domingo, 18 de enero de 2015

El ermitaño (II)

(Esta historia comienza aquí)

Niñas gallegas  by Ruth Matilda Anderson


EL GRANJERO tuvo nueve hijos. De ellos uno nació muerto, dos fallecieron antes de cumplir dos años y el último, una niña de bajísimo peso, murió en el parto llevándose de paso a su madre. Para cuidar a los cinco restantes, el granjero pensó desposar a una muchacha fuerte y sana, y eligió a la hija de un matrimonio de campesinos que le debía muchos favores. A Navia no le preguntaron su opinión. Al granjero otros padres desesperados le ofrecieron sus hijas, muchachas sanas pero necesitadas de alimento. El granjero se quejaba mucho del trabajo y de lo mal pagadores que eran los frailes, pero abastecía al monasterio, no le iba tan mal. Él se fijó en Navia, otras eran más robustas, le echarían una mano en los establos además del adobo de la casa y atender a los pequeños, pero Navia era la más hermosa, sin duda, y el granjero pensó que así mataba dos pájaros de un tiro. Aún se sentía fuerte. Y las noches eran largas en invierno.


La casa era una pocilga, eso pensó Navia el día que entró por primera vez en ella, no había diferencia entre el establo y la casa, los tres pequeños corrían de aquí para allá con los mocos colgando y Lucila, la hija mayor, ya de casi trece años, había ejercido de mamá aquellos meses de orfandad. Contra todo pronóstico, Navia se escapaba a los establos, prefería ordeñar las vacas y darles de comer, sacarlas a los prados antes de permanecer en la casa a expensas de los esporádicos arrebatos lúbricos del granjero. Podía lavarse al menos, y Navia torcía la boca. En castigo a lo que ella consideraba una venta, se negó a visitar  a sus padres aunque le rompía el corazón imaginar a su madre limpiándose los ojos con el borde del mandil. Por amor a ella les enviaba por algún chiquillo leche, quesos y miel. Pero a su padre le dijo que no volverían a verla. El hombre se encogió de hombros, bastante tenía él con lo que tenía para que aquella hija díscola se quejase de sus obligaciones.

ERVIGIO  acompañaba siempre a fray Orentino en sus tratos con el granjero, y fue así como conoció la historia de los esponsales de Navia y el maduro lechero. No siempre encontraba a la muchacha en sus idas a la granja. Su ofrecimiento del primer día cayó en saco roto, la joven nunca preguntó por él en el monasterio. Ervigio no sabía bien qué quería, sólo ver a la muchacha. Cierto que él no era sacerdote, pero no era menos cierto que se había integrado en un monasterio, y se esperaba de él que hiciese vida monástica aunque no hubiese profesado los sagrados votos. Pero una fuerza superior a su voluntad lo arrastraba a aquella granja lechera.

A veces Ervigio pensaba que fray Orentino se olía el interés que tenía por la muchacha, pero nada le decía. En todo caso, no había nada que comentar. La joven no parecía prestarle más atención que al fraile en las escasas veces que la encontraba en el establo. Sí notó que su presencia desagradaba al granjero, pero el hombre no se atrevía a decirle nada, visto que acompañaba al fraile. Comentar algo al respecto sería nombrar algo que no existía. Si fray Orentino notaba tal animadversión, nada demostró tampoco. Todo cambió un día.

LA PRIMAVERA se resistía a aparecer, el invierno había sido durísimo, con frecuentes heladas y ventiscas, pero esa mañana cierta luz en el cielo, cierta calidez en el aire ofrecían una promesa. Ervigio se dirigió a la granja sin la compañía de fray Orentino. De hecho, salió del monasterio sin comunicar a nadie que lo hacía, tampoco era imprescindible su presencia y aquel día no tenía clases. Ya leía de corrido, aunque todavía no escribía bien. Cometía faltas de ortografía y su caligrafía, en opinión de fray Bartolomé, su maestro, era de espanto. Sin saber cómo ni por qué encaminó sus pasos en dirección a la granja. Fue como un llamado. No vio a Navia en los establos, ni a los niños correteando entre el barro. Había un extraño silencio sólo roto por los ocasionales mugidos de las vacas. Se acercó a la casa. ¿Dónde se habrían metido todos? Entonces la vio de espaldas. Fregaba cacharros en la pila de piedra, que humeaba, habría calentado el agua. Ervigio recordó lo ateridas que estaban las manos de la joven la primera vez que la vio ordeñando en el establo. La saludó y ella se giró asustada.


―¿Qué hace aquí?
―Venía a traerte huevos. Como no has venido nunca a por ellos...
Navia miró las manos vacías de Ervigio. Él reparó en su mirada interrogativa
―He dejado la cesta en la entrada. ¿Y tu marido y los niños?
―Ha ido al funeral de su suegra. La abuela de los niños. Por eso han ido todos. Pero yo tengo que ordeñar las vacas y además... bueno, él me pidió que no fuera.
―Ah, lo siento, el Señor la acoja en su seno. ¿No te tenía aprecio?
Ella le miró extrañada.
―¿Y cómo? Su hija aún no estaba fría cuando ya el yerno andaba buscando sustituta.
―¡Pero a ti es imposible no quererte! ―exclamó impulsivo Ervigio sin pararse a pensar en el significado de sus palabras.

Navia intensificó su mirada y Ervigio la apartó, avergonzado de su osadía. Esta mujer lo desarbolaba. ¡Se la veía siempre tan triste en aquella casa fría! Estaba muy claro que la muchacha no había elegido a su marido, no lo amaba, eso se notaba. Y el granjero era posesivo con ella, eso también estaba claro, y en fin, se comprendía, Navia era como una camelia blanca floreciendo en medio de aquel estercolero.

Se quedaron callados, sin saber qué más decirse. Pero entonces Navia se soltó el pañuelo de la cabeza y Ervigio avanzó dos pasos hacia ella y tomó entre sus dedos ásperos un mechón de su melena y lo llevó a nariz, a sus labios. Olía a ella. Mezcla de heno y leche, de hierba y flores. Ella apoyó la cabeza en su pecho y Ervigio la tomó entre sus manos, y dulcemente la besó.

Apartaron las frazadas de la cama matrimonial y Ervigio la desnudó. Navia era toda ella blanca, sin un lunar, sin una peca. Ni una rojez manchaba aquella perfección hecha carne. Sólo sus manos reflejaban el duro trabajo que desempeñaba en su quehacer diario. Los ojos de Navia se oscurecían por momentos cuando se apretó contra su cuerpo. Y Ervigio nunca se sintió más lleno, más pleno, más potente que en esos momentos, su cuerpo prieto y moreno contra la blanda blancura de Navia; su lengua en su boca, sus manos en sus senos, sus piernas enredadas y, finalmente, su cuerpo en su cuerpo agitándose soberbio, fuerte, poderoso. Navia gemía quedamente y lo miraba con ojos abiertos. Mientras se derramaba en ella, Ervigio se sintió por primera vez en su vida un hombre libre, dueño de si mismo y de su pasión.


Pasaron el resto de la mañana en el lecho, renovando su pasión en cuanto él se recuperaba. Ervigio se sentía incapaz de separarse de aquella cama y del cuerpo de Navia.
―Debes irte ya, regresarán en cuanto acaben de comer un bocado, hay mucho trabajo por la tarde en la granja y las vacas están inquietas, debo ordeñarlas ya o enfermarán y eso sería nefasto.


A Ervigio se le hacía muy duro dejarla allí. Se vistieron y Navia aireó las frazadas.
Cuando salía de la casita, ella le dijo con voz triste:
―LLévate los huevos o él sabrá que has venido.

Ervigio regresó al monasterio caminando con lentitud. Los pies le pesaban como plomo mientras su cabeza pergeñaba su futuro, que ya sólo tenía un nombre y un destino: Navia.

Santa Cristina de Ribas de Sil, Ourense, Galicia, España

El final de esta historia puedes leerlo aquí.
 Uol 
Vídeo: La Ribeira Sacra by "Desde Galicia para el mundo". TVG

10 comentarios:

  1. ¡Quién fuera Ervigio para encontrarse a Navia en un lugar tan bonito como Ourense!

    Espero ansioso la continuación...

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    1. :-D

      ¿Te gustaría que tuvieran futuro esos dos? A ver si tienen... valor y suerte.

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    2. ¡Echar unos buenos polvos se lo deseo a todo el mundo! Bueno, salvo a algún político y banquero... por mucho que a ellos les haga falta follar más y joder menos.

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    3. Yo a ésos les deseo la impotencia total, la sexual también.

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  2. Feliz coincidencia, pronta ocasión les brindaron.
    Hicieron bien en no dejarla pasar. Quién sabe cuándo hubieran tenido otra.
    Espero impaciente la siguiente entrega. ¿La fuga?
    Los folletines son así, nos dejan con el alma en vilo mientras los protagonistas cavilan su futuro.
    Su prosa como siempre, exquisita, Lady Lou.
    Besos

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    1. Me alegra verte por aquí, Vlixes.

      Eres un romántico. ¿Fuga? Bueno, la historia la escribí de un tirón, así que ya no se puede cambiar. Alea jacta est, como ya dije.
      Y lo que son las cosas, esta historia de Ervigio y Navia no la he sentido como un folletín, a diferencia de la de don Pedro Cadorniga (El Indiano) e Irimia (http://programademanolibre.blogspot.com.es/2014/10/el-indiano-i-parte.html ). Pero me enternece que te tenga en vilo. Espero que el final no te decepcione ;-)

      Muchos besos (pero no me llames lady, me pega como a un cristo unas pistolas. Yo soy una amazona, una guerrera, no estoy en la torre del castillo esperando por el caballero, qué aburrimiento, yo voy por ahí al galope, a ver qué me encuentro ;-P jejeje).

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  3. Ya echaba de menos el erotismo en tus textos y me alegro de que haya vuelto. Imagino que seguirá en siguientes entregas. Espero que sean muchas, porque le veo muchas posibilidades a la historia.

    Besos.

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    1. :D El erotismo es el leitmotiv de este blog, ¡no lo pierdo de vista!! Pero no quiero repetirme en las descripciones de escenas que para mí nunca son iguales, sin embargo me faltan palabras :( Lo seguiré intentando :P

      De ésta ya sólo queda el final, Juanjo. Pero ¡tengo tantas historias de amor y deseo que contar! Casi tantas como las que quiero aún sentir jijijij
      Bicos!

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  4. Espero que en el final haya fusión.... He dicho :)

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    1. ¿Nuclear? Porque carnal ya la ha habido jejeje...
      Tomo nota, señor Amowhor, tomo nota :-)

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