jueves, 28 de febrero de 2013

Distancia

     Me lancé hacia ti como el borracho a la botella. Con la osadía del alcohol y la desesperación del deshauciado.
Pero estaba la barra del bar separándonos. Todo el aire separándonos.


Sólo veo gente extraña en los lugares del pasado. 
Y me pregunto ¿habrá algún otro sitio dónde vivir?

Uol

Música: Quiero beber y no olvidar, by Manolo Tena




lunes, 25 de febrero de 2013

Qué será...


Qué será ser tú.
Éste es el enigma, la atracción sobrecogedora
de conocer, el irresistible  afán de echar el ancla
en ti, de poseerte.

Qué será la perplejidad de ser tú.
Qué, el misterio, la dolencia de ser tú y saber.
Qué, el estupor de ser tú, verdaderamente tú y,
con tus ojos, verme.

Qué será percibir que yo te ame.
Qué será, siendo tú, oírmelo decir.
Qué, entonces, sentir lo que sentirías tú.

Ana Rossetti: Punto Umbrío  (1996)


Música: Meno Ektos by Eleftheria Arvanitaki.

jueves, 21 de febrero de 2013

Desencuentros

      Siempre he temido los malentendidos. Una palabra callada, una llamada no efectuada o perdida, una carta extraviada, un mensaje borrado... pueden cambiarte la vida. Eso he pensado siempre, no sé muy bien por qué. O quizás, sí, quizás es porque tuve que tomar decisiones muy pronto en la vida. Pero ¿quién no? No parece muy significativa la causa.

Un malentendido te lleva a doblar una esquina que no pensabas cruzar; un malentendido hace que calles, ofendida, una explicación que lo aclararía todo; un malentendido desencadena que no admitas una excusa. Y ese malentendido se mezcla como una pasta con el orgullo, y esa argamasa provoca que ya nada sea igual.

Muy peliculero, lo sé. ¿Por qué nació en mí este afán? Repito que no lo sé, pero en los
films donde tal cosa sucede (que son numerosos debido al buen juego que da, cinematográficamente hablando) me paso la película recriminándoles mentalmente a los personajes ¡no, no, no hagas eso, dile aquello! Pero ¿por qué te callas?, vete allí, díselo… con una impotencia que me hace retorcerme en el asiento. Mis acompañantes me dicen, cuando después comentamos el argumento y yo insisto en su torpeza, es que si no, no habría historia. ¡Vaya gracia! Tu vida al garete para que el guionista tenga su historia.


Pero no todo es negativo: esta obligación de huir del malentendido y del desencuentro me ha hecho directa, todo lo directa que quiero ser, que suele ser mucho. Mis amistades me dicen que en realidad soy opaca como cortina de Velux, lo que sugiere que soy directa de quita y pon, es decir, cuando me interesa, ¡menuda novedad!

Supongo que lo que me inquieta es que en el malentendido hay una evidente falta de control de tus decisiones, ofuscados como estamos ante una situación que nos desborda.

La última película que me ha hecho pensar en esto es Pollo con ciruelas, de Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud. (Este enlace remite a un vídeo de Días de Cine y habla de la peli)

Pollo con ciruelas, de M. Satrapi y V. Paronnaud


No va de tiros.
No va de finales felices.

Va de la vida, a veces se ríe, a veces uno se retuerce en la silla; a veces se llora, se ama, se sueña, se espera, se odia, se desprecia y se libera. Pero toda la obra tiene un toque de humor que la hace grata.

Aunque al final os preguntaréis como yo ¿Por qué ella no dijo nada?

Y responderéis como yo: ya todo estaba perdido. 
¿O no? 

Uol

domingo, 17 de febrero de 2013

Verbena


     Hoy he experimentado un viaje en el tiempo. Me sucede a menudo, no creáis en lo inusitado del caso. En esta ocasión el prodigio vino de la mano de uno de mis tíos. ¿No os he contado que pertenezco a una populosa familia? Bueno, ya os iré contando; de ahí proceden la mayoría de mis historias. Ellos me consideran la cronista de la familia, la memoria con patas de la casa, ¡mal saben ellos dónde escribo yo sus memorias! En fin, deciros de momento que el mayor de mis tíos podría ser por edad mi abuelo y el más joven es apenas nueve años mayor que mi hermano primogénito.

El caso es que había ido con uno de mis hermanos a pasar el fin de semana al pueblo para visitar a mis padres, pero en la mañana del sábado mi hermano tuvo que regresar a su casa por un percance familiar (niño+bibicleta+cuesta abajo+bache=visita a emergencias), nada grave por fortuna. Como resultó que todo quedó en susto, sangre en rasponazos, parches cutáneos cicatrizantes y orgullo herido, no lo acompañé y me quedé en el pueblo, pero sin vehículo para el regreso. Uno de mis tíos intermedios se ofreció gustoso a traerme de vuelta a mi casa, dijo que así aprovechaba para visitar a un amigo e incluso ir de chatos con él.

El coche de mi tío tiene sus años, pero está curioso, pulcro para un vehículo en el que lo mismo suben personas que perros o sacos repletos de algo. Acorde con el coche está el equipo de música. ¡En fin, qué deciros a los que sois muy jóvenes! Mi tío tiene un radio-cassette. Fue subirme y sentir el impulso de empujar el cassete que había puesto. Quería saber qué cinta estaba escuchando él. Y entonces sucedió, el salto en el tiempo.



Me vi de pronto en la verbena del pueblo, de cualquier pueblo pequeño, cien vecinos bailando delante del palco de la música, que no era entonces un camión con escenario integrado, sino un palco con planchada de cemento y techo de uralita. Y dentro del palco cinco o seis músicos de camisa brillante, trompeta, saxo, batería, guitarra. Y la cantante/bailarina de rigor: minifalda de tubo, taconazos de plataforma, top de lentejuelas escotado, tetuda, maquillada como una puerta, haciendo gracias a los paisanos. Y me vi allí delante, con mis coletas, mis calcetines blancos hasta las rodillas, mis pulseras de plástico de colores, moviendo con el baile los volantitos del vestidito que seguro estrenaba para la ocasión y esquivando a los brutos de primos y amigos con sus petardos y su vocerío y sus carreras alrededor nuestra para darnos un inequívoco empujón de megustas/notesoporto.

Porque aquella canción, de la que hay versión actualizada, tiene ritmo y sonido de verbena de pueblo, de pueblo pequeño. Porque hoy suena esa canción en cualquier verbena; da igual que los jóvenes vayan a la disco más cool el sábado, el domingo estarán en la verbena de su pueblo bebiendo hasta ponerse morados para luego bailar agarrados entre ellos esta canción, borrachos y/o ciegos de porros. Y empujarán a las chicas en sus vueltas. Y las novias los agarrarán del brazo, ¡Cómo estás, Kevin! No te vuelvo a traer a mi pueblo; ¡Qué espectáculo estás dando, Brayan Michael, nos miran mis vecinos!

¡Y la letra! ¿Qué me decís de la letra? ¡¡¡¡Pá matarse!!!! La letra no tiene desperdicio. Estudio sociológico haría yo de esa letra ayyyyyyy… verbena, pura verbena. Mozos vociferando TE COMPRO TU NOVIAAAAAAAAAA!!!!!

Miré con cariño a mi tío. Contigo viajo en el tiempo, le dije. Creo que no entendió nada. Pero me sonrió.



Música: Te compro tu novia, de Ramón Orlando.
(Oídos delicados: abstenerse, no me hago responsable)


jueves, 14 de febrero de 2013

¡Feliz San Valentín!

 Como por aquí recala gente de variado pelaje jejeje, os dejo dos opciones opuestas sobre la visión de este día.

Para los que estáis en plena fase de enamoramiento, para los que seguís enamorados, para los que creéis en el amor, aquí tenéis una imagen que reproduce ese sentimiento:

Gallo enamorado

Algunos dirán que en realidad el gallo hace el gili para poder  mojar, sí, sí, es otra visión del asunto. 

A los que les da dentera lo del Día De Los Enamorados con parada en centro comercial, curiosead en este vídeo (aunque ya tiene un tiempo y a lo mejor lo conocéis). Nada que ver con lo anterior, ¿no?
¡¡¡Es lo que hay!!!


Pero, en definitiva, a tod@s, ¡feliz Día De Los Que Aman!





martes, 12 de febrero de 2013

Doña Carnal y don Cuaresmo

Marinero y querida (1922/23)  by Otto Dix.

− ¿Te ha gustado?
− ¿No te lo parece? –dice ella estirándose sensual y satisfecha.
El hombre sonríe, pícaro.
Ella lo mira, divertida.
Él cierra un momento los ojos y ella aprovecha para observarlo, golosa. Apenas unos minutos en un silencio placentero hasta que él se levanta y hace ademán de buscar su ropa.
− ¿Te vas? –le pregunta ella disimulando su desazón.
−Por desgracia, tengo obligaciones.
−Ya… Sí, las malditas obligaciones. Pero, ¿no prefieres quedarte aquí y seguir retozando?
Él la mira y sonríe mientras niega con la cabeza.
− ¿Nos vemos mañana?
− No sé si podré…−se excusa él disimulando su naciente irritación.
− Jugaremos. Yo seré la viudita afligida y tú tendrás que consolarme –se enroscaba mimosa entre las sábanas.
Él hizo un gesto inquisitivo.
− ¡Es miércoles de carnaval! ¡El entierro de la sardina!
aclara ella¡Anda!.
El hombre sostiene ya la ropa en sus manos.
− ¿Puedo ducharme?
− Claro, hay toallas limpias en el armarito.
Sale del cuarto y ella se estira en la cama perezosa y sensual.

¡Joder con don Cuaresmo! ¡Que todavía no ha acabado el carnaval!

Uol

Música: Dynata by Eleftheria Arvanitaki


domingo, 10 de febrero de 2013

Espumoso


- Oye... ¿y qué tal anoche?
-Bueno...
-¿Que pasó?
- Era un hombre espumoso.
-¿?
-Mucha  espuma que se evaporó al instante.

Uol

miércoles, 6 de febrero de 2013

sábado, 2 de febrero de 2013

La matanza

La matanza


  El día anterior oyó cómo afilaban los cuchillos. Sabía que eran los utilizados para descuartizar el puerco. El otro, el largo, el decisivo, lo traía el “tío” Eladio, el matarife, que tenía sus propios utensilios y no se fiaba del cuchillo de nadie. A ella le daba miedo, tan largo y con la punta ligeramente rematada en curva, más le parecía estoque de torero que cuchillo de matarife porquero.


Las mujeres iban y venían, abrillantando cacerolas, lavando tinas de cinc, preparando la cuerda de atar los chorizos, engrasando la picadora de la carne, pelando patatas, cortando coliflor y cambiando el agua de desalar el bacalao para la comida. La carne la sacarían del propio cerdo: las costillas, la zorza fresca, las filloas de sangre.


Ella se escondía cuando llegaba el momento. Los chillidos del marrano se le incrustaban en los oídos, el animal se resistía, lo sabía, pero nada podía hacer ante los poderosos brazos de cuatro hombres que lo sujetaban al banco de la matanza. La vida se le escapaba en cada chillido y ella pensaba que si un irracional se aferraba así a la vida, qué no haríamos los humanos. Sabía que su tía Caridad estaría con el caldero bajo la garganta del cerdo recogiendo la sangre y que Paca les llevaría a los hombres, tras los últimos estertores, vasos de aguardiente. A ella le perdonaban su aprensión por ser la pequeña de Dolores, pero entre dientes decían que era una débil, que salía a las mujeres de la rama paterna donde había dos monjas y una costurera de señoritas.


A ella le daba igual lo que opinasen sus bravas tías, sabía que la tenían consentida por la prematura muerte de su madre, la hermana pequeña de esas cuatro mujeres arrojadas y valientes que habían sabido sacar adelante la granja, las tierras y la casa. Los hombres que eligieron para sus vidas eran hombres sensatos y trabajadores, nada apocados, que las  contentaron en la cama y en la vida. Y ellas debieron hacer bien las cosas, porque nunca se les oyó a ellos queja alguna de sus duras vidas. Mimaron a la pequeña Dolores, que se casó con un escribano apuesto pero algo mujeriego, y tras la muerte prematura de la mujer por peritonitis aguda, la pequeña Carmiña quedó a cargo de las tías, pues el padre se perdió en un cargo público sin demasiados brillos en la capital de provincia, y sólo mandaba dinero para la nena, que creció entre sus ruidosos primos sin conocer demasiado al padre más que por la foto de la boda de sus padres y por las esporádicas visitas en su onomástica aprovechando las fiestas del pueblo.


Los chillidos del cerdo excitaron hasta el paroxismo al segundo puerco, que la casa era grande y se mataban dos buenos ejemplares de ciento y tantos quilos, sacaban buenos untos para freír todo el invierno. Ella notaba el nerviosismo del segundo, el pobre sabía, percibía el peligro que se le venía encima y a ella aún le daba más pena que el primero, al que la muerte lo había pillado desprevenido. Y aunque ya hacía tiempo que había pasado la época en la que jugaba con los lechones y les echaba las mondas de las manzanas y chapoteaba con ellos en el barro, aún así le daba pena la suerte de los marranos. ¡Pero los lacones bien que te los comes! le recriminaba la tía Julia,  ella tan práctica,  ante sus escrúpulos. 



Decidió perderse por las fincas traseras hasta el bosquecillo que bordeaba el río. Aún allí se escuchaba la agonía porcina, pero amortiguada por el rumor del río crecido y los pájaros, también el graznido de algún cuervo. Pensó en su vida y en qué iba a hacer ahora que había rechazado la petición de relaciones de su primo segundo Servando. No iba a quedarse como sus tías en el valle, explotando los terrones que daban cada vez menos para una familia que crecía exponencialmente. Su primo José Antonio, el mayor de Paca, ya tenía un par de gemelos, y Rosa, la segunda de Julia, estaba preñada del tercero. Quizás debería irse a vivir definitivamente con su padre y su nueva esposa a la capital. Eso le decía cuando se enfadaba su tía Lina, que era casi siempre, pues era de natural hosca y huraña. 

Regresó del paseo, debía ayudar en la cocina. En el patio trasero, un mozo desconocido juntaba haces de centeno para quemar las cerdas de los dos gorrinos. Lina y Julia preparaban agua tibia en un barreño para cepillar los cueros de los bichos y lavarlos. Se quedó mirando para el joven. Hablaba con el “tío” Eladio. Es su ayudante, apuntó su tío Enrique, el más divertido de los esposos de sus tías y le guiñó un ojo. Su tío Enrique la quería mucho porque la tía Caridad y él no habían logrado concebir y era para ellos más hija que sobrina. Ella le hizo un mohín cariñoso y el tío sonrió antes de ir a recoger los cuchillos para el despiece. El mozo tenía el pelo rojizo claro de los montañeses y unos brazos nervudos y fuertes de vello trigueño que la camisa remangada dejaba visibles. Sus movimientos eran armónicos y se movía alrededor del matachín y de los cerdos como en un baile orquestado. El pantalón de paño oscuro se veía limpio pero gastado, y el calor del fuego encendía sus mejillas ya un poco coloradas, como las de los montañeses claros. Ella observaba con atención las operaciones de quemado como si no las conociese de memoria, y el mozo acabó por mirarla de reojo. Ella respingó interiormente, tenía los ojos grises, el mozo, como los montañeses. Ella que se burlaba siempre de los roxos, aquellos chicos brutos y coloradotes, tan sanos como manzanas, tan pecosos y pelirrojos. Ella, que nunca aceptaba sus bailes en las verbenas, se quedó clavada ante el rostro sereno del ayudante del “tío” Eladio.


 Acabada la operación, Lina y Julia querían lavar los marranos, pero el joven se ofreció y tomó el cepillo de cerdas y se dispuso a hacerlo con movimientos enérgicos. Los hombres miraban, Paca sirvió vino caliente. Llegó el momento. Pusieron los cerdos en los bancos inclinados y separaron las patas traseras con un madero que las abría; ahí sujetaron un gancho y pasaron la cuerda por la roldana y tiraron. Primero uno y después el otro, los cerdos quedaron colgados cabeza abajo. Ella odiaba ese momento. El “tío” Eladio  hizo un tajo certero y fuerte en el abdomen de los animales y un vapor cálido salió de sus exánimes cuerpos abiertos. Ella sintió náuseas, las tripas azuladas estaban a la vista y el tío Pepe las sacó para una tina. El hedor la alcanzó y las arcadas fueron evidentes. Frente a ella, el mozo la observaba y ella disimuló su malestar entrando en la cocina. Notó más náuseas e inexplicablemente sintió vergüenza de parecer tan endeble frente a aquel joven. ¡Pero a ella qué más le daba qué pensase aquel colorado! ¡Qué importaba que le acabase de demostrar que no valía para el trabajo en la granja! Decidió no volver a salir al patio, se sentía avergonzada, no sabía muy bien por qué. La tía Caridad removía el caldero de la sangre para que no se coagulase y ella sufrió de nuevo arcadas. Subió a su cuarto, atribulada. Definitivamente, aquello no era para ella, se iría con su padre, a pesar de que extrañaría a las tías y tíos y a todos los primos.
 

Se recompuso a tiempo de ver como Paca y Lina daban los últimos toques a la comida. Los cochinos enfriaban colgados en el patio, y el tío Fuco mandaba callar a los perros, que tuvieron que encerrar en la leñera, y que no paraban de ladrar excitados por el olor de la carne y la sangre.


Les llevó unas toallas a los hombres, que se lavaban en el patio en una palangana. El mozo se quedaba también a comer.

− ¡Buen ayudante te has agenciado, Eladio! –comentó el tío Enrique, y ella estuvo segura de que lo había dicho con intención.

− ¡Lástima que no quiera aprender el oficio –se lamentó el matarife−, tiene buenas manos y mejor ojo!

− ¿Tú no conocías a Santiago, verdad? Es el ahijado de Eladio.

− Hijo de mi prima Engracia− apuntó el hombre−. Siempre nos hemos llevado muy bien, es mi única prima. Pero este mozo no quiere seguir la tradición. Trabaja en una serrería.

Tuvo la impresión de que todos la miraban menos él.

− Bueno, cortar madera y cochinos no debe ser muy diferente ¿o sí? ¿Te gusta la madera?

Él  la miró un segundo desconcertado y frunció el ceño.

− Soy contable.

Todos rieron atacando los trozos de bacalao y las patatas cocidas, y ella se ruborizó hasta las raíces del pelo.

− ¡Ah!

No dijo nada más. ¡Maldito el montañés! ¿Por qué se sentía incómoda?

− El chico ha salido listo, ha estudiado en el Seminario, pero no quiere hacerse cura ¡vete a saber por qué! –el “tío” Eladio la miró jocoso y ella volvió a ruborizarse. ¡Por Dios! ¿Pero qué le estaba pasando? Se levantó de la mesa con la excusa de acercar otra botella de vino y descubrió que el mozo aún estaba más ceñudo que antes. 

Comió en silencio sin mirar a nadie en concreto mientras todos parloteaban y bebían generosamente.

Tras la sobremesa ella se refugió en el fregadero mientras sus tías iban a lavar las tripas al arroyo. No soportaba ese olor a excrementos ni el agua congelada en las manos. Dejarían que los cerdos enfriasen bien antes de despiezarlos de todo. Después tocaría picar la carne y hacer los chorizos, quizás pasadomañana. A ella la ponían a atar, pero a veces ni eso, la mandaban a ayudar en la cocina. Todos los invitados se quedaron a la cena. Ella no vio a Santiago hasta entonces. Tenía puesta una camisa limpia y se había peinado con raya al lado, o eso había intentado, porque según se le iba secando el pelo, el cabello ensortijado iba recuperando su natural ondulación. 

Esa noche, desvelada en su cama, pensó en el mozo. Callado, serio, bien parecido, contable. ¿Por qué había aparecido de repente? ¿Habría sido la tía Paca la casamentera? ¿O quizás Lina, tan malhumorada ella, que quería endosársela para que no fuese una boca más que mantener? También podría ser Julia, esa mujer no daba puntada sin hilo. Caridad, no, para Caridad era una hija, no la alejaría de ella. Le daba mucha rabia, todos parecían confabular contra ella, y sobre todo él, ese panocha que seguro se estaba prestando al juego, montañés apocado, melindroso, ese timorato que acepta que le busquen novia.

Cuatro días después lo encontró en el fumeiro. La había mandado allí la tía Caridad para que comprobase que el ahumado de los chorizos seguía su curso. El galpón estaba alejado de la casa, la finca era grande. La casita era muy chica. El fuego se mantenía constantemente, estaba oscuro y olía intensamente a humo y a embutido.

− ¿Qué haces tú aquí? –le increpó sorprendida.

− Te esperaba− respondió él sereno.

− ¿Para qué?

− Para verte.

− Pues ya me has visto.

− Gano 700 pesetas. Espero mejorar pues el señor Luciano me va a recomendar para trabajar por las tardes en una gestoría. Mi madre nos acoge en su casa, pero si prefieres alquilaremos una en la villa. Tengo 26 años, soy limpio, no abuso del alcohol y no soy jugador. No soy mucho de misas ni de curas, pero cumplo con el precepto anual y podemos casarnos en la iglesia que prefieras; supongo que querrás hacerlo aquí, pero si optas por la capital, con tu padre de padrino, será. 

Ella se quedó boquiabierta. No sabía si ponerse a gritar de rabia, si abofetearlo o salir corriendo. 

− ¿Y ya está? –dijo sin embargo.

Él calló esta vez.

− ¿Y ya está? – repitió ella y le enfrentó la mirada.

– Hace dos años, por tu santo, estrenaste un vestido blanco con flores rojas. Tu tía Caridad te lo hizo algo corto y se habló de ello en la taberna. No te lo has vuelto a poner. Me gustaría vértelo puesto de nuevo, para mí, sólo para mí. No pienso en otra cosa desde entonces. Cuando te ríes echas la cabeza tan atrás que da miedo. Te saqué a bailar dos veces en las fiestas de san Benito, pero me diste calabazas y bailaste, sin embargo, con Etelvino, que ni tiene ritmo ni sabe lo que es un compás.

Carmiña soltó una sonora carcajada y efectivamente el cuello pareció desencajarse del tronco.

Fue entonces cuando Santiago se levantó de la banqueta de madera y la acalló con un largo beso. Sus manos asieron su cintura, subieron por la espalda y alcanzaron el fino cuello de Carmiña. Fue un beso mareante, quizás aquí falta oxígeno, pensó la muchacha. Pero Santiago no cesó en el beso mientras sus manos acariciaron delicadamente los pechos de la muchacha. Ella no se soltó. ¡Qué rico todo! Sólo cuando él llevó las manos de ella hasta su  polla erecta dio Carmiña un respingo y lo miró. Los ojos de Santiago brillaban lobunos en la oscuridad.

− También tengo esto, tú me dirás si lo quieres ahora o más tarde. Pero si es más tarde, tendremos que casarnos pronto, porque yo ya no puedo seguir así.

Carmiña quedó perpleja, por la protuberancia prometedora, por el desparpajo del montañés y por su propia osadía.

Lo miró, se giró y pasó el pestillo a la puerta.


Uol

Dedicada a Ulyses N.