lunes, 6 de octubre de 2014

El indiano (II parte)

(Esta historia comienza aquí)



―Es adorable, es encantador―Guiomar suspiraba.
―Sí, claro, un gatito sin uñas.
―¡Qué sabrás tú, si no has cruzado palabra con él! Te digo que es muy educado y parece que te cautiva al hablar con ese deje suave que se le ha pegado en aquellas tierras. Además ¡es tan apuesto, le sienta tan bien el sombrero!
―Pues vaya, ¡un sombrero!―se burló Irimia.
―Te mira a los ojos al hablar, así como muy profundamente, y me preguntó mi opinión, ¡dos veces!
―¡Oh, vaya, qué considerado! Guiomar, esas noveluchas que lees a escondidas te están afectando el cerebro.
―Ay, Irimia, qué rara eres, parece que no tengas corazón.

Irimia se calló, ofendida, qué sabía su prima de su corazón, pero nada dijo. Tampoco ella misma sabía explicar qué sentía a veces, la rabia que nacía en ella, o la dulzura y el cariño ante cosas insignificantes, como las cerezas que robaba para ella el pequeño  Agapito. No sabía por qué apreciaba a Secundino, el mozo de cordel, o a Tonecho, el ceramista, que de niña le dejaba jugar amasando aquel barro oscuro y denso a escondidas de sus padres. No sabía por qué le gustaba el dulce de membrillo que le regalaba Generosa, la lechera que abastecía a la casa, y aborrecía las carantoñas y los tocinillos de cielo de doña Lurditas, que sabían falsas, amargas como la hiel. Pero nada de esto podía explicarle a su prima. Guiomar era un cielo, pero no la comprendería.

Casa fidalga en Salvaterra do Miño (Pontevedra), Galicia, España.
La indiferencia de don Telmo hacia el indiano era claramente calculada. El fidalgo sabía que las matronas de la villa caerían con sus niñas sobre don Pedro como una plaga. Entre tanta mocita casadera y a pesar de pertenecer a una de las mejores familias, Irimia sería una más. Si la reservaba, si la mostraba lejana, quizás excitaría el interés del indiano. Don Telmo era hombre, sabía lo que significa una pieza de caza que parece inalcanzable. Lo malo es que Irimia... a veces don Telmo dudaba. ¿Por qué Irimia no era como su prima? Callada, modosa, por Dios, una señorita. ¿Y por qué parecía siempre que acababa de saltar un vallado? ¿No debería hacer con su aspecto lo que se supone que hacen las mujeres para estar bellas? Echarse polvos de arroz o qué sé yo. Había en Irimia algo rebelde, indomable, que don Telmo intuía en su propio apasionamiento, pero no le gustaba que lo heredase una hembra. Pero Dios le había concedido tres hijas y si quería nietos bien posicionados en la sociedad debería casarlas bien, incluso tener yernos avispados y emprendedores. A don Telmo no le iban mal las cosas porque no dependía del campo y de sus arrendados, había diversificado sus inversiones. Pocos lo sabían en la villa, pero se había asociado con unos catalanes que habían montado por la costa fábricas de conserva y de salazón. Pronto entraría en el negocio de los astilleros. Sólo su abogado lo sabía, ni siquiera  doña Xilda, su mujer, estaba al tanto de todo, para qué, era mujer y se iría de la lengua en el confesonario, sólo le faltaba que la curia quisiera sangrarlo más con interminables peticiones, bastante le sacaban los cuervos a su esposa. Para Rosaura y Celeste buscaría maridos economistas o abogados que le ayudasen con sus futuros prósperos negocios, pero para Irimia, la primogénita, quería un título. Lo malo es que sus amigos estaban todos arruinados, así que cambió de parecer, dinero americano le vendría bien, porque, en realidad, sí necesitaba capital para sus futuras expansiones. A veces don Telmo hacía el cuento de la lechera, pero al final pensaba que todo iba a salir bien. No meter todos los huevos en la misma cesta, era su lema, se lo enseñó su ama de cría. Aquella mujer, Sagrario, le enseñó todo cuanto sabe de práctico en la vida, también a cómo se corteja a una mujer. Don Telmo fantaseaba de muchacho con los pechos de Sagrario, soñaba que mamaba de sus grandes tetas que, al fin y al cabo, ya le habían amamantado. A Sagrario la había desgraciado con quince años un afilador orensano que estaba de paso en la villa y que la embaucó con frases galantes y un pañuelo de seda, quién sabe de dónde lo había sacado, acaso era robado, y del hombre  nunca más se supo.  Sagrario lo amamantó a él y al hijo del afilador, porque su madre no quiso o no pudo hacerlo. Aquel hermano de leche murió de escarlatina a los dos años, él mismo se libró de milagro, designios de Dios, y desde entonces y hasta los siete años durmió en la misma habitación que Sagrario. A esa edad lo arrebataron de su lado. Don Froilán, su padre, un hombre severo y callado, ordenó su ingreso en el Seminario de Mondoñedo, dijo que su esposa y el ama de cría estaban malcriando a su heredero. Aquella fue la etapa más oscura de su vida. Sólo el recuerdo de los besos, abrazos y el olor a leche de Sagrario le reconfortaron durante aquellas largas noches heladoras y tristes. Sagrario le tejía jerseys, calcetines, mantas... que le llevaba los domingos de visita. Era tan joven y parecía muy mayor con su pañuelo a la cabeza y su mantón negro, cargada con la cesta donde le llevaba al pequeño las viandas y dulces que más le gustaban: compota de manzana, empanadillas de miel, castañas en almíbar, almendrados de Allariz, rosquillas de Ponteareas, melindres de Melide, roscón de seis huevos, todo para que aquel flaquito al que quería como al hijo que perdió no se muriese de tisis estudiando entre aquellas paredes húmedas, para que no se olvidase de ella, de la tata Sagrario. Don Telmo sobrevivió a una pulmonía a los doce años y desde entonces su salud se fortaleció, se hizo un hombre fuerte y robusto. Sagrario murió de algún mal de las mujeres a los treinta y siete años, cuando don Telmo acababa de prometerse a doña Xilda con apenas veintiún años.


A Coruña, c.1915 by Pedro Ferrer
La paciencia era una virtud que don Pedro Cadorniga sólo aplicaba en los negocios. En asuntos de amores tomaba decisiones rápidas, aunque no siempre acertadas, pero de nada se arrepentía realmente. Si el pájaro no acudía al nido, el nido se mostraría al pájaro. Encargó a su gobernanta y a su secretario organizar una fiesta para lo más granado de la villa: sería la presentación oficial de su mansión y de su persona. Todo con el único fin de cursar invitación a casa de los Tuy de Osorio. No podían dejar de acudir, asistiría todo aquel que tenía un nombre en la villa, y malo si no se recibía invitación, se convertiría en un paria a ojos de todos. Las modistas principales de la villa recibieron en unos días docenas de encargos con tanta premura que tuvieron que pedir ayuda a modistillas menos sofisticadas para que hiciesen los trabajos menos delicados; todas las mozuelas necesitaban de repente un vestido o un sombrero nuevos. ¡Qué desconsiderado el indiano! ¡No percatarse de la necesidad de avisar con más tiempo para estos menesteres! Pero había que disculparlo, un viudo no entiende de estas cosas. 

Casa indiana en O Rosal (Pontevedra), Galicia

―¿Y crees que habrá baile? Al parecer ya no es obligatorio que haya baile en una cena de gala, ¡pero me haría tanta ilusión!―a Guiomar le brillaban los ojillos castaños―. Podría bailar con él, estar entre sus brazos, deslizarnos por la pista...
―¿Qué pista, Guiomar? Es una casa, no el Casino ni el Liceo. Tendrá un salón amplio en todo caso, no es Versailles.
―Bueno, cuando papá y mamá eran jóvenes daban fiestas en casa y había baile, sólo tenían que retirar algunos muebles del salón.
―Sí... en el siglo pasado. ¡Yo qué sé, Guiomar! No sé si habrá baile, mejor que no o acabará  pisándonos los pies.
―¡Seguro que sabe bailar!
―Sí, en la zafras de Cuba don Pedro bailaba entre las cañas de azúcar ensayando para sacar algún día a bailar en su tierra a su futura esposa.
―¡No te aguanto, Irimia! ¡Es que no te aguanto!
―No  te enfades, prima, anda, tonta, seguro que don Pedro sabe bailar y te reservará el vals, y además ninguna otra puede hacerte sombra: todo el mundo sabe que eres la muchacha más guapa de la villa―Irimia hizo mohines a Guiomar, realmente admiraba la hermosura de su prima.

Le preocupaba la fiesta, con baile o sin él. Pensó que don Telmo eludiría acudir, pero doña Xilda abrió los armarios de Irimia y revisó sus ropajes. Estaba bien servida, sobre todo porque la muchacha acudía a pocos actos sociales y tenía vestidos sin estrenar. Doña Xilda pensó que era hora de prestar alguna de sus joyas a su hija, la ocasión lo merecía. Esto disparó las alarmas de Irimia. Hasta ahora había pensado que don Pedro no era del agrado de sus padres, pero el envío del recibí a la casa del indiano y el ofrecimiento del joyero de su madre le hicieron temer lo peor. De pronto lo comprendió todo, su padre no había querido mostrar afán, todo al contrario, manifestó claro desinterés, desapego, todo calculado para aumentar el valor de Irimia ante el indiano. Bueno, en todo caso, estando Guiomar presente no hay problema, el indiano ni me mirará siquiera y no correré peligro.


Torre de los Moreno en Ribadeo (Lugo), Galicia, España, 1915.

La verdad, de cerca el indiano le pareció bajito y algo flacucho. Hasta Secundido era  más fornido a su lado. Claro que no sabía por qué, pero todos los campesinos que conocía de vista, y los mozos de cuerda, y los toneleros, y el herrero, los canteros, el zapatero de la plaza de Abaixo y hasta el chamarilero que frecuentaba las cocinas de su casa vendiendo cachivaches a las criadas eran hombres robustos al lado de los vástagos de las nobles familias de Ribadeo. El indiano, además, estaba más descolorido de lo esperado. ¿Qué había sido de la vida al aire libre en la isla? Bah, un petimetre de despacho. 


Para su desconcierto, don Pedro Cadorniga pareció mostrar un inusual interés en su persona desde que atravesó las recias puertas de la casona indiana. El propio don Pedro acudió a presentarse él mismo, saludó a don Telmo y a doña Xilda muy galantemente y después miró fijamente a Irimia. Besó su mano desnuda, Irimia no soportaba los guantes, y ella notó la humedad de sus labios, que parecieron demorarse unos segundos más de lo decoroso. Ella pudo mirarlo entonces a los ojos y fue cuando le pareció bajito, enclenque y blancucho. Pero también decidido y obstinado. Tenía hermosos ojos castaños, con luces que brillaban allá en el fondo. Mientras la acompañaba por los salones, pensó Irimia que se dedicaría a ensalzar la casa y a mostrarle el lujo que la rodeaba, pero don Pedro sólo la miraba a ella y le ofrecía comida o bebida. A Irimia le apetecía un anís de Chinchón, pero recordó lo extraña que se sintió cuando una tarde en compañía de Secundino se pimplaron media botella escondidos en la bodega y las absurdas ganas que tuvo de besar al mozo de cuerda.


―No es fácil encontrarse con usted. ¿Dedicada a la oración?

Irimia casi escupe el ponche que le había ofrecido don Pedro.

―Por desgracia, en esta villa no es fácil pecar tanto como para expiar largas culpas, no se haga ilusiones.

El indiano ocultó la sonrisa bajo los bigotes.

―No crea, a la ocasión la pintan calva.
―Pues tendrá que buscarla con candil, porque luz eléctrica... sólo aquí en su casa.
―A mí me gusta... ver― don Pedro la taladraba con la mirada. 

Irimia sintió el mismo calor que si hubiese bebido el anís chinchonete.

―De ciegos está el mundo lleno ¿no?

El indiano evaluó la respuesta y elevó la barbilla, que se reveló recia y varonil.

―¿Usted prefiere la oscuridad?
―¿Cómo podría yo... saberlo? Ni mis padres ni mis maestros han querido dejarme a oscuras. Dicen que la luz del saber ilumina y disipa las tinieblas de la ignorancia.

Al indiano se le estaba poniendo dura. ¡Ah, una digna contrincante! Nada de damisela candorosa.

―¿Y es usted buena alumna?
―Al menos me esmero. Soy aplicada... o eso dicen mis maestros.
―¿Ha tenido... muchos?   

Irimia se ruborizó un poco y bebió del ponche que, ¡diablos!, debía contener alcohol a razón del acaloramiento que sentía.

―Ninguno que me haya enseñado... algo interesante, la verdad― Irimia sostuvo la mirada insolente del indiano―. Pero no se lo diga a mis padres, ellos se preocupan por mi formación.
―Sí, la formación es importante. ¡Un buen maestro puede instruir tanto a una señorita como usted!

Doña Xilda se aproximaba  abanicándose y acertó a escuchar el comentario del indiano.

―No me la anime usted, don Pedro, que la muchacha ya sabe todo lo que una señorita necesita para gobernar su casa. ¡No querrá que sea una de ésas que llevan pantalones y aspiran a ir a la universidad!

Don Pedro Cadorniga sonrió con aire de disculpa.

―¿Acaso quiere usted eso?― inquirió a Irimia.

Ella se encogió de hombros.

―¿Qué hay de malo en saber?
―Irimia tiene otros intereses, ¿verdad, niña?―cortó doña Xilda―. Al fin y al cabo pronto se casará.

Don Pedro palideció un segundo.

―¿Ya está prometida, doña Irimia?

Don Telmo tosió de pronto a espaldas de doña Xilda.

―Como puede imaginar, mi mujer se entusiasma con la idea de los nietos, don Pedro. Irimia todavía es joven. Ya se verá. Como puede columbrar, una joven de su clase tiene muchas... opciones.
―Por supuesto, sobre todo una dama tan hermosa ―el indiano supo recoger la indirecta. O se decidía o Irimia estaría disponible poco tiempo.



Guiomar hablaba y hablaba. De la casa, del jardín, de las arañas de cristal de Murano, de los dos bailes que danzó con don Pedro, de la exótica comida que probó...
Irimia, sin embargo, permanecía extrañamente callada, no exasperaba a su prima, no la interrumpía con ácidos comentarios, permanecía con los ojos perdidos en su libro.

―¡Irimia, deja el libro! ¡No me haces caso! ¿Crees que don Pedro pedirá mi mano? Fue muy galante, pero la verdad es que bailó con todas dos veces. Bueno, menos contigo, sólo te sacó una vez, ¿por qué?
―¿Eh? Ah... es que lo pisé varias veces...
―¡Pero si tú bailas  muy bien!
―Ese don Pedro no me gusta nada, nada en absoluto, ¿me oyes? Y espero no volver a verlo nunca más, ¡nunca!

La muchacha salió del cuarto de costura dando un portazo. Guiomar, más que sorprendida por los malos modos de su prima, quedó hoscamente preocupada. Ella sí había visto los ojos de don Pedro prendidos toda la velada sobre la tensa espalda de Irimia.

Uol 
El final de esta historia podéis conocerlo pulsando aquí.


Indiano, adj. Se usa también como sustantivo. Dicho de una persona: Que vuelve rica de América.

(Nota: esta historia es de ficción, inspirada en una mansión indiana que existe en realidad en Ribadeo (Lugo). Es la llamada Torre de los Moreno, que fue propiedad de dos hermanos retornados de Cuba, indianos ricos que mandaron construir esa mansión. También es real el doctor Coronado Interian, descubridor del paludismo en Cuba. Otras casas indianas que aparecerán ilustrando el relato están ubicadas en otras zonas de Galicia. También existió el cura Basilio Álvarez, fundador del sindicato labriego Acción Gallega y promotor de la revolución agraria de principios del siglo XX en Galicia. El poeta Ramón Cabanillas escribió beligerantes poemas apoyando al cura revolucionario y animando a la rebelión)

6 comentarios:

  1. El diálogo entre Irimia y Don Pedro me pareció muy dinámico, un retruque (diríamos aquí) sin concesiones.
    Muy bien llevada la narración, pero vuelvo a destacar los diálogos. Sin embargo, no se puede negar que me metes en esa época como si estuviera leyendo uno de los clásicos autores latinoamericanos.
    Me sigue gustando.
    Un beso grande.
    HD

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    1. Ay, Humberto, me abrumas con tu gentileza, pero te pasas tres pueblos, o lo que es lo mismo, ¡cómo exageras! jajaja. Con que te guste, es suficiente.
      Un bico e unha aperta para ti.

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  2. Se me va a hacer corto el relato. Me está gustando mucho y pienso que daría para más. Para una novela, incluso. Enhorabuena.

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    1. Muchas gracias, pero mucho me temo que los folletines están demodé jejeje, a menos que seas guionista de telenovelas, y se ve que hay exceso de oferta para eso :P

      Bicos y a ver qué te parece el final (muy folletinesco, advierto; de folleteo ya veremos... jajajaja)

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  3. Hola, Uol Free.

    Gran fotografía. Diseño, composición y las ideas. Ambiente muy dulce.

    Tener un buen fin de semana. Un abrazo. Desde Japón, ruma❃

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    1. ¿Ambiente muy dulce? Vaya... ¿será una interpretación japonesa?
      En todo caso, gracias por pasarte por aquí.
      Abrazos.

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