Caminaba de forma
automática, entró en el hipermercado porque era martes, y los martes compraba
el pescado ya que siempre había oído decir a su madre que los lunes no había
pescado fresco a la venta, pues los pescadores no faenaban los domingos. Hacía
mucho tiempo que esa premisa no era válida: bien sabía que el pescado se
congelaba casi todo en alta mar, y los barcos faenaban cuando podían, incluso
los domingos si entre semana las condiciones del mar impedían la pesca. Pero
era martes, así que entró en el hipermercado, y antes de darse cuenta llevaba
su paquetito de la pescadería sin recordar qué había comprado, y sus pasos lo
habían encaminado a la sección de bebidas. No sabía cómo había llegado allí,
sólo supo que le flojearon las piernas y sintió un mareo repentino cuando vio a aquella
mujer que comprobaba en la etiqueta el tipo de uva de una botella de vino
tinto.
―¿Se siente indispuesto, señor Fernández?
Se dio cuenta de que
estaba tumbado en el suelo y aquella mujer le tomaba el pulso.
―¿Me... me conoce?
Vaya, no se ha dado cuenta.
―Soy la doctora Andrade.
―¿Quién?
―Su médica de cabecera. Ha estado hace una semana en la consulta. ¿No lo recuerda?
Él asintió todavía confuso.
―¿Sigue sintiendo la opresión en el pecho de la que se quejaba?
¿Era aquélla su doctora? ¿Cuál de ellas? Recordaba que había consultado dos veces hasta que acudió al médico de pago, total para nada. El matasanos a fin de cuentas venía a decir lo mismo.
―No sé qué me pasa. Me siento desorientado.
―Es normal, tiene la presión baja.
―¿Pero no era alta?
―Pues sí, pero ahora está baja. ¿Ha comido?
―¿Usted cuál de ellas es? ―preguntó el hombre sin responder a la cuestión.
―No comprendo―. La doctora le ayudaba a incorporarse. El hombre seguía un poco pálido.
―Fui a la consulta dos veces.
―Sí, estaba usted muy preocupado. Y me parece que no ha hecho caso a mis indicaciones.
―¿Usted me diagnosticó una intriguitis aguda?
―Eso dije, sí, agudizada por un enamoramiento repentino. Ya se lo dije la segunda vez.
Pero ¿es la misma?
El hombre la observó disimuladamente mientras se colocaba el abrigo.
―No sé si comprendo muy bien en qué consiste mi enfermedad―dijo dubitativo.
Ella suspiró.
―Pues pásese por la consulta cuando quiera y le aclaro las dudas que tenga―la mirada de la doctora dejaba entrever cierta contrariedad, ¿o era irritación?
―Quiero decir―aclaró él desazonado― que, bueno... ¿cómo he podido enfermar así? ¿Me habré contagiado?
Ella se acercó un paso y lo miró fijamente. El señor Fernández sintió calor en la cara de repente.
―¿Lo cree posible? ―preguntó ella.
¿Era jocosa esa sonrisa o era ansiosa?
―Es que... no sé. Nunca había experimentado estos síntomas. Y esos remedios...
―Se trata de una única enfermedad, los síntomas digamos que van en aumento si no se... atajan. Y le garantizo que el tratamiento propuesto es efectivo.
El hombre se ruborizó hasta las entradas de la amplia frente.
¡Por fin!
―Bueno, señor Fernández, espero que se mejore― la doctora se despedía. ¿O se rendía?
―¡Espere! ―¿era él quien había gritado?―Espere...¿no la he visto a usted antes?
―En la consulta, ya se lo he dicho.
―No, no, me refiero a antes.
Ahora fue ella quien pareció vacilar.
―Pues... ― una mujer pasó con el carrito por el pasillo y se aproximaron el uno al otro para dejarla pasar.
La doctora Andrade entonces, sin previo aviso, olfateó el cuello de Fernández, giró hasta su boca y lo besó. La opresión del pecho del hombre se disipó, liberándose igual que un gas que escapase de un globo hinchado, pero sin hacer ruido. Él devolvió el beso con intensidad, casi con fervor. Así estuvieron unos minutos que al hombre se le hicieron una dulce eternidad, hasta que la doctora se separó de él.
¡Joder con la doctora, ella... ella... la intriguitis, el amore subito y la represión sexual de los instintos!
―¿Vives cerca?
―Sí, sí... bueno, no, pero tengo el coche ahí aparcado― el corazón le latía con fuerza.
―Va siendo hora de que te aplique el tratamiento en tu domicilio. Eres mal paciente: obstinado, indisciplinado e hipocondríaco.
―Yo... ―él la miró de reojo, ¡oh, Dios!
Vaya, no se ha dado cuenta.
―Soy la doctora Andrade.
―¿Quién?
―Su médica de cabecera. Ha estado hace una semana en la consulta. ¿No lo recuerda?
Él asintió todavía confuso.
―¿Sigue sintiendo la opresión en el pecho de la que se quejaba?
¿Era aquélla su doctora? ¿Cuál de ellas? Recordaba que había consultado dos veces hasta que acudió al médico de pago, total para nada. El matasanos a fin de cuentas venía a decir lo mismo.
―No sé qué me pasa. Me siento desorientado.
―Es normal, tiene la presión baja.
―¿Pero no era alta?
―Pues sí, pero ahora está baja. ¿Ha comido?
―¿Usted cuál de ellas es? ―preguntó el hombre sin responder a la cuestión.
―No comprendo―. La doctora le ayudaba a incorporarse. El hombre seguía un poco pálido.
―Fui a la consulta dos veces.
―Sí, estaba usted muy preocupado. Y me parece que no ha hecho caso a mis indicaciones.
―¿Usted me diagnosticó una intriguitis aguda?
―Eso dije, sí, agudizada por un enamoramiento repentino. Ya se lo dije la segunda vez.
Pero ¿es la misma?
El hombre la observó disimuladamente mientras se colocaba el abrigo.
―No sé si comprendo muy bien en qué consiste mi enfermedad―dijo dubitativo.
Ella suspiró.
―Pues pásese por la consulta cuando quiera y le aclaro las dudas que tenga―la mirada de la doctora dejaba entrever cierta contrariedad, ¿o era irritación?
―Quiero decir―aclaró él desazonado― que, bueno... ¿cómo he podido enfermar así? ¿Me habré contagiado?
Ella se acercó un paso y lo miró fijamente. El señor Fernández sintió calor en la cara de repente.
―¿Lo cree posible? ―preguntó ella.
¿Era jocosa esa sonrisa o era ansiosa?
―Es que... no sé. Nunca había experimentado estos síntomas. Y esos remedios...
―Se trata de una única enfermedad, los síntomas digamos que van en aumento si no se... atajan. Y le garantizo que el tratamiento propuesto es efectivo.
El hombre se ruborizó hasta las entradas de la amplia frente.
¡Por fin!
―Bueno, señor Fernández, espero que se mejore― la doctora se despedía. ¿O se rendía?
―¡Espere! ―¿era él quien había gritado?―Espere...¿no la he visto a usted antes?
―En la consulta, ya se lo he dicho.
―No, no, me refiero a antes.
Ahora fue ella quien pareció vacilar.
―Pues... ― una mujer pasó con el carrito por el pasillo y se aproximaron el uno al otro para dejarla pasar.
La doctora Andrade entonces, sin previo aviso, olfateó el cuello de Fernández, giró hasta su boca y lo besó. La opresión del pecho del hombre se disipó, liberándose igual que un gas que escapase de un globo hinchado, pero sin hacer ruido. Él devolvió el beso con intensidad, casi con fervor. Así estuvieron unos minutos que al hombre se le hicieron una dulce eternidad, hasta que la doctora se separó de él.
¡Joder con la doctora, ella... ella... la intriguitis, el amore subito y la represión sexual de los instintos!
―¿Vives cerca?
―Sí, sí... bueno, no, pero tengo el coche ahí aparcado― el corazón le latía con fuerza.
―Va siendo hora de que te aplique el tratamiento en tu domicilio. Eres mal paciente: obstinado, indisciplinado e hipocondríaco.
―Yo... ―él la miró de reojo, ¡oh, Dios!
El señor Fernández
nunca se imaginó que los ósculos, la cópula y la mutuae masturbationem fuesen un remedio tan eficaz para curarse del amore subito.
Tras la fulminante curación, la doctora Andrade se
prometió a si misma que no volvería a pasar consulta a domicilio.
Esta coda o epílogo es
el final de una trilogía. La primera parte puedes verla clicando
aquí. La segunda acá y la tercera la leerás pulsando aquí.
Uol
A grandes males, calientes remedios...
ResponderEliminarEl calor siempre viene bien.
EliminarAunque a veces, sería mejor no curar el amor.
Bicos.
Vaya con la doctora! Santo remedio!
ResponderEliminarSi es que a todos los tontos se le aparece la virgen!
y ese tratamiento lo cubre la seguridad social?
Porque... esta era su médica de cabecera, ¿no?
Je je je
Besos
Yo creo que era muy listo. Se curó y punto.
EliminarBss