Caminaba con cierta
desgana delante de mí. No pasaba de 1,60 de altura pero tenía buen equilibrio
en sus proporciones, tirando a delgada, con un moreno de piel que hacía pensar
en sesiones de rayos uva antes que en baños de sol a la orilla del mar; el pelo,
largo y teñido del consabido rubio con mechas, sujeto a medias en cola de caballo,
el resto suelto. Vestía short deportivo y camiseta de tirantes negros. Por ello
pude apreciar el brazo derecho casi enteramente tatuado con cerezas, flores y ramas.
Se giró y brilló el piercing en la nariz. Hace unos años pensaba que una
chica que llevase ese look sería una
mujer atrevida, segura de si misma, progre, liberal, independiente, con
preocupaciones culturales, a la que poco importasen convencionalismos y
opiniones mass media.

Pero hace
tiempo que me percaté de mi error. Sólo hay que ver las calles de nuestras ciudades.
Y, en fin, programas de Tele5.
La chica de treinta
años caminaba lentamente por el paseo de tierra en el que mal que bien gastamos
zapatilla los que no queremos ser sedentarios del todo. Un hombre de unos
cincuenta que hacía estiramientos en un puentecillo giró discretamente la
cabeza para ver su retaguardia. Sin glúteos,
pero bien, como mandan los cánones actuales. Ella no se percató. Yo hacía unos
minutos que había aminorado el ritmo para no rebasarla y apreciar la estampa. Me
fijé que estaba enfurruñada, o era de gesto adusto, con ese rictus bucal de perpetuo
cabreo. Sí, lo pensé, lo confieso, otra choni
que va de rompedora y es una conservadora tradicional de cuidado. A veces los
pensamientos que dejo a la deriva son algo prejuiciosos, es cierto.

En esto
estaba, el de cincuenta rebasado (supongo que a mí no me miró, no encajo en nada en la descripción anterior), cuando me di cuenta de que la joven no iba sola.
Como veinte metros más adelante un chico de su edad con buena barriga, chándal
descolorido, calva prematura y ojeras, amén de un chiquillo subido a un
triciclo remedo de bici, la esperaban. El niño tendría tres o cuatro años, era muy
menudo. La madre llegó a su altura, la pareja avanzó junta pero sin hablarse y
el niño quedó atrás. Ella se giró y la oí por primera vez, ¡Igor, coño, no te pares, joder! A poca distancia de ellos y sin
mirar abiertamente me paré en una barandilla fingiendo que estiraba los sóleos.
El niño no se movía, portaba un casco gracioso y repetía el gesto enfurruñado
de la madre. El padre avanzaba, desentendido de la escena. ¿Quieres venir? ¡No tengo todo el día! Como el chaval seguía en sus
trece, la joven se acercó y tiró del manillar. Entonces ocurrió, y hasta yo, de vuelta de tantas cosas, me
sobresalté. ¡Déjame, puta!, le gritó.
Tres o cuatro años, la criatura. La madre le soltó un sopapo en toda la cara y
se marchó. La pareja siguió a su aire, el niño atrás, llorando sin llorar. Yo,
derrumbada. ¡No hay esperanza para este pueblo en la tierra, para nadie en esta
humanidad! ¿Qué escuchará ese niño en su casa, en su ambiente todos los días?
Niños de tres años que patean a sus madres y las llaman putas; madres que insultan a sus hijos (idiota, subnormal), padres que o pasan de todo o los insultan
también (cabrón, fillo de puta le oí
hace poco decir a un padre a su hijo de siete años en plena acera), incluso los
hostian.
Renuncio, renuncio.
Regresé a casa con el
alma herida y los ojos empañados.
Uol