Ella no tenía culpa de
que su dueña fuese una fetichista y una supersticiosa. Pero aquí estaba, arrinconada
y sin usar, y todo porque le tocó ser LA braga que tenía puesta aquel día. Y
sólo por eso, después de lavarla, la empujó al fondo del cajón y allí se quedó,
esperanzada al principio, y más tarde alicaída y triste por no volver a rozar
sus tibias carnes, sin recoger sus humedades cálidas, sin percibir su aroma, a
veces claramente a hembra en celo. Y
todo porque era la que llevaba puesta cuando él la llamó y pasó aquello.
Vale que la dueña
estaba mohína y con opresión en el pecho hasta que recibió aquella llamada;
vale que ella percibió su inquietud, sus movimientos pélvicos, ese
esponjamiento que se producía unos centímetros más arriba; vale que lo
presintió. Pero nunca, nunca hubiera pensado ella que la desterrara junto a la
braga roja que se ponía de año en año en la noche más vieja. Y aunque se sintió
orgullosa y satisfecha cuando fue testigo de aquella explosión, de aquel retorcimiento
que la hizo arrugarse y empaparse; aunque en aquellos instantes se sintió la
braga más afortunada del mundo, ahora se sentía frustrada; ahora añoraba su
estatus inicial, la de braga cotidiana, común, de diario, ni siquiera pertenecía ella a la
categoría de las ocasiones excepcionales, la de las veladas planificadas,
cuidadas. Ella era una braga sin pedigree,
sin etiqueta de marca, sin marchamo exclusivo, sólo tenía unas hermosas florecillas bermejas bordadas; nunca estuvo en el cajón de las
ocasiones especiales. Con esas bragas, las selectas del primer cajón, sólo coincidía en la tina
de lavado, al menos la mujer la lavaba con sus propias manos y no iba a parar
a la lavadora con toallas, pijamas y
camisetas. Por suerte, ella nunca estuvo en el cajón de la ropa deportiva. A ella no le tocaba llenarse de sudor sobre la bici. Había tenido esa
suerte. Y sin embargo, ahora estaba desterrada, y todo porque la mujer la llevaba
puesta cuando habló con él por teléfono. Y las cosas que él le susurró, la
cosas que le dijo, lo que aventuró que le haría, le hicieron estremecerse, humedecerse,
llevar su mano derecha a la entrepierna, acariciarse por encima de ella, por
debajo de ella, pellizcarse, rozarse, frotar el clítoris, suave, fuerte, suave,
intenso, hasta que se corrió con las palabra de él en la oreja, y ella
-venturosa- absorbió sus líquidos hasta que la mujer introdujo los dedos en la
cavidad húmeda. Y la notó satisfecha, estirándose después como gata ante el
fuego. Ella había sido la afortunada, porque sí, por casualidad. Pero a la
dueña a veces le patinaba la azotea. Y ahora, sin premeditarlo, bien lo sabía,
la había abandonado al fondo del cajón. Y envidió sin disimulo -¡quién lo hubiera dicho!- a las bragas del
tercer cajón, las de algodón 100%. Al menos ellas eran usadas varias veces por semana y
cubrían con regularidad sus partes pudendas.
Suspiró imaginando ya el momento en que la mujer cualquier
día y por casualidad, semanas o meses después, la redescubriera. La veía fijándose
de nuevo en ella y cómo la tomaba, cómo sonreía risueña, acaso melancólica, acaso
satisfecha.
Mientras, la eterna
espera.
Ay si los cajones hablaran...!
ResponderEliminarHablan, Assum, hablan. Lo que ocurre es que no siempre atendemos a sus mensajes.
EliminarBiquiños!
En algunos casos, las bragas no tienen dudas sobre qué coño ponerse
ResponderEliminarJajajaja, muy buen juego de palabras, Manolo.
EliminarUn caixón moi florido o teu. Moito mellor co dos calcetíns. Onde imos parar!!!!
ResponderEliminarjajaja.
EliminarEu penso que van en consonancia cos calcetíns ;-)