viernes, 5 de agosto de 2011

DOTTORE

     En las pelis el doctor es un cachas descomunal, alto, atractivo y joven, pero a mí, lo sé, me va a tocar un cincuentón bajo y canoso con barriga cervecera poco acorde con sus recomendaciones de vida sana y escaso alcohol. Espero en la salita mi turno. Es una consulta privada porque en la Seguridad Social mis problemas son considerados poco urgentes y el tiempo de espera para la atención por parte del especialista debe estar en siete meses. No tengo ganas de gastar 70 euros en una rápida consulta privada, pero el remedio del médico de cabecera no ha surtido efecto y Paolo se ha empeñado en que acudiera de una vez por todas a alguien que sepa que se trae entre manos. Dice que no me preocupo lo suficiente por mi salud. Total, una erupción desde la parte baja de la espalda que ha acabado por invadir mis nalgas. Es desagradable, lo sé, pero ni pica ni me escuece, así que lo he ido dejando, por si era una alergia, yo que sé, o un proceso de intoxicación alimentaria; bueno, el caso es que los habones no se van y aquí estoy, imaginando que el dermatólogo es un tío macizo que me va a alegrar la tarde. Debo pensar positivamente, porque la idea de enseñarle mi trasero al cincuentón barrigudo no me hace feliz, precisamente.
           
            La enfermera me condujo a la sala de espera y hay una mujer, con psoriasis enmarcando su rostro, que aguarda y que apenas ha alzado la cara de la revista al verme entrar; me siento y noto cierta incomodidad porque no puedo dejar de observarla, como quien mira un fenómeno extraño, al tiempo experimento cierta repulsión y eso no me parece compasivo, además mi trasero tampoco se debe ver mucho mejor, pienso.

            El doctorcito cachas sale a recibirme con bata verde y gorrito azul. No hacen juego, constato, y nada más atravieso el dintel, se lo arranca y queda expuesto en bóxer azul (ahí estaba la combinación cromática) y me enseña unos pectorales tan bien puestos que me arranca un suspiro. 


    Usted está muy grave, me avisa, y debo comenzar el reconocimiento sin dilación. No me asuste, le recrimino, sin apartar la mirada de sus abdominales para a continuación bajarla hasta el paquete que marca abultado la fina tela del calzón. Nunca bromeo en mi trabajo, túmbese aquí, me dice serio y yo experimento una comezón que nada tiene que ver con la erupción de mi trasero. Sin quitarme la ropa, me tumbo en la camilla a la espera de más instrucciones. Gracias, Dios mío, porque el doctorcito está de miedo, es un cañón de hombre, santa madonna, que dottore!!

            El médico toma un fonendoscopio y me desabrocha los botones de la camisa. No pienso en lo inusual de que lo haga él, estando yo consciente, porque me da igual: sus dedos son cálidos y suaves. Se inclina a auscultarme y percibo su aroma. Lo reconozco, es un perfume de Valentino, aunque no recuerdo cuál. Me dejo embriagar por la fragancia y cierro los ojos un momento, pero me ruborizo cuando pienso que él va a percibir nítidamente como mi corazón se ha desbocado descontrolado; sin embargo, el doctor no dice nada, aunque me mira fijamente, y yo me pierdo en sus ojos verdes, ay Dios, son de un verde oscuro, casi marrones, y yo aguardo sus órdenes como monaguillo la palabra de Dios.

            Lo miro sin decir palabra y él dice que va a tener que intervenir y se coloca una mascarilla que le oculta la boca tan hermosa. La bocca. Después se coloca unos guantes de látex y me estremezco cuando siento su tacto elástico al rozarme el estómago. Sin pedirme opinión me desabrocha la hebilla del pantalón y lo baja hasta las rodillas. Mientras me mira me excito terriblemente; siento que me arde el rostro y no sé por qué recuerdo la primera vez que Paolo alabó mis gambas y también me ardió el rostro, porque pensé que se burlaba de mí, hasta que me señaló las piernas. Gambas. Desde entonces es nuestra bromita privada, me voy a comer esas gambas.

        Pero il dottore no dice nada de mis piernas, sus ojos se han quedado enganchados en mi entrepierna. Después me pide que me dé la vuelta y observa las ronchas de mis nalgas. De pronto siento frescor en mi culo, está untándome una crema fresquita, pero el muy atrevido la extiende más allá de lo necesario, su mano se desliza por la raja hasta zonas más profundas, lo que me arranca un respingo y un suspiro. Con la escusa del ungüento me toca todo el trasero con suavidad y la excitación me llena por completo. Sus dedos rodean mi ano, lo frotan despacito y al tiempo se inclina besándome el cuello. Me pongo a cien, el cuello me pone a cien. Me doy la vuelta y veo que el macizo se ha desembarazado de la mascarilla y me empuja hacia atrás para besarme con ardor. Desciende hasta el pecho y mis pezones se erizan. Él está totalmente empalmado y le saco el bóxer. Su polla es grande y gruesa. Si la viese Paolo se moriría de envidia. Dottore, dottore, le digo, tengo fiebre, creo que debería ponerme el termómetro. Éste puede servir y le cojo la picha entre mis manos. Él sonríe. Sí, se nota que tiene fiebre, pero la temperatura se toma mejor en la boca, debe introducírselo ahí. Lo hago. ¿Así? Y chupeteo. Así, muy bien, siga, siga, ya está tomando la temperatura, veo que la tiene alta. Me saco el pene de la boca. ¿Y hay remedio, dottore? Esto sólo lo cura una inyección, una buena inyección de penicilina. Oh, vaya, ¿y me la va a poner usted? Por supuesto, no puedo dejar que se vaya sin recibir el tratamiento adecuado. Y de pronto el doctorcito me voltea en la camilla, que protesta chirriando, me saca medio cuerpo fuera y me pone el trasero en pompa. Con la mano izquierda me toca la entrepierna frotando con diligencia y con la otra dirige su polla hacia mí. Me penetra suavemente al principio y después empuja su miembro con decisión. Me retuerzo de placer, la camilla se bambolea peligrosamente. Me muerde el hombro, el cuello y yo no puedo más que gemir dottore, dottore deme más, démelo todo. Siento su polla gruesa, su ímpetu, su deseo salvaje y me dejo hacer mientras yo también me masturbo. Me da palmetadas en las cachas, lo que hace vibrar mi carne y que sienta su miembro más profundo. La locura me arrebata. El momento ha llegado y me corro apretando los labios para no gritar de placer mientras el macizo se aferra a mis nalgas, aún embadurnadas de linimento, y grita a su vez al correrse  mientras empuja dentro de mí varias veces hasta vaciarse entero. Después me unta el semen en el trasero aún colorado y me susurra ¿le ha hecho daño la inyección? Sonrío. Menuda jeringa, pienso. Todavía me estaba sonriendo, con la cara de un niño que se relame con su caramelo,  cuando la enfermera entró en la sala de espera y anunció, señor Antonio García, el doctor le espera. Entré en la consulta.
         ¿Qué puedo hacer por usted?

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