martes, 18 de agosto de 2020

Manumitir


Nunca las acompañé a estudiar a aquella biblioteca del campus. No creo ni siquiera que ellas tuviesen tampoco un interés real, pero la rumorología afirmaba que allí acudían los mejores partidos de la universidad. A mí no me interesaban aquellos chicos de jersey sobre los hombros y cinturón de tela patriótica con remaches de cuero. Bien es cierto que las últimas remesas habían incluido personajes nunca vistos -barbas y greñas, incluso algunas rastas en los futuros prohombres de leyes del país-, pero en general, no me sentía cómoda entre aquellos congéneres que un día aplicarían leyes con las que muchos no estaban de acuerdo. Las que somos de pueblo arrastramos siempre cierto complejo de inadaptación, que no de inferioridad: la sensación de que entras en una sala y no vas correctamente vestida, que has obviado alguna norma de urbanidad a pesar de tu educación o estudios. Seguro que no le pasa a Mericia, que además es tan despistada que nunca se percataría si desentona, pero sí a Isaura, que es tan de pueblo como yo. Las niñas de pueblo ocultamos ese miedo a desentonar en ciertos ambientes con una fingida pátina de seguridad que incluye miradas directas y palabras ardientes, pero dentro de nosotras tiemblan los cimientos, siempre temiendo pisar en falso. Nunca me he vestido peor que cuando tengo que acudir a un evento: queriendo ir bien, me disfrazo. Al tiempo, cuando voy en vaqueros y camiseta (cuando así de informal va la cosa) siento asimismo que al resto les queda todo genial y yo parezco una campesina en horas bajas. Leí una vez que se nace con esa cualidad, ésa de saber llevar el bolso en el antebrazo y mover el pelo con sensualidad, la verdad jamás me he visto natural. Y en el lado opuesto tampoco me he sentido segura; cuando veo a gente muy desaliñada, con ropa tan desgastada que ya parece sucia, con camisetas sobre camisetas y la bandolera a rastras, y aún así acompañadas, siempre pienso qué les ven a esas chicas con pelos en los sobacos y el sujetador al aire bajo la camiseta hecha tiras. Será que Dios los hace y ellos se juntan, porque yo no me veo sexy en esa coyuntura, seguro que mi hombre me diría que estoy horrorosa. Así que la verdad es que nunca he tenido un look muy claro, ni pija ni perroflauta, anodina a más no poder, en fin, no aclaro nada que no sepáis. Por suerte vestí de negro durante años, que es un color tan apañao que igual me servía para los pub estilo The Cure, que para ambientes góticos o rockers que para otros en donde triunfaba el minimalista black dress con perlas de plástico a lo Madonna. Hasta que el tiempo pasó y el negro empezó a echarme años encima. Entonces otra vez el follón para vestir. Ya paso. 

A lo que iba, yo no pisaba la biblioteca de Derecho, ¿qué iba a hacer yo allí si estaba llena de niñas de Farmacia con posibles de comprar la concesión a tocateja? Ni iba ni ganas. 

Pero un día conocí a un futuro abogado, un alma descarriada, que las había, claro, y muchos, también de pueblo, cómo no, tan señalado en aquel ambiente como mosca sobre merengue: chupa de cuero con chapas, barba greñuda y aro en oreja. El futuro abogado reparó en mí porque sus dotes deductivas no le alcanzaron para clasificarme en aquel ambiente donde él tenía claro que no iba a encontrar a compañeras de pupitre. El Masma había degenerado mucho, pero seguía siendo un sitio algo cutre pero con buena música. Y yo iba porque me hastiaba la zona vieja cuando mis compis se ponían transcendentes con la política a todas horas, que también cansa, y arreglar el mundo sentada día tras días tres horas o cuatro, sin coqueteo, sin baile y sin risas, era un aburrimiento, que qué pesados los tíos, ni pensar en follar siquiera, todo politiqueo a todas horas, qué poco sex appeal, por Dios. Yo creo que echaban un polvo al alba si se terciaba por puro cumplir, si el alcohol y los porros se la dejaban empinar. No es que yo fuera buscadora de alegrías erótico festivas a todas horas, que entonces aún creía en el enamoramiento, pero cuando te pasas meses escuchando la misma cantinela acabas pidiendo una noche de citas con un hombre sin ínfulas, fontanero o reponedor del Froiz, yo que sé, no era fácil eso entonces en la ciudad milenaria, donde todo el mundo se creía un cerebrito; ahora debe pasar lo mismo con los youtubers e instagramers, todos piensan que van a arrasar. Recuerdo una noche en que en una de esas escapadas por la zona nueva, en un pub de aquellos de diseño y copas caras que compartíamos entre tres porque no nos daba el presupuesto para más, un fulano me preguntó después de echarme la chapa de Yo Yo Yo Yo Yo, qué estudiaba y le dije que no, que era cajera en el Claudio y no veas la cara del tipo, le faltó poco para irse por piernas. La realidad es la que es. Y el tipo un prepotente que no había quien lo soportase. 

Pero volvamos al futuro abogado. Me percaté de que vivía en la ambivalencia, lo olí al minuto dos. No soportaba a las pijas de pupitre, a las que consideraba caprichosas y consentidas, pero se moría por echarles un polvo, incluso por emparentar si papá tenía despacho propio. Pero ellas huían de él como de la peste. Y por otro lado, su condición de hijo de campesinos esforzados que habían conseguido mandar al primogénito a la universidad pública para sacarse el título de letrado, lo vinculaban al orgullo de la tierra, del esfuerzo y el sacrificio. Bien podría ligar con compañeras humildes, como él mismo, que las había y bastantes, pero la mayoría estudiaba muchísimo para no perder la beca y no prestaban atención al macarra que no se sabía si acabaría la carrera o plantaría en cuarto al arrastrar un montón de pendientes (de Romano no se libraba). Esas chicas acabaron siendo casi todas juezas años más tarde. 

Me abordó, pues, por inclasificable. Y yo lo escuché por curiosidad, que es la madre del erotismo. No recuerdo de qué hablamos. Sé que empezamos por la música, porque yo bailoteo (aunque sea un pub no puedo evitar mover aunque sean los pies). No conocía a la mayoría de los grupos que citaba, muy de culto (confieso que como me gusta bailar siempre me tiró la música disco y el funky pop, aunque en casa también escuchaba en ocasiones jazz o folk u ópera, pero no si salía de marcha). El chico tenía un punto tierno que me atraía, pero ya estaba claramente algo bebido y siguió consumiendo cerveza y fumando costo, y yo tengo un problema en los pubs y discos y es que con la música alta no consigo seguir la conversación porque no oigo nada, pero nada de nada. En las conversaciones de a tres desconecto directamente, no me entero. Y en las de dos, cuando ya les falla la articulación y se pegan a tu oreja y se arriman medio cayéndose me corta toda libido. Empecé a responder con monosílabos y a apartarme, y entonces su actitud cambió. No sé qué resorte se activó en su cerebro porque empezó a decirme que nos creíamos muy libres, pero que yo era como todas y estaba mediatizada por mi educación judeocristiana, y que me creía muy liberal, pero era hija del burgués-patriarcado. Y que el sexo debía ser libre y consensuado. Y que si yo fuese libre y hembra y no una cuentista me iría con él a la cama sin promesas ni prejuicios. 

Le respondí que tenía razón en todo. Pero que cuando yo ejercía mi derecho al sexo libre y sin promesas, esperaba al menos que hubiese una promesa de sexo. Me miró sin entender, le dio el punto y se largó del Masma trastabillando y dejándome en la barra mientras mi amiga me interrogaba con la mirada por la escapada. 

Increíblemente, lo reconocí en una foto del periódico una década más tarde, ya sin chupa y sin arete, sin pelo, pero con la misma barba. 

Y entonces, no sé por qué, acudió a mi mente aquella tonadilla que se cantaba en la ciudad de las piedras milenarias: 

Viva el derecho romano, que al esclavo manumite y a la esclava mete mano.

Manumitir: vb. Dar libertad al esclavo.

Uol

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu opinión me interesa. Es tuya.