miércoles, 20 de julio de 2011

El Guerrero

Había huido con su morral tras los primeros gritos de advertencia. Sola en el mundo, a nadie debía nada. Corrió a las cuevas ocultas del cerro al que su padre la llevaba de niña para que las conociese. Otros sabían de su existencia, siempre alerta ante las invasiones del Este.

            La nieve había dificultado su avance pero ella conocía bien como llegar a la más grande y laberíntica. Cuando embocó la gruta, ya la oscuridad lo cubría todo y a lo lejos resplandecían antorchas amenazadoras. No quiso ver, no quiso oír. Se introdujo siguiendo las indicaciones tantas veces oídas y seguidas, incluso con los ojos cerrados. Se desvió varias veces de la nave central y se escondió en una abertura disimulada de la pared. Allí se sentó, esperando. En las entrañas de la tierra el silencio era total; hasta allí no llegaban los gritos y el estruendo de la desigual batalla que en la aldea se desarrollaba. La joven se durmió. Cuando despertó, no supo cuantas horas habían pasado. Pero decidió permanecer en el lugar, aunque se levantó y caminó un poco para estirar las piernas. No parecía que nadie más se escondiese en ese mismo lugar, quizás lo hiciesen en cuevas más cercanas: habrían tardado en escapar, quizás recogiendo las escasas pertenencias o reuniendo a la prole. Sintió hambre, cerró los ojos. Pensó en su padre, ya muerto. Pensó en sus consejos y en su mirada melancólica cuando le recordaba lo mucho que se parecía a su madre, a la que ella no conoció, pues murió en el parto. Cuando despertó de nuevo, decidió salir de la cueva. Era de noche otra vez, el silencio era total, no se advertían fuegos ni antorchas. Poco podía hacer, así que se sentó en la boca de la cueva, esperando al alba.

            El sol se asomó por oriente frente a las cuevas. Parecía un día tranquilo y feliz, pero ella sabía que la muerte estaba allá abajo, en su aldea. Se acercó hasta sus lindes con precaución, por si escuchaba los gemidos de los heridos, pero el silencio era total. No entró en la aldea, nada la retenía ya allí. Se dirigió al sur, entre los árboles. Llevaba apenas una hora caminando cuando lo vio.


    Era alto y fornido e iba a pie llevando las riendas del caballo de la gigantesca mano. En la derecha aferraba una corta espada de aspecto pesado y temible. No consiguió ver sus ojos, tapados por la celada del yelmo, pero la boca era hermosa, de labios gruesos y bien delineados, resaltados por la barba y el bigote, cortos y bien cuidados en los que ya asomaban algunas canas. La nariz era recta y todo él emanaba fuerza y sensualidad. La joven se ocultó tratando de ver qué hacía el guerrero. Miraba al suelo siguiendo un rastro. Entonces ella se dio cuenta de que el hombre cojeaba. Él pareció presentir algo porque alzó la cabeza y miró hacia donde ella se ocultaba; ella dio un respingo cuando él alzó la visera. Incluso desde esa distancia percibió el azul acerado de sus ojos. Era un hombre muy hermoso, pero para ella igual era terrible y peligroso. El guerrero siguió caminado y ella aguardó a que se alejase. Tenía mucha hambre, pero la nieve impedía arrancar hierbas o frutos comestibles. Comió un poco de carne seca del morral, con miedo a consumir sus escasas provisiones. Decidió alejarse del guerrero desviándose hacia el suroeste, siguiendo el arroyuelo medio helado. Estaba inclinada bebiendo en sus aguas cuando presintió el peligro. Él la miraba impávido y a ella se le desbocó de miedo el corazón. Se puso de pie de un salto y trató de cruzar el arroyo, pero sus pies se hundieron en la nieve y el hielo y se cayó. El agua estaba tan fría que no pudo ni gritar. Se sintió torpe y estúpida allí caída, atrapada como anguila en nasa. Se levantó y las ropas mojadas y pesadas la arrastraron de nuevo al agua. Él seguía sin moverse, sentado en la grupa del imponente caballo. La joven lo miró impotente y desesperada. Se quedó paralizada de terror cuando él azuzó el caballo hasta el arroyo y con ligereza la alzó tomándola por un brazo. Al notar el contacto, la joven no lo pudo evitar y se desvaneció.
 
            Sintió calor. La tarde estaba avanzada. Un fuego vivo era la fuente de calor y el guerrero comía un conejo que había asado en él. La miró serio. Ella, extrañamente, no sintió ahora miedo. Estaba tumbada y tapada por pieles que suponía del hombre. Se ruborizó al comprobar que no estaba del todo vestida. Su saya gruesa y el manto estaban secándose al lado de la hoguera sobre unos palos. El hombre siguió su mirada pero no hizo ademán de levantarse para acercarle la ropa. Ella se arrebujó en la piel y se levantó. La saya estaba seca e intentó ponérsela sin soltar la piel. Casi lo había logrado cuando la piel cayó y la desgastada camisa reveló sus senos llenos y rosados. El guerrero dejó de masticar pero no hizo ademán de moverse de su sitio. Ella pensó que lo que fuera que viese ya lo habría hecho a su antojo cuando la despojó de las ropas empapadas, así que no era momento de enojarse. Se cubrió con el manto y lo miró orgullosa. La seriedad del guerrero la inquietaba. ¿Por qué se hallaba solo? ¿Dónde estaban sus compañeros? ¿No era acaso uno de los invasores y destructores de su aldea? Se sentó mirando abiertamente al resto del conejo asado pero sin atreverse a pedirle al hombre un pedazo. Entonces el guerrero se alzó y se lo ofreció. Ella lo aceptó e hizo un gesto de agradecimiento antes de comerlo intentando no quemarse. El guerrero seguía observándola y le acercó un cuenco con agua. Después volvió a su lugar. Aún cojeaba. Desató las tiras de cuero de sus polainas y descubrió una herida lacerante cerca del tobillo. El hombre lavó la herida con agua. Su rostro no traslució dolor y aunque la herida era fea no parecía infectada. El guerrero, agotado, se reclinó en otra piel y miró al fuego. Ella acabó de comer, satisfecha, e hizo lo propio. Lo observó desde el otro lado de la hoguera. ¿Quién sería aquel hombre? ¿Por qué no la había atacado? ¿A dónde se dirigía? El guerrero acercó la espada a su lugar, ella vio el puñal en el cinturón. Después el hombre cerró los ojos y se durmió. Ella tardó en hacerlo. Miró el cielo despejado, con estrellas brillantes. El aire gélido le recordó lo precario de su situación. No tenía a nadie ni nada. ¿Era prisionera de este guerrero? ¿La haría su esclava? Dormido, lo observó con atención. Aún era joven pero su rostro reflejaba sufrimiento. El cabello alborotado y castaño era abundante, pero en la cuidada barba ya asomaban las canas. Su piel era firme y sin arrugas, mas no sabría calcular su edad. Suspiró. 

            Cuando despertó, el guerrero había desaparecido y con él el caballo y sus armas, pero le había dejado las pieles que la cubrían y un morral con carne seca. El fuego hacía horas que se había pagado. Había nevado débilmente y casi no se percibía el rastro del caballo. ¡Ahora sí que estaba desconcertada! Y por primera vez sintió ganas de llorar.

            Se puso en camino, de nuevo hacia el sur. Ya no era necesario apartarse del guerrero.  Se sentía triste sin saber muy bien por qué. A mediodía paró para descansar. No se notaban rastros humanos por ningún sitio. Sabía que a otros dos días de camino había una aldea. Esperaba fervientemente que no hubiese sido asaltada por los mismos diablos que habían destruido la suya. La historia se repetía desde hacía cientos de años. Quería viajar más al sur, donde había civilización y de donde los mercaderes traían objetos que ella jamás había visto por allí. La noche llegó pronto y se levantó viento frío del norte. Pensó en el guerrero. Hizo un pequeño fuego y se tumbó en la piel que él le había cedido. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Quizás si hubiese aceptado la propuesta de matrimonio de Urul ahora no se vería en esa situación. Pero ella no lo amaba y nadie podía obligarla, muerto ya su padre. Las suaves pisadas de un caballo sobre la nieve la sobresaltaron. El guerrero había regresado y la miraba impasible. Descendió y lo ató a un árbol. Rompió unas ramas y alimentó la hoguera que chisporroteó  alegre. Se quitó el yelmo. Él se acercó a ella más que nunca y observó sus lágrimas. Echó la piel al suelo y se tumbó a su lado. ¿Por qué había regresado? El guerrero la miró con intensidad. Sus ojos azules brillaban con el resplandor del fuego y ella se llenó de un calor extraño. Se giró hacia la hoguera para que el hombre no percibiese su turbación ni su alegría por su vuelta. A lo lejos aulló un lobo y la joven tembló. Él se aproximó a su espalda y le trasmitió su calor. El guerrero tomó entre sus dedos un mechón de sus cabellos y comprobó su suavidad para acabar acercándoselo a la nariz. Ella se volvió y posó las yemas de sus dedos sobre los labios del guerrero. Llevaba todo el día pensando en ellos, ahora se daba cuenta. El hombre la atrajo hacia si y la besó con ardor. Sus manos enormes rodearon su cintura y la alzaron  sobre él para  no aplastarla. La joven se apretó contra su cuerpo. Él la besaba en el cuello y soltó las cintas de la camisa liberando los senos llenos y turgentes que el guerrero atrapó entre sus labios. Ella se retorció anhelante. Las manos del hombre se deslizaron entre la saya, acariciando las desnudas nalgas. Ella se soltó asustada y el guerrero le habló por primera vez, susurrándole palabras desconocidas. Tenía una voz hermosa, algo grave. La besó de nuevo y ella respondió a sus besos con pasión. Después rodaron y él acarició el vientre de la mujer, alcanzando su entrepierna. La joven abrió mucho los ojos, sorprendida, y él insistió en los besos. Ella se atrevió entonces a acariciar el pecho del guerrero, quien se sacó la piel de lobo que llevaba para que ella sintiese el calor que lo abrasaba. La joven besó aquel pecho que atravesaban varias cicatrices y lo acarició. Él se soltó el calzón y tomó las manos de ella para que lo tocase en su hombría. Ella lo miró interrogándolo y clavó sus ojos en los azules de él. Su miraba era tierna y ansiosa y ella tomó el pene del guerrero entre sus manos y se dejó llevar por su intuición, rodeándolo entre sus palmas. Él gimió y ella notó como aquello crecía aún más. El hombre la observaba y decidió que era el momento. La tomó entre sus brazos y sujetándola por las nalgas desnudas bajo la saya la giró colocándola bajo él. La besó de nuevo, sofocándola, y después miró sus senos, tan hermosos y henchidos, antes de entrar en ella, que se agarró a su espalda, tan ancha y fuerte. La joven ahogó un gemido de sorpresa y se pegó más a él. El hombre se movía dentro de ella mirándola y susurrándole cosas que ella no comprendía. Un nuevo calor se expandía dentro de ella y un instinto tan antiguo como el tiempo la impelía a retorcerse y a mover las caderas en cada acometida. Ahora era ella la que gemía y la que se arqueaba pidiendo más. El guerrero continuó hasta la extenuación y después eyaculó dentro de ella con un gruñido convulso antes de desplomarse suavemente sobre la joven. Ambos estaban cubiertos de sudor bajo las pieles de oso. El guerrero se apartó y la abrazó. Su mirada ya no era huraña, seria ni triste. Sonrió y una pareja hilera de dientes fuertes y sanos la deslumbró. Ella le devolvió la sonrisa y pensó que descubriría la historia de aquel guerrero que le había robado el corazón.

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