
Desde
que la habían despedido del trabajo, su vida, amén de haberse vuelto espartana
y a un paso de lo precario, se había teñido con la pátina de la insatisfacción y
la sensación de inutilidad, un cero a la izquierda, vamos. Ella, que tenía siempre
la agenda llena de actividades inaplazables y, por supuesto, un plan B para los
desastres; ella, que desbordaba actividad y disfrutaba de poco tiempo de
descanso para cavilar en lo que no provocaba más que titubeos; ella estaba
ahora ociosa y deprimida, sin decisiones que tomar y sin nada más que dedicar
las horas a pensar qué trabajo podría ella ahora realizar que la ayudase a
retornar al mundo laboral. Por suerte no era derrochadora y de momento la falta
de ingresos no se había vuelto acuciante. No tenía hipoteca que la aplastase
como una losa porque su abuelo le dejó una casita en el pueblo que ella arregló
en los tiempos boyantes, y en la que vivía. Quedaba relativamente cerca de su
antiguo lugar de trabajo y siempre le había gustado refugiarse en aquella dulce
tranquilidad que el campo le ofrecía. Había tenido, eso sí, que dejar el
apartamento de la ciudad, claro, aquel apartamento alquilado que había sido su
cubículo cuando se le hacía tarde en el trabajo y le daba pereza regresar al
pueblo muy de noche, o en días con temporal de severa lluvia y viento, pero
sobre todo aquel mini-apartamento, a qué negarlo, había sido su picadero cuando
salía de marcha por la ciudad y ligaba. Pero hasta eso parecía haber
desaparecido junto con su aureola de poder, su salario y sus inútiles trajes de
chaqueta. No sabía hacer nada más que lo que hacía. Antes, cuando todo iba
según lo previsto -pero ya se advertían señales de humo en el cielo-, se lo
planteó, se preguntó en qué otra cosa
podría ella trabajar si la cosa se torcía y no se le ocurría nada, al menos
nada que le satisfaciese. Ahora tenía que reconocerlo: era poco dúctil. Sabía
mucho de lo suyo y nada más. Trataba de animarse diciéndose que el mercado
laboral tendría en algún momento que volver a reactivarse, pero lo cierto es
que la invadía cada día un desolado abatimiento. Tampoco sentía ánimos para
arreglarse e ir a la ciudad a tomar unas copas con las colegas.
Se encerró.
Para joderse más el
invento, cuando el frío otoñal estaba a punto de exigir el encendido de la
caldera, que ocupaba una esquina del sótano de la casita, ésta colapsó. Emitió
un sonido agónico y no encendía. Temblaba sólo de pensar en la factura de la
reparación, una pieza de mierda pero una pasada en mano de obra, como si lo
viera. En situaciones así echaba de menos un hombre como su abuelo, que todo lo
arreglaba, siempre tenía piezas para reparar el desperfecto y sabía de qué se
trataba. ¿Quedarían hombres así todavía o serían tan inútiles como ella se
sentía en estos momentos? Intentó localizar en el mismo pueblo a alguien que
pudiese reparar la caldera para evitar tener que pagar encima el desplazamiento
desde la ciudad. Y apareció él.
Él no le mostró la
menor deferencia. Bueno, ella no sabía por qué pero esperaba algo de
consideración, un saludo agradable, una sonrisa, no sabía muy bien por qué, si
por ser ella una mujer de buen ver o por ser su abuelo persona
meritoria en el pueblo; claro que aquel joven no habría conocido las dignidades
de su abuelo y su familia, sería un zangolotino cuando él murió. Ni se inmutó
cuando trasteó en la caldera y ella, perfumada, observaba las maniobras a su
espalda. Acordaron un precio que a ella en otras circunstancias le habría
parecido ajustado pero ahora le dolía en el alma. Y se fue.
Regresó a la mañana
siguiente, con su mono de trabajo y su caja de herramientas. La miró desabrido
como insinuando si no tenía algo mejor en qué ocuparse que quedarse allí
mirando, y ella subió a la cocina algo desconcertada.

Desde arriba se
escucharon algunos golpes, un par de exabruptos y después silencio. A los 45
minutos el fontanero, que se llamaba Elías, la reclamó desde el sótano.
Se secaba las manos, en
el sótano había un rudimentario fregadero de cuando el abuelo tenía allí su
bodega.
―¿Ya
está?
―Arreglada,
pero debes revisar el nivel de gasóleo, está bajo.
―Sí,
ya pensaba solicitar una carga
El
joven le dio la factura.
―Me
pasaré mañana, si te parece bien, y de paso le echo un vistazo, a ver cómo
tira.
―¿Eh?
Ah, sí, vale.
Él
subió las escaleras y se fue, y ella se quedó como esperando algo.
La furgoneta frenó con
ruido de grava ante la verja. Él salió ágil y se dirigió sin muchas palabras
hacia el sótano.
―¿Todo
va bien?―le interrogó ella al cabo de unos minutos bajando las escaleras.
―Eso
espero ―y se giró hacia ella prestándole atención por primera vez en tres días.
Después
todo fue inesperado. La apretó contra si y ella quedó perpleja.
―Estoy
seguro de que la caldera funciona estupendamente, sólo necesita una puesta a
punto, lleva muchos meses sin funcionar, ¿no?
Ella
parpadeó desconcertada.
―Sí...
―¿Estaban hablando de la caldera? Porque las manos de él subían por su cintura.
En otras circunstancias le habría dado un guantazo al fontanero, pero lo cierto
es que el mozo, sin ser un adonis, exhalaba pura animalidad y fortaleza, así
que se dejó llevar, porque la verdad es que era cierto que la caldera llevaba
meses sin funcionar al ritmo que ella deseaba.
Entonces
él apagó la luz y ella se asustó un poquitito, pero bueno, pensó en un
relámpago de lucidez, es del pueblo, saben que está haciendo reparaciones, no
es un descuartizador. Además los besos que le dio empujándola contra la pared
de la que arrancaban las escaleras eran sabrosos y acuciantes. En contra de su
natural instinto, dejó que él tomase las riendas ya que había tomado también la
iniciativa. El fontanero le sacó la vieja camiseta de algodón y palpó sus senos
libres. Ay, claro, no contaba con esto y le gustaba llevar las tetas sueltas cuando
estaba en casa. Él ronroneó o eso le pareció a ella mientras comenzaba a
lamerle la oreja y el cuello. ¡Jopé para el fontanero, sí que sabía sacar
brillo!

Fue bajando por la nuca
hasta alcanzar el centro de la espalda, dejando tras de si hilillos de saliva
que ardían sobre su piel y la dejaban después con frío y necesidad de más. De
pronto algo cambió, la giró y sus manos atraparon con fuerza sus nalgas y la
empujó con algo de rudeza contra la pared, sus dedos buscando su hendidura,
frotando a través del gastado vaquero. Ella no tuvo tiempo de protestar porque
el fontanero cubrió su boca introduciendo su lengua exigente y, curiosamente,
eso la tranquilizó. Era un hombre, sólo eso, un hombre algo rudo. Las manos
seguían recorriendo su trasero y su pelvis se frotaba hambrienta contra su
vientre. A pesar de que el hombre había apagado la luz, cierta claridad llegaba
desde lo alto de la escalera y ella no había dejado de buscar su mirada, pero
él mantenía los ojos obstinadamente cerrados, dejando a sus otros sentidos la
percepción de todo lo que allí pasaba. Ella introdujo las manos debajo de la
camiseta del fontanero, ascendieron por un torso lo suficientemente fibroso como para
llamar su atención y alcanzaron los pezones, los pellizcó y él abrió por fin
los ojos, taladrándola, pero no dijo nada aunque se separó lo mínimo para
aflojar el cinturón de la mujer y le bajó los vaqueros que, tras salvar las
caderas, cayeron flojos a los tobillos. Ella se descalzó ayudándose de los pies
y los apartó. Él seguía vestido y cuando ella hizo ademán de subirle la
camiseta, él mismo se la quitó. Ardía. Le acarició los potentes brazos, los
hombros redondeados, el estómago cubierto de suave vello moreno, tenía ganas de
lamer ese vientre, de hundir la lengua en el ombligo redondo, pero él volvió a controlar
la situación y le echó la cabeza hacia atrás suavemente con las manos, y la mantuvo
apartada, mientras que con la boca se apoderó de un seno, succionando lo suficientemente
fuerte para que ella gimiera entre el gusto y el temor; deslizó los labios
apretados hasta el pezón y tiró del mismo con los dientes. Ella se quejó en
bajito y él lo soltó para acudir al otro. La mujer intentaba un acercamiento de
sus labios a alguna porción de piel del hombre: el cuello, el hombro, pero las
manos del fontanero seguían alejándola al tiempo que le acariciaban la mandíbula.
Le ardían los senos, se sentía húmeda y caliente a la vez, muy excitada y
ansiosa, con ganas de sentirlo apretado contra si, restregado contra si, muy
dentro de si. El fontanero fue inclinándose
mientras mordisqueaba abdomen abajo hasta el vientre de la mujer y quedó en
cuclillas. Después, le separó decidido las piernas e introdujo su lengua en el
coño de la mujer, que tembló. Pudo ella ya, liberadas las manos, asirse al
cabello del fontanero y sujetarse, pues las lamidas incisivas de la lengua
rápida por el clítoris la dejaban sin resuello y la impelían a contonearse. Pero
él le sujetó los muslos y ella comprendió que no quería que se moviese. Fue
difícil, no podía quedarse quieta, su cuerpo necesitaba expulsar el grito que
se formaba en sus entrañas. El fontanero pareció comprenderlo porque se levantó
y con una mano se soltó el pantalón, le dio la vuelta y de nuevo ella se vio
con la cara contra la pared de fría piedra.

No veía nada, escuchó
el ruido de algo que se arrastraba y antes de poder averiguar qué era, él la
había subido encima del maletín de trabajo. Notó entonces la polla del hombre
frotándose por toda su hendidura, desde el ano hasta el clítoris, una y otra
vez, empapándose de sus fluidos y notando la suavidad del glande; gemía, deseaba
aquella polla como si fuese la última de gota de agua en medio del desierto,
deseaba sentirse llena de aquella cosa dura y turgente. Pero él la paseaba
entre sus nalgas, entre su muslos, guiándola con la mano, mientras con la otra
tomaba un seno desde atrás y lo acariciaba con la palma de la mano. Ella notaba
en su espalda la fuerza de su tórax, la respiración agitada en su oreja aunque
nada decía. Era un hombre sigiloso el fontanero. La mano había abandonado el
pecho para subir hasta su garganta y alcanzar la boca; introdujo el dedo índice
en su boca y ella lo chupó, deseando tener en la boca su falo y lamerlo
también. Pero el hombre, entonces, bajó la mano y con ambas abrió sus nalgas
para introducir por fin la verga en el coño palpitante. La cabeza de la mujer
chocó contra la pared y tuvo la sensación de que le embestida había sido por
ello más profunda. Las acometidas fueron de lentas a rápidas y ella se
desequilibraba, pero el fontanero no la dejaba caer, la tenía fuertemente asida
y ella se dejaba hacer, loca de deseo y desvarío hasta que se percató de que se
estaba rascando la cara. Dobló un brazo y apoyó la frente para protegerse
mientras que con la mano derecha acabó de masajear el clítoris hasta que lanzó un
grito ronco y largo que resonó como un eco en la oscuridad del sótano. El
fontanero la sujetó para evitar que se desmoronase como una torre de naipes,
pero siguió agitándose y ella lo sentía muy burro allí dentro agarrándose a sus
delgados hombros, mordiéndole el cuello hasta que él mismo se desplomó sobre su
espalda con un bronco estertor.
Cuando se apartó la
soltó y ella trastabilló sobre la caja de herramientas, que se había desplazado,
cayendo sobre él que, pillado de imprevisto mientras se inclinaba a recoger el
pantalón, no la vio caer y ambos acabaron en el suelo.
Esto es lo que pasa por
tener sexo oscuro, pensó ella riendo en la penumbra. Y curiosamente, fue entonces
cuando él la abrazó inesperadamente.
Uol
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Sexochat
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