a mis padres. Los bares cierran de nuevo, pero ya no los extraño: hace siete meses que no piso uno. Se habla ya de protocolo para la Navidad de este año. Hijos que no verán a sus padres. Suegros para los que no estarán. Nietos sin abrazos. Pienso que mis padres se morirían de pena si no estamos. Tristeza en estado puro. La tristeza mata. 

Noviembre 
Los descendientes planean venir a la casa familiar. Por amor a la familia gastarán en PCR por lo privado, harán aislamiento diez días y nueva PCR. Por ellos, por los abuelos, no se reunirán con amigos, perderán días de sus futuras vacaciones. Es el amor que se ha sembrado. No imaginan no ver a sus abuelos ni un día más. Casi un año. Pienso que será así a partir de ahora. La distancia. Las vidas en paralelo. Pena abrumadora. 

Diciembre 
El trabajo se ha sacado adelante. No hay muchas risas, es cierto, pero la vida se abre paso siempre. Mis padres no tienen miedo a nada. Están felices con nosotros alrededor; son gallinitas cluecas con los suyos. Yo miro el monte, el río, el cielo plomizo y pienso en mi soledad interior. Llueve y llueve este mes sin descanso y acaba con una nueva borrasca. Bella, se llama. Pero nada es bello y todo lo es. El monte, el río, los pajarillos buscando bichitos que comer; la leña, el hogar, los libros. Comer y comer. Y beber. Y las larguísimas tardes que devienen en noche sin darse uno cuenta. Horas y horas que llenar en el hogar familiar. Calor de hogar. Los miedos se aletargan, brotan a veces ante una tos espontánea. Se adormecen con la alegría de estar reunidos. ¿Hasta cuándo? Y se acaba un año. Un año de mierda. Sin luz, sin faro, sin risas, sin abrazos, sin escapadas, sin veraneo, sin reuniones, sin planes, sin bailoteo bajo luces de colores, sin brillo en los ojos, sin ilusiones. 

¿Podremos descontar este año de mierda del cómputo de la vida? 

¿Podremos recuperarlo alguna vez?

Uol

sábado, 19 de diciembre de 2020

Vento




O RELOXO DE AREA
...

4

Chega un vento inocente 
como as xentes dun filme en branco e negro

Un vento limpo e terso 
que vén dalgún xardín onde o tempo 
non conta

Polo chan indefenso das rúas benqueridas 
xúntanse as follas murchas coas andainas e os soños 

O vento vén de lonxe 
Vén de antigas bisbarras 
ou de vellas culturas nunca 
ben precisadas e insubmisas

Eu sentía a saudade do meu reino no vento

Luz Pozo Garza: As arpas de Iwerddon. (Ed. Linteo. 2005)

martes, 8 de diciembre de 2020

Vida tras las ventanas

 

En muchas ocasiones he llegado a una ciudad desconocida caída ya la noche. El autobús o el taxi me acercaba desde la estación o desde el aeropuerto a mi destino, al hotel o a casa de algún allegado. Cuando llegas a una ciudad desconocida una vez que la oscuridad ya se ha apoderado del horizonte, uno no puede de todos modos dejar de observarlo todo. Atisbando tras los vidrios del vehículo, lentamente aparecen polígonos silenciosos, suburbios, y finalmente la autopista va adentrándose en barrios periféricos de la urbe. Es extrañamente melancólico observar desde lo alto de puentes elevados en las circunvalaciones, las ventanas iluminadas en los edificios de estos barrios populosos. El silencio se apodera de todo, pero uno contempla esas ventanas iluminadas, y yo no puedo dejar de imaginar las vidas que discurren tras esas ventanas. Cortinas, alguna pobre lámpara, la esquina de una estantería, la blanquecina luz de los fluorescentes de las cocinas, la más cálida del salón; bombonas de butano o unas flores en balcones humildes. A veces la sombra de una cabeza, el brillo azulado de televisores encendidos; un hombre fumando, asomado en la galería de aluminio. Yo observo esos marcos de luz con curiosidad, mientras el autobús o el taxi avanza hacia el hotel o el hospedaje amigo y la calzada, devenida en calle, comienza a estar transitada. Las ventanas se ven más cercanas, más amplias, las luces más intensas, más nítidos los interiores, sobre todo en las ciudades norteñas europeas, donde escasean persianas y cortinas y optan por lamparillas y velas sobre alféizares, pues para ellos la luz diurna es vital y el ansia de ocultar la intimidad menos acuciante. Me imagino sus vidas. Fantaseo. O no me las imagino, quisiera conocerlas. ¿Qué hacen en su vida cotidiana mientras yo llego a un lugar desconocido? Me invade entonces -siempre me sucede- una conocida melancolía. La vida transcurre lejos de mí, en esos pisos donde vive gente que no sabe de mi existencia. Es la sensación absurda de que la vida es algo que sucede ajena a mí.

 Nunca pienso que acaso ellos ven pasar (el hombre que fuma en el balcón, la mujer que parece fregar los platos de la cena y alza la cabeza mirando en ese instante por la ventana) a una mujer, que vislumbran en la tenue ventana iluminada de un autobús, dirigiéndose a algún lugar; que acaso ellos también se imaginen mi vida, la visitante que de dónde vendrá o a dónde irá. Quizás ellos quisieran huir de esos pisos diminutos, de esas ventanas iluminadas que a mí, sin embargo, me evocan el hogar, el calor, la vida. 


He empezado a experimentar esa sensación arribando a mi ciudad. Soy yo ahora la que conduzco, soy yo ahora la que retorno a mi hogar. Y, sin embargo, sigo experimentando melancolía al observar las ventanas iluminadas. La vida está tras ellas. Y yo no sé dónde estoy ni a dónde voy.
Uol