Eros se manifiesta a diario. Ciertas personas necesitan guiarse por un sencillo programa de mano (libre)
miércoles, 27 de julio de 2016
miércoles, 20 de julio de 2016
Amargura
Yo también me canso a
veces de ser educada, mesurada y encantadora. Y la madre de María Elena es un
bicho. Y me harté.
―¡Con lo amigas que
erais Marielena y tú...! ¡Y ahora no viene nada por aquí!
―Bueno, pero hablamos,
ya sabe que ahora tenemos Facebook y WhatsApp.
La madre de María Elena
torció la boca.
―Ya, pero tú vienes a
ver a tus padres, estás con ellos, y Marielena... si viene en Navidad ya es
mucho. Ahora dice que sólo tiene veinte días de vacaciones y que se van a
Praga. Pero digo yo que no estarán allí veinte días, ¿no?
―Bueno, yo vivo cerca,
es distinto ―intenté echar un capote a
mi amiga. María Elena puso los pies en polvorosa en cuanto pudo y se quedó a
vivir en Madrid cuando aprobó las oposiciones a Correos. Después se casó y allí
se estableció.
―Podría haber pedido el
traslado si quisiera... pero, claro, no mira por nosotros.
La madre de María Elena
es un bicho, ya lo he dicho. No soporta ni admite que nadie se divierta y sea
feliz. Y comprendo que mi amiga pise lo mínimo la casa paterna.
Cuando éramos niñas y
nadie en el pueblo se planteaba que existiesen pederastas ni raptores de niños,
y los coches no eran una amenaza hostil, los niños jugábamos solos toda la
tarde en El Campo (qué nombre redundante para lo que ya era campo: una
explanada en medio de un ámbito rural). Con siete u ocho años saltábamos, trotábamos, jugábamos a fútbol,
al escondite, con la bici... niñas y niños revueltos toda la tarde de verano,
sueltos, libres... acabábamos sudorosos, sucios y felices como animalitos domésticos.
Nuestras madres refunfuñaban cuando nos restregaban en el baño nocturno, pero bien se veía que estaban satisfechas de
que acabásemos agotados y rendidos y nos durmiésemos sin demora tras el
Cola-Cao con galletas, ellas liberadas de nosotros toda la tarde y nosotros sin
su presencia constante; ya los niños de 12 ó 14 años nos vigilaban más o menos
y los hermanos mayores que también se unían a nuestras travesuras: hay una edad
en la que un adolescente es niño y es casi joven, tanto cae para un lado como
para el otro. Y en los pueblos la diferencia de edad no limita los ambientes
tan a rajatabla como en la ciudad, sobre todo entre hermanos. Igual jugaban a
las carreras con nosotros como se largaban a ver revistas sospechosas con los
más mayores.
La madre de María Elena
no quería que su hija se divirtiese. Comprendí esto muy pronto, cuando con
siete u ocho años jugábamos a la comba, con las muñecas, al fútbol, a la goma o
robábamos el cassette con auriculares
de mis hermanos mayores para escuchar música y hacer coreografías en El Campo.
Cuando las risas de María Elena se alzaban entre el griterío, cuando ella
mostraba su sonrisa más feliz, indefectiblemente su madre se asomaba a la
ventana y gritaba Marielena, sube a casa.
Pero mamá, es muy temprano. Que subas, te
digo. Al principio nosotras
intercedíamos, un poco más, doña Benilde,
y María Elena se hacía la remolona. Pero
poco a poco mi amiga dejó de protestar, siempre supuse que hubo algún sopapo de
por medio, y bajaba la cabeza y se iba a casa una hora antes de que nuestras
propias madres nos llamasen para recogernos, bañarnos y cenar. No, no era que
María Elena tuviese que regar las plantas, o ir a por agua fresca a la fuente, o a por leche a casa de doña
Isolina, que tenía dos vacas, no, era para joder. Y punto. Doña Benilde no soportaba
que su hija se divirtiese y fuese feliz. Entonces yo no me daba cuenta, claro, sólo pensaba que la
madre de María Elena era rara, muy severa, incluso pensaba que era mala. Ni se me pasó por la cabeza
preguntarle a mi madre por qué doña Benilde no dejaba jugar a su hija en paz.
Los niños no se preguntan esas cosas. Pero me daba cuenta de que en casa de
María Elena no había risotadas como en la mía, no había carreras para atrapar
el trozo de chocolate más grande, no había empujones por el último helado, por
el sofá más cómodo; a la hora de la siesta su madre no amenazaba en broma con
la zapatilla en la mano para que estuviésemos callados y los dejásemos dormir
(pienso yo ahora que otras actividades más placenteras hacían mis padres en
aquellas largas siestas de verano) y mis hermanos y yo protestábamos, pero después
yo me enfrascaba en mi libro de Mujercitas
y soñaba con ser Jo, pero no me casaba con el hombre feo, el preceptor extranjero,
sino con Laurie, que para eso era el guapo, y los amigos son el amor, ¿por qué
no se va uno a casar con su mejor amigo? Y Mateo se iba a su cuarto a hacer
mecanos y los mayores escuchaban música con los auriculares o escribían a
aquellas novias epistolares de la universidad. En casa de María Elena todo era
rígido y polvoriento. Pero muy pronto dejamos de ir a su casa a merendar o a
jugar.
A los quince años ya
tenía yo otro conocimiento, es evidente. María Elena ya no protestaba. Todas
teníamos nuestras luchitas con nuestras madres para que en verano permitiesen
que acudiésemos hasta la madrugada a tal o cual verbena de pueblo. Normalmente
los padres se iban turnando con los coches: los míos nos llevaban o recogían en
las fiestas de san Benito, los de Laura en las del Carmen; los de Geomar en las
de Santiago; los de Elina en las fiestas de la Virgen de las Nieves; todos en
las de la Asunción y de nuevo mis padres en la verbena de san Bartolomé.
También mi hermano el mayor se apiadaba y nos llevaba y traía al tiempo que a
la novia de turno cuando fallaba alguna amiga y cabíamos todas. María Elena iba
pocas veces. Nunca sabíamos el motivo, pero en ocasiones, sin saber por qué, su
madre se negaba a dejarla ir con nosotras.
Todas sabíamos cómo contentar a las mamis cuando queríamos ir de baile.
Todas conocíamos la debilidad de cada madre: ayudarle en el riego, en la
comida, en la casa, en la huerta... y casi siempre nos dejaban: sabían que un
matrimonio nos llevaba y traía de vuelta a casa a una hora que se discutía
fiesta a fiesta. Debo reconocer que mis padres eran los más tolerantes: a mi
madre le gustaba tanto bailar que ellos mismos se divertían hasta las tres o
las cuatro de la madrugada, hora que ponían para juntarnos en el palco de la
música y regresar a la aldea. Pero nunca sabíamos a ciencia cierta si María
Elena asistiría. A veces la madre no le daba permiso a última hora y no sabíamos por qué. No es
que hubiese suspendido, no es que no hiciese sus tareas en casa o ayudado en la
huerta, o con las gallinas o los conejos. No, su madre se atravesaba y decía
NO. Como si divertirse y ser feliz fuese algo malo, algo de lo que no se debe
abusar. Creo que cuando decía SÍ era porque nuestros padres intercedían, o
porque igual de raro hubiese sido que María Elena no acudiese nunca, daría que
hablar. Así que el permiso era aleatorio. De hecho, cuando María Elena tenía
especial interés en acudir (en tal pueblo vivía Paco, el guapo; o Luís, el chistoso
de su clase en el instituto que le hacía ojitos), ella disimulaba su interés,
porque si mostraba manifiesto entusiasmo, su madre se negaba en redondo a
dejarla salir.
Un año, eran las
fiestas de Santiago, y todas menos Elina nos habíamos presentado y aprobado el
Selectivo, la llamé por teléfono para preguntarle si venía o no a la fiesta en
el pueblo de al lado. Nos llevaba mi hermano el segundo. Me dijo que su madre
no le dejaba ir. Yo rezongué, ¿pero por qué
no te deja? ¡Si ya no saliste el fin de semana pasado! Me quedé helada
cuando su madre me contestó por el otro aparato (habían instalado un supletorio
en la cocina, yo no me había enterado y dona Benilde había estado escuchando
toda la conversación). No le dejo ir porque
soy su madre. Y digo que no y es no. Yo era muy joven y no me atreví a
comentarle a la madre de mi amiga lo que opinaba al respecto. Fue la última vez
que intercambié palabra con doña Benilde. Ese octubre me fui a Compostela y poco
a poco mi vida fue alejándose del grupo de amigas adolescentes. Los estudios,
los novietes de todas nos fueron separando en los planes veraniegos, las
verbenas fueron a menos y las discotecas de las villas aledañas acaparaban
nuestro interés; nos sacamos el carnet de conducir y ya no nos llevaban
nuestros padres. María Elena seguía igual, venía pocas veces con nosotras; si
había novio de por medio ya no quería ella tampoco. Decidió preparar
oposiciones, así en general, a la función pública: a administrativa del SERGAS,
a Ordenanzas y Conserjes de instituto, a Correos, a Prisiones... Creo que lo
que quería era irse cuanto más lejos mejor. Finalmente aprobó las de Correos, y
se fue del pueblo. Puede decirse que no regresó.
Así que ese día, tantos
años después, que doña Benilde se
quejaba en mi presencia del abandono de
su hija Marielena, descarté la mesura,
mi buena educación y el ser encantadora
para decirle lo que en su día no me atreví. Os lo podéis imaginar. En resumen,
que era una amargada, que nunca había querido que su hija fuese feliz, que como
ella era una amargada no soportaba la risa ni la felicidad de los demás, que le
prohibía todo a María Elena no para evitarle peligros sino para fastidiarla y
para hacerle sentir su poder. Ella mandaba y quería dominarla. Sólo por eso.
Porque ella no disfrutaba ni era feliz. Y quería que su hija fuese tan
desgraciada como ella era, pero María Elena había sido muy lista y se había apartado
de una madre tan castradora. Todo se lo dije con una sonrisa. Ya sé que no se
debe hablar así a nuestros mayores, pero ¡coño! alguien tenía que hacerlo.
Como os podéis
imaginar, doña Benilde no admitió ni media coma de lo que le dije. Al
contrario, se dedicó a propagar por el pueblo que yo era muy brava y que por eso no me había casado,
no como su adorada y dulce Marielena, que
tan buena hija era.
Uol
jueves, 14 de julio de 2016
Una noche llena de color
Una noche de amor desesperada.
Niña, tienes algo
que me puedes dar;
brillan tus encantos
en mi caminar.
Tuvimos una noche
llena de color,
un río dorado
tus ojos son.
Paramos la vida
con nuestras manos;
la vida cantaba
esta canción.
Una noche de amor
desesperada,
una noche de amor
que se alejó. (bis)
Sigo caminando,
no te veo más;
brillan tus encantos
en mi soledad.
Una noche de amor
desesperada,
una noche de amor
que se alejó. (bis)
Triana: Una noche de amor desesperada. (1981)
viernes, 8 de julio de 2016
Cobardía
No digas que nunca te
han vencido, que la derrota no te ha rozado con su aliento gélido. Porque no es verdad.
Eres cobarde, Lou. Nunca has perdido una batalla porque ante la posible contienda no presentas tus armas, no luchas; tampoco te rindes porque no apareces en el campo de batalla: te retiras antes de la confrontación -dices que porque no merece la pena- dejando a tu oponente desnortado, sin comprender qué ha sucedido con el ejército enemigo que estaba no ha tiempo ante sus puertas apremiando.
Eres cobarde, Lou. Nunca has perdido una batalla porque ante la posible contienda no presentas tus armas, no luchas; tampoco te rindes porque no apareces en el campo de batalla: te retiras antes de la confrontación -dices que porque no merece la pena- dejando a tu oponente desnortado, sin comprender qué ha sucedido con el ejército enemigo que estaba no ha tiempo ante sus puertas apremiando.
Uol
sábado, 2 de julio de 2016
Volcán de miel
Contigo se derrama mi volcán de miel, sí.
Vulcanízate y volcanízame.
Galvanicémonos.
Galvanicémonos.
Tómame, derrámate, sé lava, haz explotar el Krakatoa.
Sed, sed de ti.
Uol
Tenía el alma deshecha por dentro,
por un amor que me dejó seco;
tardé en curar la herida que me hizo bajo mi pecho.
Estaba indefenso, pero llegaste tú lanzándome un beso,
agitaste los sentidos de mi cuerpo,
fundiste tus labios con la punta de todos mis dedos.
Tómame de los pies a la cabeza,
porque quiero ser la lava que derrama tu volcán de miel;
bésame, tápame la boca con tu boca porque quiero arder.
Oh oh oh oh oh oh oh oh oh oh
Ardor que fue bajando hasta el cinturón
que tú desabrochaste sin ningún
pudor; empapaste todas las ventanas
de mi desordenada habitación.
Éxtasis, no salgo del asombro de tu énfasis
en hacer conmigo todo lo que un día perdí.
Jamás me ha dado alguien lo que tú me has hecho sentir.
Tómame de los pies a la cabeza,
porque quiero ser la lava que derrama tu volcán de miel;
bésame, tápame la boca con tu boca porque quiero arder.
Oh oh oh oh oh oh oh oh oh oh
Qué cálido aliento se escapa de ti,
se pierde en mi cuello de principio a fin,
desde que me rozaste yo ya me rendí,
tú me vas a sentir. Oh oh oh oh oh oh oh oh oh oh
Tómame de los pies a la cabeza,
porque quiero ser la lava que derrama tu volcán de miel;
bésame, tápame la boca con tu boca porque quiero arder.
Tómame, tómame, tómame,
tómame, tómame, tómame.
Música: Éxtasis, de Pablo Alborán (2012)
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