jueves, 24 de mayo de 2012

El sueño del grafitero

      Lo acompañaron desde siempre, cuando se dejaba arrastrar asido a la mano de su madre y él se quedaba prendado mirándolos. La cabeza girada, el mandilón de cuadritos ya puesto, la mochila de plástico azul de Toy Story a la espalda. Él hubiese preferido la de Shin Chan enseñando el culo, dónde va a parar, pero qué saben las madres de los deseos de su hijo de cuatro años. 

El primer día de cole su mamá le iba contando lo bien que se lo pasaría haciendo dibus y cantando. Pero él se resistía a avanzar y ella tiraba de su manita pensando que iba a ser verdad que el nene tenía miedo, al fin y al cabo, empezaba una nueva etapa en su vida. ¡Ay!, se enterneció. Su niñito ya era un escolar. Él miraba hacia atrás, pero no hacia la placidez del hogar que abandonaba por primera vez, como la madre pensaba, sino hacia aquel dibujo enorme que cubría toda la tapia. 

Graffiti monstruo azul


Pensó en él toda la mañana, entre los lloros, las pataletas y los tirones de pelo de las otras criaturas, y las palabras tranquilizadoras y los arrumacos de la altísima profesora. ¿Y tú qué, le preguntó agradecida por su actitud serena y concentrada, tú qué quieres hacer? Pintá. ¿Pintar? Muy bien, toma papel y ceras. ¿Qué quieres pintar? Un montro azú. ¿Un monstruo azul? Él asintió. Pues entonces necesitas cera azul, toma. ¿Marta, tú sabes si en los dibujos animados está de moda un monstruo azul? 

Cuando salió del colegio llevaba los ojos muy abiertos buscando la tapia, pero la mamá se desvió hasta el súper y no pasaron delante de ella. ¿Qué tal el cole? ¿Qué has hecho? Él no respondía, jugaba con la mochila pateando la cara del vaquero Woody. Ante la insistencia de ella y para evitar el rostro ansioso que ya se adivinaba, decidió contestar. Pinté un montro azú. Vaya, ¡qué díver! Pero él nada añadió. 

Al día siguiente lo volvió a ver, el monstruo de orejotas en la tapia de cemento gris. Esta vez tironeó de la mano que lo arrastraba y dijo, mira, mami, un montro azú. Ella rió, muy bonito, sí, es un graffiti

Tardó un tiempo en descubrir que no era el nombre del monstruo, pero supo desde el principio que él tenía alma de grafitero.
Lo siguieron acompañando durante años, cuando su mundo se amplió. Estaban en los muros de los campos de deportes, en los pasillos de los vestuarios, en las vallas del nuevo colegio, en las entradas del metro, en los propios vagones. Cada vez más coloristas, cada vez más creativos. Alguno, incluso, suyo. 


Desde hace dos inviernos se afeita el bigote, dos años escuchando berrear a sus compañeros de clase chochos chochos chochos tetas tetas tetas teeeeetaaaaassssss, incansables y salidos, mientras él dibuja. Dibuja durante las clases de lengua e inglés heroínas de larga melena pelirroja, con espadas y machetes en las manos. Mujeres guerreras de escasa ropa y mirada voraz. Feroces mujeres con bocas tiernas. Hembras que oculta en todas sus carpetas, a salvo de las miradas lúbricas de sus hormonados compañeros de clase. Dibuja mientras ellos y ellas se morrean en cada esquina, se soban en el baño, se meten mano en los asaltos a los vestuarios femeninos. Él espera.

Hasta que llegó ella, nueva en el instituto, clase de segundo de Bac. A. No es pelirroja, pero tiene una abundante melena castaña. Y ojos risueños. Y boca tierna. Y cierta furia en los andares.


Y ahora él sueña. Sueña con su creación soñada. 

Sueña que dibuja en su cuerpo un graffiti. La imagina desnuda y vulnerable, tumbada en una cama de impecables sábanas blancas; un hermoso lienzo a la espera de los pinceles de sus manos. Sumerge en un frasco de color negro el dedo corazón y comienza a trazar una línea sinuosa desde el dedo gordo del pie hasta la pantorrilla, subiendo lento por el empeine. Ella lo mira interrogante pero silenciosa, expectante. De verde botella pinta hojitas sobre la línea negra y por primera vez le arranca a ella un temblor de cosquillas. Abandona esa pierna y atiende a la otra. De marrón pinta círculos que abonen el árbol de la vida que ella es. Las rodillas reclaman su atención, nudos en la corteza del membrillero, anclajes a los que agarrarse en la subida. Más color tierra para ascender por sus contorneados muslos hasta la copa del árbol, donde construirá su nido entre el follaje. Y besa, entre los suspiros de ella, el lugar elegido para morar. Ella, que se mueve incapaz de permanecer impasible; ella, que lo observa curiosa. Es el viento, que hace oscilar las ramas, le dice él. Y ella sonríe, heroína humanizada por el brillo del deseo, o quizás el del amor. Él es tan joven que piensa en el amor, en ese amor indisoluble del deseo. La brisa te alcanza, mira cómo te alcanza, y le sopla entre los pelitos de su coño, y ella se ríe como una niña, como la chiquilla que todavía es. Voy a volar hasta lo más alto. Por allá arriba hay unas frutas amarillas. Y él revolotea hasta sus pechos, dos membrillos duros y carnosos que besuquea antes de pintarlos de amarillo. Necesito alimentarme de tus frutos, le dice, y mordisquea suavemente sus pezones, mientras ella echa la cabeza atrás, sonrosada y sorprendida del calor que prende en sus entrañas. Vuelve él a sus pinceles y traza una rama de verde intenso hacia el cuello, y se fija como un camalot por el saliente de la barbilla hasta que bordea la comisura de los labios entreabiertos. Hay otra cuevita por aquí arriba. Pío pío, voy a entrar. Y la besa con ardor adolescente, introduciendo bien la lengua juguetona y ansiosa, y encontrando a la otra algo cohibida, escondida allá al fondo. Se besan largamente hasta que él se retira y dice no está mal esta cueva, pero hay demasiadas estalactitas. Creo que a este pajarito le va a gustar más la de allá abajo; allí, escondido entre el follaje, construiré mi nido, mi nido de amor. Y rapela de seguido en un descenso tan rápido como eficaz. Y el grafitero pega su cara al vientre de la muchacha, lame su ombligo y se mancha de pintura la cara aún lampiña. Eres mi árbol de la vida, le dice al oído antes de entrar en ella suavemente. El grafitero es feliz.

Después todo son jadeos, meneos y sudores, y humores que salpican las sábanas. 

-¡Joder, mi madre se va enterar otra vez de que me he hecho una paja!

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