En la casa de mis
padres vuelvo a ser una niña, no una mujer que toma sus decisiones. En casa de
mis padres vuelvo a ser la muchacha que derriba con un mazo uno a uno los
sueños que pienso que imaginaron para mí. Lo que en la ciudad me hace fuerte y
me distingue, aquí me señala y me humilla. Seguramente no es ni una cosa ni la
otra, pero así lo vivo. En la casa de
mis padres, en el pueblo, florecen todas mis carencias, crecen desde el
estómago como hiedras que alcanzan mi garganta y amenazan con asfixiarme.
Recorro una a una las habitaciones vacías -aunque perfectamente amuebladas- y me pregunto qué será de todos esos silencios, qué será de mí. Yo creía que cumplía mis sueños y acaso alguno de los suyos, y resultó que los suyos son los que verdaderamente pesan sobre mí. No cumplir alguno de los míos no me duele en absoluto, pero leer en sus ojos, por veces tan tristes, la sorpresa de la decepción o la incomprensión ante el presente al que hemos llegado, la incertidumbre del camino recorrido tan ajeno a lo posible -y esto a pesar de su inquebrantable amor y orgullo- me hunde en la desesperanza.
En casa de mis padres el legado patrimonial tiene paredes y ventanas luminosas con cortinas imposibles siempre recogidas enmarcando un edén de verdor, mesitas con fotografías en blanco y negro, ecos de risas de niños ya adultos, figurillas de barro compradas en rastros portugueses, platos y postales de viajes a sitios muy lejanos o cercanos, libros de aventuras de Bruguera, enciclopedias obsoletas y estancias reformadas para los que nunca llegaron o llegarán.
La casa de mis padres es patria y se espera que no se la traicione. Nos lanzan al mundo, nos enseñan a volar, nos piden que construyamos nidos en algún otro lugar y, de pronto, cuando estás en ese proceso, sin saber cómo, sus miradas envejecidas sólo anhelan que la casa vuelva a ser ocupada, que abandonemos guaridas propias, nidos lejanos, que volvamos a servir a la patria, con fervor y sin preguntas.
Recorro una a una las habitaciones vacías -aunque perfectamente amuebladas- y me pregunto qué será de todos esos silencios, qué será de mí. Yo creía que cumplía mis sueños y acaso alguno de los suyos, y resultó que los suyos son los que verdaderamente pesan sobre mí. No cumplir alguno de los míos no me duele en absoluto, pero leer en sus ojos, por veces tan tristes, la sorpresa de la decepción o la incomprensión ante el presente al que hemos llegado, la incertidumbre del camino recorrido tan ajeno a lo posible -y esto a pesar de su inquebrantable amor y orgullo- me hunde en la desesperanza.
En casa de mis padres el legado patrimonial tiene paredes y ventanas luminosas con cortinas imposibles siempre recogidas enmarcando un edén de verdor, mesitas con fotografías en blanco y negro, ecos de risas de niños ya adultos, figurillas de barro compradas en rastros portugueses, platos y postales de viajes a sitios muy lejanos o cercanos, libros de aventuras de Bruguera, enciclopedias obsoletas y estancias reformadas para los que nunca llegaron o llegarán.
La casa de mis padres es patria y se espera que no se la traicione. Nos lanzan al mundo, nos enseñan a volar, nos piden que construyamos nidos en algún otro lugar y, de pronto, cuando estás en ese proceso, sin saber cómo, sus miradas envejecidas sólo anhelan que la casa vuelva a ser ocupada, que abandonemos guaridas propias, nidos lejanos, que volvamos a servir a la patria, con fervor y sin preguntas.
La casa de mis padres
es una losa, tan hermosa con sus flores y su luz y sus recuerdos, una tumba que
espera tu regreso. La casa de mis padres es el paraíso perdido y la lápida
final. Entremedias quiero huir de su influjo. Pero sus miradas expectantes, de
sorpresa y desaliento, tiran de mí hacia el pudridero. Y maldigo diciendo que
ojalá no existiesen esas cuerdas y esas hiedras, estupideces que no siento,
porque no puedo ser sino quien soy. Y entonces miento: digo que en verano
volveré a leer en la terraza rodeada de geranios rojos y frente a la lareira
en invierno viendo arder la leña de carballo; digo que escribiré y leeré en la buhardilla (aunque no sea sobre
el Sena); digo que cultivaré rosas y lechugas; geranios, tomates y pimientos; gerberas y petunias, judías, berzas y calabacines. Miento y sus ojos se alegran mientras los míos
se humedecen de tristeza, de melancolía e impotencia; de rabia y frustración.
Pero entonces surge la
duda, un cabo lanzado al náufrago. ¿Y si
en el fondo no miento? ¿Acaso mis mentiras de hoy no pueden convertirse en
simples certezas alguna futura mañana?
Quiero creer que es eso
lo que piensan cuando me miran y sonríen, confiando.
Lo que somos... o lo que seremos es por lo que fuimos.
ResponderEliminarSí, y nunca sé si es una suerte o una desgracia.
EliminarBicos