
¡Si mamá Corona pudiese
verme ahora! Ella siempre me miraba con un brillo especial, como si pudiese
leer mi futuro, siempre confió en que yo me salvaría de la miseria que nos
rodeaba. Yo entonces no era consciente de aquella realidad. Era una niña como
todas, de ropa remendada y pies descalzos. Mamá Corona me recogía bajo su manto
las noches de helada y viento. Rezaba o susurraba o hablaba con los muertos, no
lo sé. Todavía siento sus manos ásperas y calientes palpando mis brazos, mi
barriga, arropándome, haciendo cruces sobre mi frente, mirando las palmas de
mis ateridas manos. Mamá Corona tenía manos encallecidas, pero yo no había
conocido otras, para mí eran las manos más hermosas del mundo. No le diga esas
cosas a la niña, le decía mi madre cuando mamá Corona me susurraba, Diolinda, miña nena, ti coñecerás mundo; estes
non poderán contigo. Mamá Corona sólo tuvo una hija, mi madre, porque mi
abuelo se fue a hacer las Américas y nunca regresó, condenando a mi abuela a
ser otra viuda de vivo de las muchas
que había entonces. No se le conoció otro hombre, aunque según me confesó poco antes
de morir, los hubo, al menos dos, confesos. Pero su situación irregular impidió
otra relación que no fuese clandestina. Y eso, contra todo pronóstico, acabó
por alejarlos. También ellos querían familia y prole. Mamá Corona tuvo poco
tiempo para hacer carantoñas y mimos a mi madre, si es que alguna vez los hizo,
no fue nunca mujer de garatuxadas.
Sus demostraciones de cariño hacia mí eran cuestión de piel, de miradas, de
manos protectoras, nada de besuqueos ni pucheros, que eso me lo echaba en cara
Silvano, que decía que yo era seca como una era de trigo. Mamá Corona no pudo
atender apenas a mi madre, apremiada constantemente por la necesidad de
conseguir jornales para sobrevivir. Del emigrante, como ya he dicho, nunca más
se supo y la familia paterna se desentendió de la nuera y de la nieta,
abrumados por sus propias necesidades, tampoco a ellos enviaba dinero. Quizás
hasta miraban recelosos a la nuera: la consideraban culpable de aquella
deserción.
A veces pienso que mi
madre llegó a tener celos de mí, de esa atención que mamá Corona me prestaba y
que a ella nunca concedió. Otras creo que simplemente nunca se llegaron a entender.
Quizás mi madre le recordaba al marido huido. Y además eran muy diferentes, mi
madre siempre le pareció asustadiza y débil, alguien que obedecía mansa y
sumisa, boi de palla.
Mi madre se casó muy
pronto, era el sino de aquellos tiempos. Y mi padre se murió prematuramente,
aplastado por un carro. Tres fotos tengo de él: la del reclutamiento, la de la
boda y una en la que me tiene en brazos; yo, un revuelto de trapos; suerte que
pasó un fotógrafo ambulante por el pueblo, retrató a casi todo el mundo; cada
uno le pagó con lo que buenamente pudo: al parecer el hombre era de buen
conformar. Dicen que esa cabecita soy yo. Seré, no se me ve apenas, una coronilla
pelada.
Y de nuevo tres mujeres
solas. Mi madre se empleó en casa de doña Emerenciana, la mujer del boticario
de la villa aledaña. Aprendió a coser para reparar la ropa de los ocho hijos
que aquella señorona paría sin cesar y que sobrevivían, magnífica raza, que
decía su marido, orgulloso de tamaña rareza.
El empleo de mi madre
alivió la situación en la casa y como yo era muy pequeñita, mamá Corona dejó
los jornales y se ocupó de mí, sin melindres ni caprichos, pero inoculándome
desde el primer día la clarividencia de las cosas obvias, la confianza en mi
fuerza.
La historia se repetía,
como he dicho, porque en mis primeros años de vida apenas veía a mi madre, que
se pasaba los días y noches cuidando de aquellos niños belicosos e
indistinguibles. Y si alguna vez me llevaba con ella, me tiraban de las trenzas
y se reían de mis zapatos viejos, heredados de alguno de ellos. Así que yo
prefería quedarme con mamá Corona en la casa y la huerta.
Un día mi madre llegó a
casa llorando. Mamá Corona me mandó ir al gallinero a comprobar si había
huevos, pero no había huevos, que ya los habíamos recogido aquella mañana. Mi
madre lloraba y lloraba y mamá Corona decía algo de pillar a fouciña e cortalle os collóns a quen fixera falta. Durante un
tiempo mi madre no fue a casa del boticario y una tarde, al regresar de jugar
con mi amigo Delio, mamá Corona me llamó y me dijo que ahora tenía un hermanito
y que tenía que quererlo y cuidarlo mucho. Después me mandó unos días para casa
de los Novelle y yo me puse triste: pensé que mamá Corona querría ahora más a
ese hermanito que a mí y que por eso me mandaba a casa de los vecinos. Delio me
susurró con gran misterio que mi madre era una fresca y yo le pegué tres
morradas, no sé muy bien por qué, algo en su tono no me gustó; y entonces Delio
me pidió, arrepentido, que no me enfadase, que él no pensaba que mi madre fuese
una fresca si siempre iba bien abrigada. Él no sabía que mi madre ya le había
dado la vuelta al cuello y a los puños de aquel abrigo de paño gastado. Mi
madre quiso que mi hermanito se llamase como su padre ausente, cosa que no
gustó nada a mamá Corona, pero no hubo manera de hacerle cambiar de opinión y
tuvo que conformarse. Eladito, pobriño,
se murió de tosferina con apenas dos añitos. Mi madre lloró mucho. Mamá Corona se
pasó meses enjugando los ojos con el borde del mandil. Yo sufrí mucho. Porque
Eladio, Eladito, fue mi muñeco, niño
más bueno, tranquilo y dócil nunca se había visto en aquella aldea de
cabestros.
Cuando mamá Corona
enfermó gravemente, yo ya era mozuela y varios me rondaban a pesar del carácter
que decían que gastaba. Nunca entendí eso, debía ser porque no me gustaba que
me empujasen contra los muros cuando se chocaban conmigo por el camino, o
porque nunca respondí a las gracietas que me lanzaban cuando llevaba a las
casas los encargos de ropa que le hacían a mi madre. Sólo con Delio tenía
confianza. Y eso que fue motivo de alegrías en la infancia se tornó silencio
pesado con la llegada de la juventud. Delio estaba raro. Mamá Corona lo
vaticinó el día que cumplí trece años y mi vecino me trajo un cestillo repleto
de moras; venía todo picado, se había metido en medio de las silvas. Mamá Corona me dijo, non lle deas esperanzas ó Baudeliño, que non
é home para ti.
Delio no me soltó la
mano durante el entierro de mamá Corona. Para él también había sido una especie
de abuela. Nos daba de merienda trozos de pan de millo untados con nata de la vaca y espolvoreados de azúcar,
buscaba manzanas sin dueño en los
pomares, tazas de caldo que sabía a gloria; nos dio a probar por primera vez
vino dulce...

La muerte de mi abuela
me partió el corazón. Mi madre, que nunca se había recuperado de la pérdida de
Eladito, se volvió aún más callada y huidiza.
Delio se me declaró
poco después y yo le dije que estaba de luto, que ya hablaríamos. Y un día,
enhebrando entre lágrimas una aguja al recordar
que había sido mamá Corona quien me había enseñado, decidí irme a París. Allí
me emplearía de costurera, mi profesión y mi carta de libertad.
Mi madre estuvo
conforme. Como cabeza de familia, dio su permiso, no sin preguntarme primero
qué pasaba con Delio. Antes de que se
vaia el, marcho eu, le respondí. Creo que lo entendió.
Y aquí estoy, doce años
después, cosiendo y cosiendo en Chez
Julie. Ayer madame Ailloud me informó de que a partir del mes
que viene seré la encargada del pequeño atelier.
Se retira la señora Bouffort y yo ocuparé su puesto. Es un gran honor, no dejo
de ser una extranjera que nunca hablará
parfaitement el idioma. Ahora soy madame Biancarelli. Me casé con un
italiano a los tres años de llegar a París. Silvano y yo apenas estuvimos siete
meses de novios. Se mostró muy interesado e insistente. Bambina por aquí, ragazza por
allá. Yo hacía como que no le entendía y le respondía en un francés nunca del
todo bien pronunciado. No creo que él se diese cuenta de ello, su pronunciación
no era mejor. Recordé los consejos de mamá Corona y llegué a la conclusión de
que era un buen hombre. Sólo le puse una condición: no dejaría el trabajo que
tanto me había costado conseguir. Ni siquiera si teníamos hijos. Silvano
aceptó, el dinero no sobraba precisamente. Y así pasé de ser mademoiselle Milia
a madame Biancarelli.
Escribí a mi madre una
carta anunciándole mi boda. Tardó meses en responder. Decía que se alegraba y
que Baudelio había anunciado su compromiso días después de comentarle ella la
noticia de mis esponsales.
A nuestra manera,
Silvano y yo hemos sido felices. La vida no ha sido fácil, pero tampoco amarga.
He cumplido el sueño de mi abuela: he dejado atrás caminos embarrados, pies
descalzos, analfabetismo y pobreza. Lo que no le cuento a mi madre es que aquí
también hay miseria, y niños de mirada triste que piden en las esquinas,
mujeres que se ofrecen en las calles por unas monedas y hombres violentos que
vociferan tras las paredes.
Silvano consintió en
llamar Corona a nuestra hija a cambio de elegir el nombre si era niño. El
segundo fue François, pero él lo llamó siempre Francesco. No hubo más. Fue días
después del nacimiento de Francesco que Silvano me aclaró que siempre que
susurraba Dio Dio Dio mientras
hacíamos uso del matrimonio, no era mi nombre, sino que era exclamación de goce,
llamaba a Dios. No supe qué decir o hacer. Alegrarme, supongo. Silvano resultó
ser un hombre apasionado y hasta cariñoso, no tengo queja.
Esta mañana he recibido carta de
don Eusebio, el cura que le escribía las cartas a mi madre y me las enviaba. Mi
madre ha muerto. Y todo ha regresado a mí, mamá Corona, Eladito, Delio, la aldea,
el pan de millo, el olor de la hierba,
el regato, el caldo de mi abuela, el olor del orballo, su frescura, el verde infinito... Corona ha notado mi tristeza, mi melancolía, y
se ha abrazado a mi cintura, maman, lequel
est le problème? ne pleure pas, ti amo, mamaíña. Así es la vida, mamá Corona,
tienes una bisnieta que habla una extraña mezcla de francés, italiano y gallego.
Y lloré, lloré mucho rato con mi hija abrazada
a mí, porque de pronto me he dado cuenta de que quería mucho a mi madre, y que,
al fin y al cabo, soy y seré siempre Diolinda
Milia Pumar, hija de María Pumar, costureras y tenaces ambas.
Uol
A todas las mujeres que han luchado y luchan por su sueño, su independencia, su trabajo y su futuro.