viernes, 12 de febrero de 2021

Disfraz



     Estamos en vísperas del carnaval. Y digo carnaval, porque lamentablemente yo he vivido más el carnaval que O Entroido, que es el carnaval ancestral, el típico y genuino de Galicia, más primitivo, más enraizado en las costumbres de antaño, en la renovación de la vida, en la exaltación de lo primario. (Podéis recordar mi lance fou, vivido en Laza, clicando AQUÍ). Pero, por desgracia, en mi infancia y adolescencia yo no viví el carnaval ancestral. A mí me tocó el sucedáneo del disfraz trapalleiro, es decir, del disfraz hecho con la mezcolanza hilarante de ropas viejas o pasadas de moda; y en la adolescencia viví el carnaval con el disfraz del chino, que no resistía la pavesa de los cigarrillos en los apretones de las discos, cuando aún se fumaba en los locales. Y vive Dios que no sé cómo sobrevivimos a más que probables incendios. De algún abrigo hice duelo por llegar con un quemazo a casa.

Llega el carnaval, decía, y a mí me da por reflexionar sobre la querencia que yo tengo por el disfraz. Nunca he sido de comparsas ni coreografías. Veréis, para ciertas cosas soy terriblemente individualista. No me va ir en el mogollón, todos iguales y danzando a la vez. Si veis a un grupo con una mona vestida al revés y saltando como una loca, ésa soy yo. Acepto seguir una línea temática, pero no voy igual, no. No es por destacar, por parecer diferente, es mi forma del ver el mundo. Las masas me dan cosita. Y ya sé que pertenezco a la masa, pero una tiene derecho a soñar, ¿no?

A lo que iba, para mí el disfraz es el traje que me permite soñar. Yo me pongo un disfraz y me transformo, que supongo que es lo que les pasa a las actrices y actores, que mudan la piel con sólo un complemento. Por eso declaran que en los ensayos portan aunque sea una sola prenda del personaje, para sentirlo, para vivirlo, para crearlo. Yo hubiese sido una magnífica actriz (de carácter al menos) si no fuera por mi sentido del ridículo. Es un sentido del ridículo un tanto especial, porque no me importa ponerme un trapo en la cabeza, subirme a una silla y cantar la Traviata, pero no me gusta que se burlen de mí. Obviamente, no todo el mundo puede hacerme sentir ridícula (creo fervientemente en el refrán A palabras necias, oídos sordos), pero si se rompe esa escollera, el hundimiento es brutal. Así que el disfraz ha sido un buen artificio para transformarme y soltar las riendas del autocontrol. En Carnaval me he sentido libre en la piel de la desalmada seductora, de la garota brasileira, de Catwoman envuelta en látex, de la indomable pirata, de una Bonnie con boina y daga en la liga. En fin, lo opuesto a una tranquila y sensata ciudadana. Dicen que uno se disfraza de lo que es, de lo que se siente que uno es por dentro. No sé yo si tanto, pero lo cierto es que una vez vestido, el disfraz toma el mando. Y en mi caso nunca es para reproducir la realidad, sino para despegarme del suelo, flotar en un mundo paralelo, donde mi vida no está condicionada ni medida ni regulada ni marcada; donde puedo ser desobediente, libertaria, seductora, irónica, valiente, salvaje.

Decidme, ¿pudiendo sentir y experimentar esto, voy a disfrazarme de pingüino, oso o tortuga?

Uol