Juan Gris: Botella de Anís del Mono (1914) |
Le había tocado muchas
veces estar debajo de la mesa, escuchándolos cantar, viendo cómo tocaban las
conchas y hacían vibrar las botellas estriadas de Anís del Mono; contemplando
cómo comían galletas del Surtido Cuétara,
cómo bebían y brindaban con ojos chispeantes; observando sus coqueteos y las ocultas
y revoloteantes manos bajo las faldas tableadas. Años anhelando salir del lugar
de la invisibilidad y poder hacer lo que ellos: ir a cantar los Reyes por las
casas del pueblo. Sólo un año no se acercaron hasta su casa, que ella recuerde. La madre no dejó la luz del porche encendida, ese otoño la abuela murió y en el
pueblo se respetaba el luto de los deudos. Pero el tiempo, el inexorable tiempo
que ahora semeja viajar en Boing, iba antaño en bicicleta de ruedines. Se
sucedían las Noches de Reyes y ella cada vez más incómoda bajo la mesa, la
misma mesa, sólo que ella ya no lo era. Ahora tenía largas piernas, larga melena y
larga lengua. Ella... ¡leches! ella ya tenía tetas, pero para su madre seguía siendo
la nena que se escondía debajo de la mesa. Tampoco los jóvenes eran los mismos,
se iban casando las chicas, también ellos o se iban del pueblo. En algún lugar no escrito se asumía
que eran los solteros quienes rondaban esa noche tan especial. Tampoco había ya
faldas de cuadros escoceses sino vaqueros de peto y calentadores.
Pero a ella ese año nada de eso le importaba, ese año apareció él por primera vez. No es que no lo conociera, era del pueblo, como todos, sólo que había ascendido a la categoría de joven: él ya había salido de debajo de la mesa. Para ser sincera, el año pasado ya se le permitió estar presente y acompañarlos a la mesa, y cantó un poco tímidamente, pero era todavía la pequeña de los Andrade, le hicieron carantoñas como a una nena, y la mamá no le dio permiso para ir con ellos de casa en casa en la gélida madrugada. Dentro de dos años, sentenció la madre, y ella no le dirigió la palabra hasta que por la mañana encontró entre sus zapatos aquel hermosísimo Diario de perfectas hojas blancas satinadas.
Este año sería el último de su condena, su madre se lo prometió, y aunque rogó y se deshizo en zalamerías con su padre tratando de adelantar el privilegio, no obtuvo el permiso. Se dio cuenta de que los mozos de este año ya venían un poco piripis y eran menos que en otras ocasiones, la madre frunció el ceño cuando su marido sacó una segunda botella de licor café y otra de aguardiente. Quizás este año habían variado el recorrido, pero seguía siendo la una, que era cuando pasaban por su casa; a la de Gumersindo, viudo y ya sin hijos en casa, iban a las cuatro o cinco de la madrugada y las malas lenguas decían que allí acababan con una cogorza de cuidado.
Pero a ella ese año nada de eso le importaba, ese año apareció él por primera vez. No es que no lo conociera, era del pueblo, como todos, sólo que había ascendido a la categoría de joven: él ya había salido de debajo de la mesa. Para ser sincera, el año pasado ya se le permitió estar presente y acompañarlos a la mesa, y cantó un poco tímidamente, pero era todavía la pequeña de los Andrade, le hicieron carantoñas como a una nena, y la mamá no le dio permiso para ir con ellos de casa en casa en la gélida madrugada. Dentro de dos años, sentenció la madre, y ella no le dirigió la palabra hasta que por la mañana encontró entre sus zapatos aquel hermosísimo Diario de perfectas hojas blancas satinadas.
Este año sería el último de su condena, su madre se lo prometió, y aunque rogó y se deshizo en zalamerías con su padre tratando de adelantar el privilegio, no obtuvo el permiso. Se dio cuenta de que los mozos de este año ya venían un poco piripis y eran menos que en otras ocasiones, la madre frunció el ceño cuando su marido sacó una segunda botella de licor café y otra de aguardiente. Quizás este año habían variado el recorrido, pero seguía siendo la una, que era cuando pasaban por su casa; a la de Gumersindo, viudo y ya sin hijos en casa, iban a las cuatro o cinco de la madrugada y las malas lenguas decían que allí acababan con una cogorza de cuidado.
El caso es que Enrique la saludó al llegar y ella no le sacó ojo mientras cantaban. ¿Ya no se sabían enteros los villancicos o sólo se lo pareció a ella? Apenas tocaron las galletas ni el roscón que mamá había hecho para que lo mojaran en el licor café. Algunas parejitas se achuchaban indisimuladamente, pero todo era más o menos lo mismo que otros años. Ella se había resignado a verlos desaparecer por la puerta cuando su prima María Rosa le pidió a su madre que le dejara acompañarlos. Era el tercer año que su prima acudía.
Aunque se resistía, mamá acabó por ceder, no sin antes hacerle prometer
a María Rosa que no me dejaría beber alcohol y que me traería de vuelta al cabo
de una hora. Fui corriendo a por el abrigo, el gorro y la bufanda antes de que
mamá se arrepintiese, cosa que estuvo a punto de hacer cuando José Manuel, el
del Canteiro, tropezó con el marco de la puerta y sufrió un súbito ataque de
risa bajando las escaleras que dan al jardín. Yo iba del brazo de María Rosa,
pero no dejaba de observar a Enrique que, sin embargo, no daba muestras de
percatarse de mi presencia en el grupo que, camino abajo y entre risas, se
dirigía a la casa de don Severino y doña Claudia, los maestros jubilados. Nos
pusimos a entonar Vinde ver o neno, que
está espidiño e acurrucadiño ao pé dos seus pais.
A la tercera estrofa las luces se
encendieron y don Severino abrió la puerta con sonrisa adormilada. Estaba ya
vestido, seguro que se había quedado dormido en su butaca esperando por la juventud
que nunca dejaba de acudir a su casa, quién sabe si sería el último año,
Claudia estaba muy delicada y quizá...
Bebí un vaso de agua, porque no
tenían refrescos. Enrique me sonría de vez en cuando y a mí
se me aceleraba el corazón, y aunque me ponía colorada estaba segura de que no
se me notaba porque el frío ya había pintado mis mejillas. Estuvimos allí el
tiempo de cantar tres panxoliñas porque,
entonces me enteré, doña Claudia estaba enferma, y seguimos rumbo a casa de las
solteras Ferreiro, tres hermanas sesentonas que decían estrafalarias y a mí me
parecían muy divertidas. El ritual se repitió, esta vez entonamos Cun sombreiro de palla, un galego a Belén
foi, mentres adouraba o neno, comeulle
o sombreiro o boi.
María Rosa iba del brazo de Lois, ya tonteaban entonces, y yo me fijé en que Enrique se separaba del grupo e iba hacia el cortello, en el bajo de la casa, antes establo y ahora leñera. Pensé que iba a mear, aunque en todas las casas ya había baños, pero unas risas de mujer me hicieron prestar atención. Como María Rosa había entrado en la casa con Lois y los otros, olvidada de mí, lo seguí entre la oscuridad y comprobé que entraba allí y cerraba la puerta. Me asomé al ventanuco de ventilación, sin cristal ni contra. Entonces los vi. La luz de la hermosa luna llena entraba por la ventana oeste y me permitió comprobar que Fátima Amorim apoyaba la espalda en la tosca pared y sonreía a Enrique de una forma que yo nunca había visto antes, al tiempo que con su mano derecha lo atraía hacia él. Lo abrazó por la cintura y lo besó.
¡Fátima Amorim!, ¡Pero si Fátima Amorim era unha vieja, debía tener por lo menos veintiún años! Me quedé perpleja, pero no podía dejar de mirarlos. Desde el piso de arriba se escuchaban los cánticos y los pasos sobre el piso de madera. Fátima tocaba el culo de Enrique, que se retorcía y la besaba con ardor, todo su cuerpo muy apretado al de ella
Toda la sangre de mi cuerpo se me agolpó en la cara cuando vi que ella se arrodillaba delante de él y... y... se metía su cosa en la boca. Parecía que chupaba o lamía. Enrique le sujetaba la cabeza o le acariciaba el pelo, no veía bien. Él gimió muy fuerte y de pronto su cabeza se le cayó sobre el pecho. Fátima se irguió y lo besó. En ese momento la puerta de la cocina del sobrado se abrió y oí a mi prima María Rosa llamarme. Salí a la luz y fui hacia el arranque de la escalera. ¿Dónde te habías metido?, me preguntó nada preocupada, también ella estaba algo bebida. Le dije que había ido a hacer pis. Las Ferreiro son raras como perro verde, mujer, pero ya tienen baño en casa, me reprendió tomándome por los hombros, anda sube. Arriba el grupo estaba distribuido entre los que estaban sentados en las sillas de la mesa del comedor, que sólo se usaba en esta noche y en la fiesta de la patrona, y los que estaban al lado de la cocina de hierro. El ambiente era muy calentito. Yo me sentía arder. Fátima y Enrique entraron al cabo de cinco minutos y nadie les prestó atención. Noté que Enrique me miraba de reojo y pensé avergonzada que a lo mejor había oído a mi prima llamarme; quizás se había dado cuenta de que los había estado observando. Pepe O Fideo le pasó un cigarrillo que olía raro y él fumó sin mirarme. Cuando abandonamos la casa, le dije a María Rosa que tenía sueño y ella y Lois me acompañaron hasta la mía. Mamá abrió la puerta en cuanto me oyó subir las escaleras, debía estar en la ventana. Ellos se fueron y yo me fui a la cama.
Esa primavera y verano, Enrique nunca se quedó los fines de semana en el pueblo, se iba con los mayores en coche hasta la discoteca de la villa cercana.
Al año siguiente ya no hubo mozos cantando bajo las ventanas
pidiendo que les abrieran la puerta en la Noche de Reyes. De pronto todo había
cambiado y la juventud se largaba a pasar la juerga en la discoteca y los bares
de copas de la villa aledaña. Por supuesto, mamá no me dio permiso. Dentro de
dos años, dijo.
Lo
triste del caso es que yo no quería ir esa noche a la discoteca: yo quería
vivir la experiencia de ir cantando de casa en casa con mis amigos y conocidos
en la Noche de Reyes. Yo quería besarme con alguno que me gustase por el camino
oscuro y helado. Yo quería... yo quería gemir en la penumbra de algún cortello mientras los villancicos
sonaban a lo lejos. Pero para mí fue tarde. Llegué tarde para practicar esta tradición.
Uol
Muy bonito el cuento.
ResponderEliminar¡Cuántas veces llega uno tarde a las cosas! Y qué difícil darse cuenta cuando uno llega a tiempo.
Espero que aún pueda llegar a tiempo a algunas. Para otras ya es tarde, sí. Pero seamos optimistas.
EliminarSaludos!
Oí hablar de esa tradición a mi abuela, pero en el sitio donde fuimos a vivir nadie iba a cantar por las casas... ¡Qué pena! Me hubiera gustado conocerla... ¡También yo llegué tarde para eso!
ResponderEliminarPor cierto... ¿Te acuerdas de la tradición de enviar por correo christmas a familiares, conocidos y clientes? Pues nuestros hijos ya no la conocerán.... ¡Qué pena! Eran tan bonitos...
En cambio ahora tenemos discos y pubs y sms y whats y vídeos chorras...
Y sexo en los baños...
Aquí perduró mucho tiempo, y en algunas zonas continúa, pero ya como algo meramente cultural-etnográfico, no como una manifestación juvenil. Yo quería ir para ligar jajajajaja.
EliminarEn cuanto a lo segundo, yo he enviado tarjetas de navidad (cuatro o cinco) hasta hace dos años, el guasap lo jodió todo, pero en mi adolescencia mandaba unas veinte.
El sexo en lo baños... mucho mejor que los vídeos-chorra de gatitos cantando etc etc, dónde va a parar ;-)
Beso de año nuevo!!
Pues sí.... de lo mejor de las fiestas...
Eliminar¡Petons d'any nou!
Hoy la individualidad reinante hace imposible que las casas se abran como entonces a visitas tan numerosas y ruidosas, somos demasiado celosos de nuestra intimidad, y de oídos delicados.
ResponderEliminarOye, ¡¡¡¡ que cantaban muy bien jajajajajaja!!!!
EliminarNo lo he dudado ni un momento, y supongo que mucho mejor a partir de la segunda o tercera visita, ya con las cuerdas vocales bien engrasadas.
EliminarMe refería a que se ha perdido esa familiaridad que existía en los pueblos traducida en tener la puerta siempre abierta a los demás, incluidas estas concurridas celebraciones.