domingo, 2 de septiembre de 2018

Días de verano



La realidad es que para la inmensa mayoría de los habitantes del hemisferio norte nuestro verano no abarca el meteorológico: para nosotros el verano corresponde sin más a los meses de julio y agosto, meses típicos de las vacaciones escolares y laborales, aun cuando ahora la gente distribuye más sus días de asueto y hasta los toma en octubre o noviembre para irse a otros lugares y hacer viajes más económicos en temporada baja. Los días de verano son claros, calurosos e interminables, sobre todo en Galicia, donde no anochece hasta las 22:30h. 

Estos días recordaba los veranos de antaño. Ya toca la vuelta al trabajo y a los horarios y madrugones. El verano parece breve en exceso, los días pasan volando. Antes de que te des cuenta ya se han acabado las vacaciones, aunque no el verano en realidad. Sin embargo, los veranos de mi infancia eran interminables. Abarcaban toda la estación: comenzaban a mediados de junio y acababan a mediados de septiembre. Recuerdo sol, sol y sol. También para los hijos los horarios se relajaban, los niños nos pasábamos todo el día jugando en el campo, en nuestros descampados y explanadas y no nos recogíamos hasta que los gritos de nuestras madres reclamándonos desde las ventanas se hacían apremiantes y con notas de enfado. Recordad que en Galicia al principio del verano gracias o a pesar del desfase del huso horario no se hace de noche hasta las 22:30h. Y después de la cena ligera de leche con cola-cao y galletas volvíamos a juntarnos la tropa delante de casa. Recuerdo yo unas noches de bien pequeña tumbados en la hierba sobre arpilleras contemplando el cielo infinitamente estrellado. No he olvidado ese cielo. En los pueblos no había contaminación lumínica, las farolas alejadas o inexistentes, todo el firmamento a nuestro alcance.


Por el día nos juntábamos en los jardines particulares umbríos, juegos siempre en comunidad, eran otros tiempos. Cuando el calor apretaba, mamá nos llevaba por la tarde al río. La merienda sabía mejor en la ribera, el pan con chocolate, el queso con membrillo, todo sabía aún más rico tras el baño en el río.

El río era pequeño y manso, pero tenía su zona para los niños pequeños, otra para los que ya nadaban y una tras el recodo donde vociferaban y saltaban desde las rocas los adolescentes y adultos. No solíamos mezclarnos, aunque todos queríamos pasar a la siguiente fase y cambiar de zona. Mis recuerdos del río antes de saber nadar, es decir, antes de los seis años más o menos, era un minúsculo canal natural o desvío de agua del río hacia el molino, ya inutilizado para sus funciones desde hacía mucho tiempo. El caudal de ese ramal antiguo en verano no alcanzaría los 20cm. de altura. Suficientes para ahogarse una criatura, pero en esa zona todos estábamos bajo vigilancia. Lo que hacíamos era arrastrarnos con esa maravillosa y tierna barrigola que los niños conservan hasta los tres años sobre las piedrecitas del canal. El canal sigue existiendo y cuando lo veo me pregunto riendo cómo podíamos nadar allí. Ahora el agua me cubre el tobillo. En aquel entonces el río no estaba contaminado, el lecho era diáfano, se veían los cantos resbaladizos, marrones y verdosos, algas de río, pececillos y alguna vez, qué susto, a lo lejos alguna anguila, o quizá era una culebra de agua, pero siempre nos decían que eran anguilas. Era excepcional descubrirlas, porque en cuanto había jolgorio en las aguas se escondían, imagino. 


No siempre mi madre nos llevaba al río. Al menos a Mateo y a mí. De los primeros años de mis hermanos mayores no tengo conciencia, claro está, ignoro cómo fue, sería lo mismo, o quizás peor, para cuando nací yo mi madre ya se había relajado: como ya os he comentado en alguna ocasión fui hija tardía e inesperada. Cuando yo ocupaba el canal del molino, los dos mayores ya iban por su cuenta a la zona VIP, pero nunca nos dejaban a su cuidado, supongo que sabían que un mero descuido (tonteos con chicas, volteretas, zambullidas, retos, etc.) nos dejaba a Mateo y a mí en situación de alto riesgo. Creo que Mateo estuvo más tiempo del debido en el canal porque mamá no podía estar en dos zonas a la vez, y aunque desde el canal podía verlo nadar en la zona de flotadores, temía que ocurriese algo y no alcanzar a vigilarnos a los dos. 

El río se abría en un remanso, y era allí donde aprendíamos todos a nadar. Después la corriente hacía un recodo y llegaba a la zona de mayores, donde los mozos habían colocado un tablón que hacía las veces de trampolín. Allí el río era más profundo y no se hacía pie. La única roca bajo el agua en esa zona estaba más que localizada y controlada, era lo primero que te enseñaban al hacer la transición a esa parte del río. Servía de descanso y de resorte para nuevas zambullidas. Sólo asomaba a la superficie si el río iba muy bajo por la sequía. También allí había arena, aunque gruesa, una verdadera playa fluvial. Fue zona de ligoteo mientras el río se conservó limpio. Debí ser de las últimas generaciones que aún lo disfrutó en la adolescencia con esa limpieza. Allí estrené gafas y aletas de buceo, allí me bronceé con aceite de coco y de zanahoria. Allí estrené los biquinis color cielo, allí me hice fotos subida a los árboles (qué hubiera sido de mí si ya existiese instagram entonces jajaja), allí me lucí buceando y dando volteretas en una época en que las niñas parecían todas miedosas en el agua. También allí, pero tras hierbas altas, hubo los primeros nudistas, decían que de pueblos vecinos, aunque yo nunca coincidí con ninguno. Después, y en apenas tres o cuatro años, todo cambió. A los dieciocho años ya íbamos en coche a las piscinas de otros pueblos (el carnet de conducir es imprescindible en el rural, todo el mundo se saca el carnet en cuanto puede) y fuimos abandonando el río. Pero él también nos abandonó, cambió: estaba sucio, la hojarasca se depositaba en el lecho, los destrozos de las riadas de los inviernos no se arreglaban, los árboles caídos o arrastrados allí se quedaban en el fondo, siendo un peligro para el baño, el agua mudó a negruzca al no verse el fondo e irse estancando. Desaparecieron las truchas, hasta parecía que había más bichos, tábanos, moscardones... El río se murió. O lo matamos. 

Pero de niña, mamá sólo nos llevaba a la playa fluvial cuando sus propias ocupaciones se lo permitían, y en verano había muchas: madrugaba mucho para regar por la fresca las huertas. Entonces en el pueblo seguían utilizando el sistema de pozas, y la que le correspondía a ella tenía que ir a taparla de madrugada para que se acumulara el agua. La poza se nutría del agua de la montaña, del manantial natural. El agua se embalsaba en la charca natural gracias a que atrancaban su salida con tierra y trapos. Había quendas o turnos que había que respetar, y, cuando le tocaba, mamá la desatrancaba y regaba los tomates, las cebollas, las zanahorias, los pimientos, el maíz.... El riego no discurría sobre cemento, era un caminito sobre la propia tierra que marcaban con el azadón (a peta), por lo que el agua se iba filtrando camino a la huerta y llegaba mucha menos cantidad de la que salía desde la poza, ¡qué desperdicio de agua! Regaban así desde tiempos inmemoriables. Recuerdo a mi madre levantándose a las seis de la mañana para preparar la poza, después el calor era insoportable. Pero a veces le tocaba ir más tarde y regresaba sofocada y colorada a casa, ya sin ganas de comer, con deseos de dormir la siesta. Por supuesto, al acabar el riego, debía volver a atrancar la poza para el siguiente parroquiano. Algunos agricultores ya tenían motores que sacaban el agua del río, pero en mi familia no había gran producción, era para autoconsumo, así que no se gastaba dinero en utensilios modernos, todo se hacía a la vieja usanza, como siempre. A los pozos de barrena se apuntó casi todo el mundo, y las aguas frescas ya no llegaban al río, se fueron secando las fuentes.


En esas abrasadoras tardes de verano (el interior de Galicia tiene temperaturas extremas) yo suplicaba a mamá para que me llevase al río (se ve que era trabajo de madres, no recuerdo jamás a mi padre llevándome) y no siempre lo hacía porque estaba ocupada. O porque entonces, sospecho ahora yo, no se consideraba el ocio como un derecho. Demasiada fiesta era susceptible de atribuirse a la holgazanería, y no se pensaba en andar divirtiendo a los hijos: así se malcriaban. Eso pensaban entonces. En la actualidad el péndulo está en el otro lado: los padres ya son los secretarios de las actividades de su prole.

En verano otro motivo de disputa eran las siestas, odiaba hacer siesta. Mateo y yo jugábamos a lo bestia con guerras de almohadas hasta que mamá aparecía con la zapatilla en la mano y acabábamos debajo de la sábanas tronchándonos de risa. Si insistíamos en el bullicio, caía zapatilla en el culo, y ya dormíamos tranquilos tras la breve llorera. La verdad es que mamá amenazaba pero no pegaba. Si la zapatilla llegaba al culo no era fuerte, era como un ritual. Ellos tenían que descansar de aquellos madrugones. El calor apretaba. 

Verano también era la odisea de ir a la playa los domingos. Todos apretujados en el coche durante más de hora y media por la nacional, con pocas zonas de adelantamiento. Fuimos los típicos domingueros. ¡Y qué mérito mi madre!: el día anterior se lo pasaba cocinando pues llevábamos la comida: tortilla, empanada, filetes rebozados, ensaladilla rusa, tomates, pimientos fritos, queso, bebidas, chocolate para la merienda... La verdad es que no sé si a ella le compensaba. Ese día nos compraban un helado para cada uno. Y no había más en toda la semana. Hasta los once años fui muy mal comedora, pero mamá siempre me dice que en la playa comía de todo, hasta lo que habitualmente no me gustaba. Una vez instalados en la playa ella nos embadurnaba de crema, colocaba las toallas y se pasaba toda la jornada de pie vigilando nuestros juegos y baños; después montaba bajo los pinos la mesita con la comida (a esto sí la ayudaba mi padre), recogía todo... Y al regresar a casa, nosotros ya cayéndonos de sueño, todavía tocaba baños, la leche de cena, lavar los bañadores... ¡Qué mérito las madres! Mi padre es muy bueno, pero no hacía nada de las tareas del hogar, eran otras épocas. Con los años mejoró. Ahora hasta cocina y friega los platos. Quiero creer que tanta charla que le he dado desde la adolescencia con los derechos de la mujer también tiene parte en su cambio de actitud. ¡Sólo de pensar en el trabajo que suponía ir cada domingo a la playa a mí ya me dan ganas de quedarme en casa!


La adolescencia trajo, como he comentado, el progresivo abandono del río y el acercamiento a las piscinas de las villas. Íbamos siempre dos o tres amigas juntas y nos llevaban en coche los hermanos mayores, y en cuanto sacábamos el carnet de conducir le pedíamos el coche a nuestros padres que, por supuesto, no siempre nos lo dejaban, y no porque lo fuesen a utilizar. Ya he comentado que dosificaban sus permisos, a todas luces arbitrarios en nuestra opinión. Jamás se nos ocurrió a mis hermanos o a mí cogerles el coche si no daban permiso. Era inconcebible. 

Además de las escapadas a las piscinas, con el final de la adolescencia también llegaron las fiestas y verbenas populares. En aquella época confeccionábamos un calendario estival de eventos a los que acudir. Todos los fines de semana, y en ocasiones entre semana, había fiestas, la mayoría de tipo religioso (desde san Juan en junio, Santiago Apóstol, santa Ana, san Salvador, la Asunción, san Roque, san Bartolomé, san Benito de verano hasta los Milagros en septiembre), pero más tarde también empezaron a proliferar como setas en otoño las fiestas gastronómicas. Así que nuestro calendario estaba cubierto, aunque no siempre podíamos o nos dejaban ir. Recuerdo con divertimento aquellas fiestas, acababas aprendiendo a bailar pasodobles, merengue, salsa... bueno, al menos compartíamos esos bailes. Daba igual que después jamás fuésemos a garitos con esa música, en las verbenas populares nos mezclábamos todos. Las orquestas siempre tuvieron mucha aceptación en Galicia. Pueblos hay en los que sin apenas vecinos pagan mucho dinero entre todos para contratar una orquesta al menos el día del patrón.


Cuando a las tres o cuatro de la madrugada se acababa la música nos retirábamos a alguna bodega a preparar la queimada, esa bebida gallega hecha a base de aguardiente blanca en el que se queman granos de café , trozos de manzana y cáscara de limón. Nunca nos sabíamos el conjuro, pero improvisábamos. Ahora está escrito hasta en mandiles de cocina y trapos de secar. Muchos noviazgos se iniciaron en las bodegas mientras nuestros rostros se extasiaban bajo el resplandor azul de la queimada. Otros se rompieron. Algunos iniciaron sus primeros contactos sexuales al calor del fuego y de la bebida que se maceraba ardiendo. En las verbenas del pueblo natal se nos permitía regresar a casa de madrugada. Los mozos bebían mucho, es verdad.


Queimada galega


Días de verano, lo que recuerdo con melancolía, con envidia incluso (con la distancia que ofrece el paso del tiempo), era esa sensación de que entonces todo era posible. Cada salida, cada fiesta, cada día era la posibilidad de una aventura, de una emoción, un nuevo plan, algo digno de ser anotado en el Diario de la vida. Todo estaba al alcance de la mano, la atracción, el deseo, el amor, las noches interminables, las estrellas, el futuro. Todo eso se fue desvaneciendo poco a poco. Es lo que menos me gusta del paso del tiempo, de envejecer: que ya el camino está hecho, queda por detrás, hacia adelante cada vez menos y menos la opción de esperar algo bueno, de volver a experimentar esa sensación, esa adicta sensación de que todo es posible, ese vértigo al imaginar lo venidero. Y que sucediese, que realmente sucediesen cosas, cosas que ya no volverán a pasar. No me malinterpretéis, no volvería atrás, no volvería ni loca a la adolescencia, a vivir lo vivido. Hablo de poder mantener en la edad adulta esa esperanza, ese vértigo, esa ilusión. Y que no se quede sólo en eso, en ilusión, sino que se materialice. Aquí. Ahora. En verano. 

Praia  América. Nigrán. (Pontevedra) Galicia.  31-08-2018

Praia América. Nigrán. (Pontevedra) Galicia. Al fondo, Baiona.

Pronto empezará el otoño. Y ya sabéis lo que pienso del otoño.

Uol

4 comentarios:

  1. Aqueles marabillosos anos da protección familiar e da despreocupación -por descoñecemento- polas cousas relevantes do mundo adulto. Lendo estas cavilacións túas, íntimas e confidenciais, sinto o recendo daqueles meus verán no río (o teu e mailo meu non eran o mesmo, pero o mesmo dá, para este caso), das verbenas, dos escarceos co alcol e, sobre todo, coas mozas...E que longos eran os veráns! Case daba tempo de vivir unha vida dentro das vidiñas nosas.
    Gustoume a lectura, pero debo confesar que me custou chegar ata o final, porque xa desde os primeiros parágrafos atopei unha manifesta e irreconciliable diferenza entre nós: "...después de la cena ligera de leche con cola-cao..."; como que cola-cao? era Nesquik, carallo!!!!

    ...deixemos, xa que logo, que veña o outono e... namorémonos. Ti pon de avatar un bote marelo de colacao e eu porei un marelo bote de nesquik. A ver quen liga antes!
    Mentras non chegan (o outono e mailo amor), déixoche bicos.

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    1. Ah, así que es dos preguiceiros que non teñen paría para remexer e disolver os grumiños? O Nesquik é para os facilóns 😂

      O outono é pra namorarse, sempre. É máis doado ligar ca namorarse, pero a ver que trae outubro.
      Bicos

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  2. Queda tanto por vivir, por sentir y por experimentar... que necesitaremos aprovechar muy bien cada día que tenemos por delante, sea de verano, otoño o primavera 😜

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    1. Eres muy optimista, Manolo. Qué suerte tienes!
      Yo soy escéptica y pienso que lo mejor ya lo he vivido. Ahora todo son repeticiones, y no de los mejores momentos, precisamente 😂
      Claro que viviré nuevas experiencias, pero mejores... no, ya no. Aquella potencia, aquel brío, aquella alegría, aquella ilusión... nada es igual. Por eso hay que vivir a tope la juventud.
      Bicos!

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