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Hombre leyendo el ACTO I del Programa de Mano |
Obra: Programa de Mano (versión de Uol Free)
ACTO I
TOSCA (1900), de Giacomo Puccini.
Música: Tre Sbirri, una carrozza by Enzo Mascherini.
Scarpia desea a Tosca (solo).
Te deseo y no me ves. Sólo soy un nombre que ignoras, alguien invisible, el que pone normas que no sigues; ése al que no se mira a los ojos, un lacayo, un plebeyo, un mal necesario pero al que no se tiene en cuenta, un mero funcionario que lleva cuentas y listas y nombres. No me ves, Tosca, no me ves. Pero yo te deseo. Mis ojos te siguen cuando pasas por mi lado con tu meneo de caderas sobre los tacones, ésos que hacen un sonoro ruido por el adoquinado, por las losetas, por el azulejado suelo de la oficina. Pasas frente a mí con tu contoneo, tus manos alejando la melena del cuello, aves migratorias revoloteando. Tu perfume, bandera que ondea tras tu paso poniendo firme a mi soldado. Pero tú me ignoras, acaso me desprecias, soy invisible ante tus ojos. Pero yo te deseo, Tosca. Ven a mí, paloma, gacela, tigresa. Ah, te deseo, te deseo como el guepardo que olisquea a su presa, de forma sangrienta y visceral, sin dudas y con ansias, con hambre y sed voraces, sin disculpas, sin culpas. Te deseo con rabia y celos, pues no sé en quién se posan tus ojos, tus labios, tus senos, tu coño. Y ahora voy a tocarme con frenesí. Un solo de mi mano, esperando entre la música de la conquista futura, de la rendición, del mordisco aniquilador en tu cuello, que un día me toques tú a mí, tus labios en los míos, tu coño en mi boca, tu boca en mi polla, mi polla en tu coño... ah, ah, ah, Tosca, mi Tosca.
ACTO II
CARMEN (estrenada en 1875), de Georges Bizet.
Don José quiere la capitulación de Carmen (dúo)
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Modernos Carmen y don José. |
Don José espera a la moza en la taberna. Tirarse a Carmen no le ha aliviado
la tensión en la entrepierna, antes bien, diríase que anda en celo de continuo,
no consigue apartar a la moza de su
pensamiento; nunca se había sentido así, en estado de excitación permanente,
como adolescente que se ha masturbado por primera vez y descubre emocionado los
placeres de la carne. Pero follarse a Carmen no ha resultado como él pensaba. A
ver, entiéndase, ha sido placentero, más que placentero, ha sido celestial,
exquisito, ¡mierda!, ha sido alucinante, brutal, una explosión de los sentidos.
Pero Carmen, aunque ha gemido y se ha corrido, se ha reído mucho, lo ha mirado con
medias sonrisas y ha salido de la cama canturreando y, coño, no es eso lo
que él quería. Él quería la cara de arrobo que por desgracia se le ha instalado
a él en la suya; entrega, entrega total, rendición y no armisticio quería de Carmen,
pero Carmen es mucha Carmen, por lo
visto. Así que don José ha ideado un plan.
Carmen entra en la taberna y lo busca con los ojos. En cuanto lo descubre,
su rostro adquiere una expresión de suficiencia y petulancia que, sin embargo,
no engaña a don José. Chiquilla caprichosa, él ha visto lo que escondía un
segundo antes el rostro de la muchacha: expectación y cierta ansiedad. El hombre
respira hondo, aún puede ganar esta partida. Le va a enseñar él quién es en
realidad.
Bajo la mesa su mano ha ascendido de la rodilla al muslo y ella ha hecho
ademán de levantarse con alguna excusa, ir al baño, pedir otra ronda en la
barra, pero ya don José deja unas monedas sobre la madera y se la lleva de la
mano a la terraza, atrancando la puerta tras él, previo soborno al tabernero.
Ay, don José, don José, no hay quien lo reconozca, anda usted muy
soliviantado.
Nada de eso, Carmen, soy muy reconocible, eres tú quien no me conoce,
todavía...
Lo mira intrigado la mujer, pero ya don José rodea sus mullidas nalgas con
las manos, la arrima a su cuerpo, le besa la boca, la asfixia con su deseo.
Carmen, Carmen. Una mano sigue el contorno de una nalga y bordea su hendidura,
acaricia y presiona. La mujer ondula su cuerpo, no se sabe si buscando o
evitando los dedos de don José, bien pudieran ser ambas cosas. Carmen, Carmen.
Y la humedad aparece, nítida, innegable en las yemas de los dedos. Le
desabotona la blusa. ¿Pero aquí? Sí,
aquí, ahora. Mía. Y una mano rodea el seno, turgente y lleno, suave y dulce
para su boca. Nos van a descubrir, don
José. Nos van a ver. La acalla con su lengua, con sus dedos que acarician
los pliegues tibios de su carne de hembra. Calla, Carmen, calla. Hoy vas a
saber, vas a saber tú cuál es mi nombre. La arrima al murete de la terraza, le
levanta la falda, le baja la braga y sigue tocándola. La mujer gime, echa la
cabeza a los lados, tiene ganas de morderse los nudillos, de gritar o golpear
algo. Bájame los pantalones, ordena él. Y ella lo hace, su polla erecta salta
liberada a su encuentro. Y Carmen se arrodilla y se llena la boca con la picha hinchada
de don José. Sé que te gusta, Carmen. Y lame y chupa. Y don José se arranca la
camisa y alza a Carmen. Le arranca la ropa, la gira. Apoyada en el murete, la
calle polvorienta se ve allá abajo, un perro pasa. Se arrima a ella, pero no
entra. Le muerde el cuello. ¿Qué quieres,
Carmen, qué quieres? La mujer echa hacia atrás su trasero, se aprieta
contra él, sus manos buscan el culo del hombre. ¿Qué, dime, qué? Carmen toma en su mano la polla del hombre, la
acerca a su hendidura, pero él se aparta un poco, no entra. Ella gime. Dilo,
Carmen, dilo, y los dos sabremos quién soy y quién eres. ¿Qué, qué? Ya sabes qué. Pero lo grita ¡Joder, José, fóllame ya! Y don José
penetró y derribó la última frontera, allí, contra un murete de una terraza de
una taberna de un barrio polvoriento. Y Carmen gritó y gritó de puro placer,
allí contra el muro, viendo las chimeneas, terrazas y tejados de un barrio
polvoriento de una vieja ciudad. Y cuando acabaron no hubo canturreos, sólo
jadeos y ojos brillantes de saciado deseo.
ACTO III
FAUSTO (1859), de Charles Gounod, inspirada en el Fausto, parte I, de Goethe.
Fausto vende su alma a cambio de un elixir de eterna juventud.
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Fausto rejuvenecido |
Mi tiempo se acaba. Un suspiro, me ha parecido un
suspiro. Pero ya está, se acabó. Me pregunto si mi vida ha servido para algo,
para alguien. Me pregunto si la he desperdiciado en trabajo y más trabajo. Yo
pensaba que era feliz, ahora no lo sé. No he tenido tiempo para el amor. Bueno,
he tenido amores, muchos. Pero los apartaba, sin querer, sin pretenderlo;
alejaba de mí a esas mujeres que me querían. No tenía tiempo para atender sus
peticiones, sus necesidades. No necesitaba a nadie. Más tarde, en todo caso.
Ahora ya es inútil, mi tiempo se acabó, se acabó. Se acabó sin darme cuenta. Ya
es tarde.
―¿Se puede?
Así me presenté.
El pobre idiota lloriqueaba allí sentado por el
tiempo malgastado. Mirando por la ventana como quien ve pasar tren tras tren sin
decidirse a comprar billete. Podría haberlo dejado consumirse en su melancolía,
dejar que se bañase en su culpa. Pero simpatizo con los atormentados. Será el
oficio. En fin, se lo propuse. Al principio disimuló, el muy hipócrita, como si
no hubiese sido él quien me convocó, quien imploró ayuda a los mismísimos
infiernos, negando esa ciencia en la que tanto se apoyó, en la que tantas horas
invirtió, perdida ya la fe. Bien, los que pierden la fe son mi caldo de cultivo.
Y acudí. Es mi naturaleza.
Había una mujer, siempre la hay. Margarita. Fue una
joven que le amó cuando estaba en la treintena. Podrían haber sido felices,
pero él se escondió en su trabajo, no es el momento, ya habrá tiempo. Nunca
quiso saber qué había sido de ella. Y ahora Margarita se había reencarnado en
la imagen de Patricia, aquella pizpireta
auxiliar de laboratorio que le
hablaba con respeto y distancia, que lo miraba como quien mira a su abuelo. Y el viejo languidecía, quería recuperar el
tiempo perdido.
La transacción fue rápida. Tu alma. ¿Qué me das a
cambio? Una polla dura, vigor, vitalidad, atractivo. Ya he dicho que fue
rápido, no dudó el muy ladino. Se creyó el rey del mambo, se anilló hasta la
polla. Y se acercó a Patricia.
La muchacha se acostaba con Óscar, su novio
encofrador, y para que Fausto quedase bien enganchado al contrato diabólico, y
para facilitar de paso la tarea, lo largué cual Urías una temporadita a las
Canarias, malo sería que allí no se despistase con alguna chicharrera. Despejado
el camino, Fausto se deshizo en halagos con Patricia, no cejaba en invitaciones
a comer y a cenar, e incluso se atrevió con rozamientos indiscretos. La pava no
caía. Hasta que Fausto, tanto tiempo perdido en su vida, se lanzó a las bravas.
La esperó en su despacho en pelotas, con la polla tiesa y anillada. Esta
Betsabé sintió curiosidad, claro, nunca hubiese imaginado tal artillería herrada
en su sosote jefe, y se lo cepilló. Fausto no cabía en si de alegría. Se sentía
joven de nuevo, vigoroso, su polla dura como una piedra. Se hizo ilusiones. Un
hogar. Patricia esposa y madre. Quizás no fuese tarde todavía. Pero la joven lo
esquivaba. Le hizo gracia ese Fausto inesperado, pero dudaba. Se dejaba querer,
pero se acordaba de Óscar. ¿Qué haría allá en Tenerife?
Fausto volvió a requerir mis servicios.
No puedes dejarme a medias, Mefistófeles. La quiero.
Quiero que sea mía. Necesito conquistarla del todo.
¡Pobre diablo! ¿Cómo explicarle que el amor no se
compra? Ni siquiera yo, con todo mi poder, podía comprar más que un cuerpo. Y eso ya lo tenía. Patricia se acostaba con
él, pero para Fausto esto no era suficiente. Quería amor, que lo amase, que hiciese
planes, futuro. Pero a él el futuro ya lo había rebasado.
Está bien, le dije. Esta noche invocaré al Jefe. Tú
pon de tu parte. Pero recuerda que tu alma es mía y me la cobraré.
Patricia llegó a la oscura casa llorando. Acabó
confesando que Óscar se había caído de un andamio y había muerto en el acto. Fausto
la arropó, la acunó entre sus brazos, la llevó al lecho y la desnudó. Patricia llevaba
unas braguitas tan delicadas como alas de mariposa. A Fausto le saltó el
corazón en el pecho. Era tan hermosa, tan joven, con tanto tiempo por delante...
Eso le dijo. Ya verás, el tiempo te calmará, aliviará tu pena, te volverás a
enamorar. La muchacha lo miró con cariño, por primera vez. Y lo besó con
ternura. Y Fausto la amó con toda la voluntad de su cuerpo prestado, con toda
la bondad de su alma alquilada, con toda la fuerza de la eternidad soñada. Y
Patricia amó a aquel hombre que la había condenado y protegido a la vez. Y
aquella noche gozaron el uno del otro. Y Fausto se sintió dichoso durante unas horas antes de
que su corazón reventase de felicidad y obstrucción coronaria.
¿Qué queréis? Es a mí a quien encargan estas
putaditas.
Uol, en el III aniversario, decidiendo el futuro de este blog.
Música: E lucevan le stelle (Tosca, de Puccini) en boca de Giuseppe Campora.