sábado, 27 de agosto de 2016

No hay quinto malo ( II )



Mirador del río Ézaro (A Coruña) Galicia, España
Puedes leer la primera parte de esta historia pulsando Aquí.
El sol permanecía implacable día tras día en el cielo, y a mí me admiró que en estas latitudes estuviese  de nuevo allá arriba en todo su fulgor. Nada de niebla o viento frío, calor y calor, aunque la brisa marina suavizaba su rigor.  Queríamos ver las magníficas vistas que yo recordaba desde lo alto del mirador del Ézaro, pero antes nos paramos a contemplar la cascada homónima. Se ha hecho famosa esta fervenza porque el río Ézaro se despeña en cascada sobre el mar que ya entra a recibirlo, y en cuanto estacionamos ya un autobús de andaluces estaba en el aparcamiento. Adolescentes de la zona partían en canoa desde allí hasta el Atlántico. Subimos. Siempre me impresiona el abrazo de los ríos en el mar cuando los colores juegan como en paleta de pintor.
Cascada /Fervenza do Ézaro (A Coruña) Galicia, España




Pero nunca el agua es la misma bajo el puente. Hace diez años mi acompañante y yo sólo contemplábamos el panorama y yo reprimía suspiros, extasiada ante tanta belleza. El paisaje es bonito, de postal, azul oscuro, azul turquesa, cielo límpido, piedra, monte verde, azul cielo, mi tierra. Mericia no es mucho de paisajes, sólo si son paisajes urbanos, pero también estaba admirada. Isaura es habladora y no paraba. Pero lo que jodió todo un poco es que nos abalanzamos las tres a hacer fotos y whatsappearlas. Y a twittearlas. Y a responder a las preguntas, dónde estás, qué bonito, yo quiero ir, suertuda... En fin, cosas de la tecnología actual.

Habíamos pernoctado en Cee porque Corcubión estaba petado y no quedaba ni una cama libre. Ya sabéis lo que dicen los corcubioneses: lo mejor de Cee son las vistas. Y es que lo que Cee tiene enfrente es Corcubión. Ya he dicho en la anterior entrega que Corcubión  y Muros son las villas marineras que mejor conservan su arquitectura en A Costa da Morte, sus callejuelas de piedra, sus balcones y galerías, su olor a mar, a algas. Pero nos trataron muy bien en el Hotel Insua de Cee y descansamos muy a gusto. Como está tan cerquita, la noche anterior caminamos hasta Corcubión, pateamos las callejuelas y acabamos relajadas con una copa en un local enxebre, A Gavilla, encajonado en una calle estrecha a la que llegamos tras bajar unos escalones atraídas por la música de calidad, un pub con olor a éxito pasado, con reminiscencias de historias que contar, con fotos antiguas y recortes de revoluciones pasadas o por pasar, de ésos que piensas si las piedras hablaran... (literalmente las piedras).
 
Corcubión (A Coruña) Galicia, España





Por la mañana seguimos a Fisterra, el fin de la tierra conocida. Hubo una época que se me dio por darle la vuelta a los mapas y ver tierras y mares desde otra perspectiva. Me sucedió tras descubrir un Mapa Mundi asiático donde ellos colocaban su territorio en el centro del mundo en vez de Europa y tardé en ubicarme, era una visión tan desconcertante, acostumbrada a la eurocentrista, que después me dediqué a cambiar de sitio el centro del plano e incluso  a girar los mapas. Cuando hice esto con el de Europa me percaté de lo que siempre se decía: El mar Mediterráneo es una charca que parece desaguar en el Atlántico; y siguiendo pasito a pasito por tierra desde la gélida Siberia se llega a Finisterrae, no había más.



He estado en varias ocasiones en el Cabo Del Mundo, con niebla, con viento, con lluvia... me imaginaba el sonido inquietante de La Vaca desde el mar advirtiendo entre la niebla espesa a los navegantes de antes, sin radar, sin más medios que la brújula y el sextante (mezclo épocas, pero los anacronismos excitan mi imaginación) que las rocas los esperaban allá abajo, entre la espuma rompiente. El sol abrasador nos acogió en esta ocasión, y La Vaca se me antojaba sin la aureola habitual de misterio. Además había decenas o quizá cientos de personas: hace ya tiempo que se ha puesto de moda que los peregrinos que hacen El Camino a Santiago de Compostela rematen sus pasos en este punto del mapa. Como quemaban allí botas y ropa y provocaban incendios, han prohibido tal práctica y erigido una pequeña escultura en forma de bota del caminante como símbolo de tal tradición: la de despojarse de lastre y pesos tras la purificación de la peregrinación. Habría que preguntarles a los peregrinos si las penas y pesares se quedan entre las cenizas o se las llevan con ellos de vuelta al hogar. Yo, como tras los 100 km. desde Sarria, pedí y rogué al Apóstol y no me hizo mucho caso, pues ya os digo que en mi caso pené como una burra atada a la noria hasta que la cuerda se rompió, como suele acabar pasando.
Faro de Fisterra (A Coruña) Galicia, España

Bocinas del faro de Fisterra, llamadas popularmente La Vaca

Homenaje a los peregrinos en Fisterra (a Coruña)


Con los turistas y caminantes llegaron los chiringuitos y tiendas de souvenirs. Allí lo vi. De místico no tenía nada, a ése me lo topé una jornada más tarde, pero ya os hablaré de él a su debido tiempo. Éste era bien carnal, algo sudoroso y sucio, pero carnal. Modelo europeo del norte. En otras circunstancias podría precisar más, pero lo cierto es que no crucé palabra con él y se dirigió a la vendedora de la tiendita (una foránea de acento andaluz) en inglés. Alto sin exageración, cabello castaño muy claro  -de pequeño habría sido muy rubio-, revuelto y despeinado, sin corte preciso, pero ya algo ralo en la coronilla y en las sienes. Tez muy bronceada por el sol, dorado. Ropa ad hoc: camiseta de algodón descolorida, pantalón bermudas claro con bolsillos laterales, botas de trekking, pulseritas de cuero en las muñecas. Lo típico. Yo no sé qué tienen las pulseras de cuero que nos las ponemos cuando queremos rejuvenecer. En cuanto llega el verano nos las atamos en muñecas  e incluso tobillos y nos sentimos de pronto jóvenes y llenos de expectativas lúbricas. Lo observé. Buscaba algún detalle para llevarse de recuerdo, o para ofrecérselo a alguien querido. Entre tanta baratija, postales y horteradas varias había algún objeto salvable de la quema, pero me abstuve de recomendárselo. Me evadí de nuevo mientras lo comía con los ojos y Mericia e Isaura se hacían docenas de fotos en el faro tras comprar unos llaveros de cuero con figuras de trísqueles celtas repujados en plata.

Recordé entonces al letón de Riga, rubio como la cerveza, su piel blanca y sus lunares. Recordé al escocés que vi en aquella disco de Sitges, tan gay y tan viril (le debo una entrada por lo menos) que me dejó alucinada ataviado a lo Braveheart. Recordé al joven con rastas casi albinas sentado delante de mí en el Teatro Negro de Praga, cuando las únicas rastas que yo había visto en mi vida eran las de Bob Marley y acólitos. Recordé las ganas que tuve de tocar ese cabello, de conocer la sensación, la textura de ese pelo retorcido y tan rubio entre mis dedos. Pero no me atreví. Recordé al holandés de Amsterdam que casi me vuelve tarumba  (cuya historia puedes leer pulsando en aquí). Y claro, mirando al caminante del norte llegué a él. A Mr. Hermoso. Quizás ahora él sería así. ¿A dónde le llevaron sus pisadas? ¿Habrá hecho El Camino alguna vez? ¿Le compra souvenirs a su amada? ¿Podría habérmelo cruzado aquí mismo ayer o anteayer?

Tuve que recoger muchas conchas esa tarde en  playa Langosteira y nadar un buen rato para disipar la congoja de saber que una vez, también con él, visité el fin del mundo conocido.
Ego sum

Playa Langosteira. Fisterra (A Coruña) Galicia, España

Playa Langosteira


Y cuando finalmente me tumbé al sol y vi a una señora protegerse los ojos con unas conchas, yo me puse las de unas zamburiñas sobre los pezones para que Isaura y Mericia se tronchasen de la risa y se pusiesen ellas también en tetas.

Uol

Esta historia continúa aquí.

domingo, 21 de agosto de 2016

No hay quinto malo ( I )




Dicen que no hay quinto malo. Y debe ser cierto el dicho porque en este periplo o Nova Descuberta que inicié por la Mar Océana -pero desde tierra, que una no tiene tantos posibles-,  fue al quinto intento cuando fraguó esa cosa, ese instinto, esa reciprocidad que llaman feeling;  y las estrellas se fusionaron y los oráculos acertaron; o lo que en román paladino viene a ser hubo ligoteo evidente e intercambio ulterior de salivas, carnes y espíritus.

Pero no quiero adelantarme, ni que saltéis al último capítulo de este periplo veraniego y costero (y por suerte anterior a los pavorosos y vergonzantes incendios de agosto), que si bien el premio llegó al final, no menos gozosos y vivaces fueron los cuatro intentos primeros.

Me hubiera gustado contaros que tomé presta la mochila, las botonas y los bastones e inicié el camino de mi Descuberta, pero lo cierto es que ya ese plan me cae a desmano, (o a desaños), así que preparé la trolley, la metí en el maletero de mi utilitario, reservé por internet el alojamiento de las dos primeras noches (después todo iría al albur del destino) y partí hacia lo que sería el punto de salida. No tuve que consultar mapas ni programar el GPS, sabía de memoria el camino hasta Noia, porque las playas de los Concellos limítrofes siempre han contado con mi devoción, largas playas de fácil acceso y mar tranquila, como la de Aguieira en Porto do Son, o inmensa soledad y aguas que imponen respeto, como la de las Furnas en Xuño, donde Ramón Sampedro quebró columna y forjó leyenda. Pero por conocida y saboreada incluso la villa (por allí dejé caer mis huesos en épocas pretéritas), seguí por el nuevo puente hacia Muros, pueblo marinero hermoso donde los haya, casi el único de todas los de la Costa da Morte que respira verdadero encanto en su arquitectura. 
 
Muros (A Coruña), Galicia, España

El resto de las villas, salvo la perla que es Corcubión, destruyó sus casitas marineras -con sus soportales tradicionales donde se vendía pescado en patelas de mimbre, donde remendaban las redes las mujerucas y lustraban el calzado los limpiabotas-  para edificar horribles edificios de tres alturas en los años 70.  
Mujer con patela a la cabeza
En fin, habrá quien me discuta esto, pero ya que no la arquitectura, lo cierto es que el paisaje sí es sublime y un no iniciado puede sufrir fácilmente el síndrome de Stendhal, como yo lo sufrí un verano en Florencia. En resumen, las casitas armoniosas de piedra con sus galerías y balconadas no existen apenas en la costa, el hormigón se las ha comido a todas. Pero en Muros no, Muros tiene callejuelas de piedra, suelo, muros, casas de piedra, puerto de piedra, piedra y mar, azul y piedra. Subí hasta el otero donde domina la iglesia parroquial, antes Colegiata de Santa María del Campo,  gótica, una única nave a dos aguas con techos de madera y arcos, vamos que no es la típica de cruz latina. 
 
Iglesia parroquial de Muros (A Coruña)

Interior de la iglesia parroquial de Muros (A Coruña)

Bueno, en fin, tampoco os voy a describir la villa, que esto no es una guía de viajes: os vais al google maps y paseáis un poco, como hago yo por las calles de Taormina o de Kuala Lumpur, es un decir. (Bueno, para los vagos ya veis que os he enlazado algunos lugares con maps).

Sé que estáis pensando qué aburrimiento de viaje, una chalada solitaria buscándose a si misma en pleno verano caluroso, el más caluroso que recuerdo desde hace, ¿qué? ¿tres o cuatro años? No sé por qué pensáis que en Galicia no ardemos de calor, ardemos, ardemos, yo llevo desde mediados de junio sin ver lluvia, ya tengo mono, por cierto, ganas me dan de gritar como Carmen Maura en aquella peli de Almodóvar, "riégueme, riégueme", pero en fin, lo dejaremos, no veo yo a un buen barrendero a la altura de esa fantasía. Corramos tupido velo.

A lo que iba, os equivocáis: ni iba sola ni me busco a mi misma desde hace... en fin... hace décadas que me encontré.

Iba acompañada de  Isaura y Mericia, dos de mis amigas (amigas de esta última década), porque yo  no sé vosotros, pero yo cambio -o me cambian- de amigas cada década. Se van descolgando en vidas paralelas que yo no alcanzo a seguir, acabo preguntándome qué tenemos en común. Lo malo de echar la vista atrás es que una no acaba reconociéndose en la mirada de las que fueron compañeras de batalla y laureles, o de vino y rosas. En fin, es tema para otra entrada, que esta no es filosófica, sino lúdica, fiestera y lúbrica.

Pues con Isaura y Mericia hago un trío de colores (aquí le vendría al pelo una analogía de naipes, pero como no sé jugar a nada que no sea la brisca -y ya ni me acuerdo-, me abstendré), pues somos morena, rubia y pelirroja. La estatura también hace escalera, siendo yo la más alta y la de más peso.  Parecemos, en suma, un catálogo de gustos que va diciendo, no te quejes, variedad para elegir. (Claro que si quieres morena alta o pelirroja bajita, se jodió el asunto). Igual que en estatura, peso y edad (tampoco tenemos la misma) diferimos en carácter y gustos. Y sin embargo nos entendemos y lo pasamos bien juntas. Todo este exordio que ya os aburre es para introducir el primer punto: confirmar que no todas tenemos igual deseo de visitar monumentos, escalar riscos o trasnochar, y a media tarde se impuso el criterio (no diré de quién, cada uno que haga sus apuestas) de ir a la playa. Nos acercamos a la de Ancoradoiro, ya eran las 20 horas; ya sé que por el oriente español a esa hora poca gente queda en la playa, pero es que en el occidente en julio el sol no desaparece hasta las 22 y pico horas, así que a las 21 se está en la playa tan ricamente, cerveza en mano y haciendo tiempo para ver la puesta de sol. No nos pusimos de acuerdo en una cosa, y es si era en realidad la playa de Ancoradoiro o la de Lariño y ese nombre tan marinero le correspondía en propiedad a la de al lado, al existir una pequeña barra de tierra que las separa. Para el caso, da igual, al final de la curva, a modo de cabo, se veía un faro pequeñito y resultón, el de Punta Lariño. La playa casi solitaria convidaba a los amores (esto es de una canción o poema o lo leí en algún sitio). 
 
Playa do Ancoradoiro-Lariño (Muros, A Coruña)

Paseamos por el arenal, descalzas, hablando, como siempre,  mojando los pies (sí, el agua estaba fría, aunque no demasiado, los pies recocidos lo agradecían) cuando los vimos de frente. Tres. No miento. Ya es casualidad. Ellos también desparejos en edades, volumen y estilo. Nos cruzamos y el mayor de ellos nos saludó, como aún se hace en los pueblos cuando te cruzas con un forastero. Devolvimos el saludo. Entonces yo dije susurrando, también son tres. Mis amigas me miraron como si estuviera loca perdida. Son tres, insistí, y no nos han quitado ojo. Todos para ti, me dijo Isaura con los ojos en blanco. Sólo dije que eran tres, no que nos los sorteáramos. Realmente tampoco me gustó ninguno a primera vista, pero mis neuronas entraron en rotación (siempre las imagino así, como ruedas que giran y giran y chocan contra todo, locas y alborotadas). Nos cruzamos, ya he dicho, y fuimos pisando sus huellas. Y yo ya me evadí hollando esa senda. Tengo otra amiga que alaba siempre las ventajas de  tener un novio barrigolas. Cuando de tarde en tarde nos dejamos caer a altas horas por un garito-disco con ínfulas de gente guay, guapa y de pelas (y llena en realidad de panolis, sesentones de escapada de cenas mensuales, visitantes de pueblos  aledaños, chonis mal teñidas y gays que siguen al DJ) y por mala suerte ese día tienen de exposición -animadores al parecer, o captadores o reclamo-  a unos pobres chicos aceitados, ataviados con calzón diminuto y tocados con alitas blancas o negras según la temática, con cejas depiladas y pinta grimosilla, esta amiga hace una oda a su novio barrigolas. Dice que cuando ve a esos tipos de abdomen toblerone y músculos hipertrofiados se le baja toda la libido y le entran unas ganas locas de salir corriendo a refugiarse en los brazos de su pareja, apoyar la cabeza en su barriguita -o barrigola-, blanda y mullida, sentirse acogida en esa blandura, aferrarse a sus carnes, a su calor, sentir sus brazos fuertes y pesados y enamorarse una vez más de su novio no-esculpido. Miro a los ángeles éstos de opereta y pienso que mi amiga tiene razón, que una barrigola no hace daño a nadie siempre que la cosa no se descontrole, (que se acaba descontrolando en el 90% de los casos, pero que le quiten lo bailado). Volví por unos segundos a la playa, mis amigas seguían que si que hermosura de paraíso, que si que suerte que los turistas se vayan todos a Cataluña o a Andalucía, que vaya suerte la nuestra de no contar con hordas de borrachos como ciertas localidades que han atraído a la Bestia y ahora no saben qué hacer con ella (he recordado que en las novelas negras nórdicas siempre salen localidades españolas como lugares de vacaciones y sí, también la ciudad de la borrachera perpetua y los balconing). Y mientras ellas, erre que erre, yo ya estaba en brazos de algún barrigolas cariñoso y fortachón, de ésos en los que da gusto perderse, apoyando mi cabeza en su cuello de toro, sintiendo sus dedos en la cintura, apasionado y cariñosón a partes iguales. Un edredón al que le puse yo de pronto el rostro y cuerpo de Ramiro Sancho, al que me imaginaba yo en esa frontera entre el barrigolas y el de constitución normal. Presentía yo que abrazarlo era como regresar al hogar. Una sensación envolvente de edredón. Gustosa, confortable, protectora.

Volvimos sobre nuestros pasos, nos cruzamos de nuevo con el trío (calzón estampado, calzón  rojo, calzón azul; flaco, mediano, barrigón). Esta vez no hubo saludos. No era mi barrigolas, el encanto se esfumó.

Decidimos dar un paseíto por la senda peatonal Portocubelo y picar algo frente al Mar de Lira. La inmensa, arrebatadora y alucinante playa de Carnota quedaba enfrente. El paraíso existe, pero no se lo contéis a nadie. 
 
Mar de Lira  y Carnota al fondo (A Coruña) Galicia, España
El segundo día no le fue a la zaga. Nos esperaba el monte sagrado, la cascada perfecta y el fin del mundo conocido. 
(Esta historia continúa aquí.)


Uol
 
Monte Pindo (A Coruña) Galicia, España


Fervenza/Cascada do Ézaro (A Coruña) Galicia, España

Fisterra/ Finisterrae  (A Coruña) Galicia, España