domingo, 2 de julio de 2017

El holandés





No recuerdo al lado de qué canal estaba, pero entramos en aquel café de mesas de madera, sillas con cojines y lamparitas en las ventanas. Yo les aclaraba a Isaura y Mericia que en esta ocasión no me estaba sintiendo tan fascinada por los hombretones holandeses como la primera vez que fui a Amsterdam, cuando si no ligué fue porque parecía una oligofrénica con problemas para cerrar la boca y mantener la saliva dentro.

Lo vi nada más entrar. Estaba sentado a una de las mesas conversando con otro hombre menos vistoso. Él levantó la mirada, la pinta de turistas no nos la sacaba nadie a pesar de que no nos ataviamos como tales. Hice maniobras para quedar frente a él y evitar que Isaura o Mericia me desplazasen quedando de espaldas. 

El holandés ya tenía algunas canas en las sienes y estaba claro que era un hombretón alto y fuerte, de ésos que de joven, madre mía, tenía que hacer girar cabezas de mujeres y hombres a su paso. Rostro masculino, una belleza indudable, pero nada blanda, nada de calendario gay, con ojos verdosos, cabello castaño, piernas largas -mucho fémur se veía-, pies grandes -un 46 mínimo- calzados con zapatos de estilo deportivo. Manos grandes, muy grandes, sin anillos ni pulseras. Vestía una americana negra sobre camiseta de algodón grisácea, pantalón vaquero claro. Estaba de vicio. Me muero, me muero, les decía a mis amigas, que, claro, se percataron al minuto cero de hacia dónde se me iban los ojos. Está bueno, consensuaron, pero a ellas creo que les siguen gustando más los yogurines, porque me lo dejaron. No te digo yo que no, pero este hombre, ay dios, era un ídem hecho carne, acorde para mi tamaño y edad. El hombretón se dio cuenta al minuto y medio de que me lo comía con los ojos, y aunque no comprendiese ni papa de lo que decíamos, sí que era evidente mi amore súbito a tenor de las risitas tontas que se nos escapaban. ¡Menuda imagen de bobas debíamos dar!; menos mal que en el café podían pensar que las extranjeras éstas eran españolas o italianas ruidosas, ¡qué se podía esperar de los incivilizados del sur! Tuve que poner orden. 
Él hablaba muy relajadamente con su amigo, colega o lo que fuese. Y yo lo escaneaba con los ojos con escaso disimulo y por eso recuerdo hasta su vello dorado. Me lo como, me lo como. Creo que si en ese momento él me tomase de la mano y me arrastrase a un cubículo, iría como oveja al degüello, y mira que en realidad soy miedoseta y precavida. Dile algo, me decían mis amigas. ¡Como si yo hablase holandés o hiciese algo más que mascullar tres palabras mal pronunciadas de inglés! Tomamos nuestras cervezas y yo arre que arre, loca de deseo. Él se sabía objeto de mis miradas y me las devolvía, no sé si por la curiosidad, por la extrañeza del flechazo o por vacilarme. La cerveza se acababa y yo no quería irme de allí. 

Entonces ocurrió. El holandés cachas, atractivo, hombretón, de aspecto serio -¿qué edad tendría? ¿Cuarenta y cinco? ¿Cincuenta?-, se sacó la chaqueta de traje negra, y la camiseta gris dejó al descubierto sus brazos. Un par de tatuajes resaltaron en uno de aquellos bíceps que me confirmaron que ese hombre había sido un adonis y que no sólo se conservaba, sino que ejercía. Me volvió a mirar y entonces leí claramente el mensaje en sus pupilas: mira, niña, que conmigo no se anda con chiquitas. 

Me fui de aquel bar de los canales enloquecida de deseo.

Uol 


Al holandés ya lo había mencionado en No hay quinto malo (II)

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