
No recuerdo al lado de qué canal estaba,
pero entramos en aquel café de mesas de madera, sillas con cojines y lamparitas
en las ventanas. Yo les aclaraba a Isaura y Mericia que en esta ocasión no me estaba
sintiendo tan fascinada por los hombretones holandeses como la primera vez que
fui a Amsterdam, cuando si no ligué fue porque parecía una oligofrénica con
problemas para cerrar la boca y mantener la saliva dentro.
Lo vi nada más entrar.
Estaba sentado a una de las mesas conversando con otro hombre menos vistoso. Él
levantó la mirada, la pinta de turistas no nos la sacaba nadie a pesar de que no
nos ataviamos como tales. Hice maniobras para quedar frente a él y evitar que
Isaura o Mericia me desplazasen quedando de espaldas.
El holandés ya tenía algunas
canas en las sienes y estaba claro que era un hombretón alto y fuerte, de ésos
que de joven, madre mía, tenía que hacer girar cabezas de mujeres y hombres a
su paso. Rostro masculino, una belleza indudable, pero nada blanda, nada de
calendario gay, con ojos verdosos, cabello castaño, piernas largas -mucho fémur
se veía-, pies grandes -un 46 mínimo- calzados con zapatos de estilo deportivo. Manos grandes,
muy grandes, sin anillos ni pulseras. Vestía una americana negra sobre camiseta
de algodón grisácea, pantalón vaquero claro. Estaba de vicio. Me muero, me muero, les decía a mis
amigas, que, claro, se percataron al minuto cero de hacia dónde se me iban los
ojos. Está bueno, consensuaron, pero
a ellas creo que les siguen gustando más los yogurines, porque me lo dejaron.
No te digo yo que no, pero este hombre, ay dios, era un ídem hecho carne, acorde para mi tamaño y edad. El hombretón se dio
cuenta al minuto y medio de que me lo comía con los ojos, y aunque no comprendiese
ni papa de lo que decíamos, sí que era evidente mi amore súbito a tenor de las risitas tontas que se nos escapaban. ¡Menuda
imagen de bobas debíamos dar!; menos mal que en el café podían pensar que las extranjeras
éstas eran españolas o italianas ruidosas, ¡qué se podía esperar de los
incivilizados del sur! Tuve que poner orden.
Él hablaba muy relajadamente con
su amigo, colega o lo que fuese. Y yo lo escaneaba con los ojos con escaso
disimulo y por eso recuerdo hasta su vello dorado. Me lo como, me lo como. Creo que si en ese momento él me tomase de
la mano y me arrastrase a un cubículo, iría como oveja al degüello, y mira que
en realidad soy miedoseta y precavida. Dile
algo, me decían mis amigas. ¡Como si yo hablase holandés o hiciese algo más
que mascullar tres palabras mal pronunciadas de inglés! Tomamos nuestras cervezas
y yo arre que arre, loca de deseo. Él se sabía objeto de mis miradas y me las
devolvía, no sé si por la curiosidad, por la extrañeza del flechazo o por
vacilarme. La cerveza se acababa y yo no quería irme de allí.
Entonces ocurrió. El holandés
cachas, atractivo, hombretón, de aspecto serio -¿qué edad tendría? ¿Cuarenta y
cinco? ¿Cincuenta?-, se sacó la chaqueta de traje negra, y la camiseta gris
dejó al descubierto sus brazos. Un par de tatuajes resaltaron en uno de aquellos
bíceps que me confirmaron que ese hombre había sido un adonis y que no sólo se
conservaba, sino que ejercía. Me volvió a mirar y entonces leí claramente el
mensaje en sus pupilas: mira, niña, que
conmigo no se anda con chiquitas.
Me fui de aquel bar de
los canales enloquecida de deseo.
Uol
Al holandés ya lo había mencionado en No hay quinto malo (II)