sábado, 2 de febrero de 2013

La matanza

La matanza


  El día anterior oyó cómo afilaban los cuchillos. Sabía que eran los utilizados para descuartizar el puerco. El otro, el largo, el decisivo, lo traía el “tío” Eladio, el matarife, que tenía sus propios utensilios y no se fiaba del cuchillo de nadie. A ella le daba miedo, tan largo y con la punta ligeramente rematada en curva, más le parecía estoque de torero que cuchillo de matarife porquero.


Las mujeres iban y venían, abrillantando cacerolas, lavando tinas de cinc, preparando la cuerda de atar los chorizos, engrasando la picadora de la carne, pelando patatas, cortando coliflor y cambiando el agua de desalar el bacalao para la comida. La carne la sacarían del propio cerdo: las costillas, la zorza fresca, las filloas de sangre.


Ella se escondía cuando llegaba el momento. Los chillidos del marrano se le incrustaban en los oídos, el animal se resistía, lo sabía, pero nada podía hacer ante los poderosos brazos de cuatro hombres que lo sujetaban al banco de la matanza. La vida se le escapaba en cada chillido y ella pensaba que si un irracional se aferraba así a la vida, qué no haríamos los humanos. Sabía que su tía Caridad estaría con el caldero bajo la garganta del cerdo recogiendo la sangre y que Paca les llevaría a los hombres, tras los últimos estertores, vasos de aguardiente. A ella le perdonaban su aprensión por ser la pequeña de Dolores, pero entre dientes decían que era una débil, que salía a las mujeres de la rama paterna donde había dos monjas y una costurera de señoritas.


A ella le daba igual lo que opinasen sus bravas tías, sabía que la tenían consentida por la prematura muerte de su madre, la hermana pequeña de esas cuatro mujeres arrojadas y valientes que habían sabido sacar adelante la granja, las tierras y la casa. Los hombres que eligieron para sus vidas eran hombres sensatos y trabajadores, nada apocados, que las  contentaron en la cama y en la vida. Y ellas debieron hacer bien las cosas, porque nunca se les oyó a ellos queja alguna de sus duras vidas. Mimaron a la pequeña Dolores, que se casó con un escribano apuesto pero algo mujeriego, y tras la muerte prematura de la mujer por peritonitis aguda, la pequeña Carmiña quedó a cargo de las tías, pues el padre se perdió en un cargo público sin demasiados brillos en la capital de provincia, y sólo mandaba dinero para la nena, que creció entre sus ruidosos primos sin conocer demasiado al padre más que por la foto de la boda de sus padres y por las esporádicas visitas en su onomástica aprovechando las fiestas del pueblo.


Los chillidos del cerdo excitaron hasta el paroxismo al segundo puerco, que la casa era grande y se mataban dos buenos ejemplares de ciento y tantos quilos, sacaban buenos untos para freír todo el invierno. Ella notaba el nerviosismo del segundo, el pobre sabía, percibía el peligro que se le venía encima y a ella aún le daba más pena que el primero, al que la muerte lo había pillado desprevenido. Y aunque ya hacía tiempo que había pasado la época en la que jugaba con los lechones y les echaba las mondas de las manzanas y chapoteaba con ellos en el barro, aún así le daba pena la suerte de los marranos. ¡Pero los lacones bien que te los comes! le recriminaba la tía Julia,  ella tan práctica,  ante sus escrúpulos. 



Decidió perderse por las fincas traseras hasta el bosquecillo que bordeaba el río. Aún allí se escuchaba la agonía porcina, pero amortiguada por el rumor del río crecido y los pájaros, también el graznido de algún cuervo. Pensó en su vida y en qué iba a hacer ahora que había rechazado la petición de relaciones de su primo segundo Servando. No iba a quedarse como sus tías en el valle, explotando los terrones que daban cada vez menos para una familia que crecía exponencialmente. Su primo José Antonio, el mayor de Paca, ya tenía un par de gemelos, y Rosa, la segunda de Julia, estaba preñada del tercero. Quizás debería irse a vivir definitivamente con su padre y su nueva esposa a la capital. Eso le decía cuando se enfadaba su tía Lina, que era casi siempre, pues era de natural hosca y huraña. 

Regresó del paseo, debía ayudar en la cocina. En el patio trasero, un mozo desconocido juntaba haces de centeno para quemar las cerdas de los dos gorrinos. Lina y Julia preparaban agua tibia en un barreño para cepillar los cueros de los bichos y lavarlos. Se quedó mirando para el joven. Hablaba con el “tío” Eladio. Es su ayudante, apuntó su tío Enrique, el más divertido de los esposos de sus tías y le guiñó un ojo. Su tío Enrique la quería mucho porque la tía Caridad y él no habían logrado concebir y era para ellos más hija que sobrina. Ella le hizo un mohín cariñoso y el tío sonrió antes de ir a recoger los cuchillos para el despiece. El mozo tenía el pelo rojizo claro de los montañeses y unos brazos nervudos y fuertes de vello trigueño que la camisa remangada dejaba visibles. Sus movimientos eran armónicos y se movía alrededor del matachín y de los cerdos como en un baile orquestado. El pantalón de paño oscuro se veía limpio pero gastado, y el calor del fuego encendía sus mejillas ya un poco coloradas, como las de los montañeses claros. Ella observaba con atención las operaciones de quemado como si no las conociese de memoria, y el mozo acabó por mirarla de reojo. Ella respingó interiormente, tenía los ojos grises, el mozo, como los montañeses. Ella que se burlaba siempre de los roxos, aquellos chicos brutos y coloradotes, tan sanos como manzanas, tan pecosos y pelirrojos. Ella, que nunca aceptaba sus bailes en las verbenas, se quedó clavada ante el rostro sereno del ayudante del “tío” Eladio.


 Acabada la operación, Lina y Julia querían lavar los marranos, pero el joven se ofreció y tomó el cepillo de cerdas y se dispuso a hacerlo con movimientos enérgicos. Los hombres miraban, Paca sirvió vino caliente. Llegó el momento. Pusieron los cerdos en los bancos inclinados y separaron las patas traseras con un madero que las abría; ahí sujetaron un gancho y pasaron la cuerda por la roldana y tiraron. Primero uno y después el otro, los cerdos quedaron colgados cabeza abajo. Ella odiaba ese momento. El “tío” Eladio  hizo un tajo certero y fuerte en el abdomen de los animales y un vapor cálido salió de sus exánimes cuerpos abiertos. Ella sintió náuseas, las tripas azuladas estaban a la vista y el tío Pepe las sacó para una tina. El hedor la alcanzó y las arcadas fueron evidentes. Frente a ella, el mozo la observaba y ella disimuló su malestar entrando en la cocina. Notó más náuseas e inexplicablemente sintió vergüenza de parecer tan endeble frente a aquel joven. ¡Pero a ella qué más le daba qué pensase aquel colorado! ¡Qué importaba que le acabase de demostrar que no valía para el trabajo en la granja! Decidió no volver a salir al patio, se sentía avergonzada, no sabía muy bien por qué. La tía Caridad removía el caldero de la sangre para que no se coagulase y ella sufrió de nuevo arcadas. Subió a su cuarto, atribulada. Definitivamente, aquello no era para ella, se iría con su padre, a pesar de que extrañaría a las tías y tíos y a todos los primos.
 

Se recompuso a tiempo de ver como Paca y Lina daban los últimos toques a la comida. Los cochinos enfriaban colgados en el patio, y el tío Fuco mandaba callar a los perros, que tuvieron que encerrar en la leñera, y que no paraban de ladrar excitados por el olor de la carne y la sangre.


Les llevó unas toallas a los hombres, que se lavaban en el patio en una palangana. El mozo se quedaba también a comer.

− ¡Buen ayudante te has agenciado, Eladio! –comentó el tío Enrique, y ella estuvo segura de que lo había dicho con intención.

− ¡Lástima que no quiera aprender el oficio –se lamentó el matarife−, tiene buenas manos y mejor ojo!

− ¿Tú no conocías a Santiago, verdad? Es el ahijado de Eladio.

− Hijo de mi prima Engracia− apuntó el hombre−. Siempre nos hemos llevado muy bien, es mi única prima. Pero este mozo no quiere seguir la tradición. Trabaja en una serrería.

Tuvo la impresión de que todos la miraban menos él.

− Bueno, cortar madera y cochinos no debe ser muy diferente ¿o sí? ¿Te gusta la madera?

Él  la miró un segundo desconcertado y frunció el ceño.

− Soy contable.

Todos rieron atacando los trozos de bacalao y las patatas cocidas, y ella se ruborizó hasta las raíces del pelo.

− ¡Ah!

No dijo nada más. ¡Maldito el montañés! ¿Por qué se sentía incómoda?

− El chico ha salido listo, ha estudiado en el Seminario, pero no quiere hacerse cura ¡vete a saber por qué! –el “tío” Eladio la miró jocoso y ella volvió a ruborizarse. ¡Por Dios! ¿Pero qué le estaba pasando? Se levantó de la mesa con la excusa de acercar otra botella de vino y descubrió que el mozo aún estaba más ceñudo que antes. 

Comió en silencio sin mirar a nadie en concreto mientras todos parloteaban y bebían generosamente.

Tras la sobremesa ella se refugió en el fregadero mientras sus tías iban a lavar las tripas al arroyo. No soportaba ese olor a excrementos ni el agua congelada en las manos. Dejarían que los cerdos enfriasen bien antes de despiezarlos de todo. Después tocaría picar la carne y hacer los chorizos, quizás pasadomañana. A ella la ponían a atar, pero a veces ni eso, la mandaban a ayudar en la cocina. Todos los invitados se quedaron a la cena. Ella no vio a Santiago hasta entonces. Tenía puesta una camisa limpia y se había peinado con raya al lado, o eso había intentado, porque según se le iba secando el pelo, el cabello ensortijado iba recuperando su natural ondulación. 

Esa noche, desvelada en su cama, pensó en el mozo. Callado, serio, bien parecido, contable. ¿Por qué había aparecido de repente? ¿Habría sido la tía Paca la casamentera? ¿O quizás Lina, tan malhumorada ella, que quería endosársela para que no fuese una boca más que mantener? También podría ser Julia, esa mujer no daba puntada sin hilo. Caridad, no, para Caridad era una hija, no la alejaría de ella. Le daba mucha rabia, todos parecían confabular contra ella, y sobre todo él, ese panocha que seguro se estaba prestando al juego, montañés apocado, melindroso, ese timorato que acepta que le busquen novia.

Cuatro días después lo encontró en el fumeiro. La había mandado allí la tía Caridad para que comprobase que el ahumado de los chorizos seguía su curso. El galpón estaba alejado de la casa, la finca era grande. La casita era muy chica. El fuego se mantenía constantemente, estaba oscuro y olía intensamente a humo y a embutido.

− ¿Qué haces tú aquí? –le increpó sorprendida.

− Te esperaba− respondió él sereno.

− ¿Para qué?

− Para verte.

− Pues ya me has visto.

− Gano 700 pesetas. Espero mejorar pues el señor Luciano me va a recomendar para trabajar por las tardes en una gestoría. Mi madre nos acoge en su casa, pero si prefieres alquilaremos una en la villa. Tengo 26 años, soy limpio, no abuso del alcohol y no soy jugador. No soy mucho de misas ni de curas, pero cumplo con el precepto anual y podemos casarnos en la iglesia que prefieras; supongo que querrás hacerlo aquí, pero si optas por la capital, con tu padre de padrino, será. 

Ella se quedó boquiabierta. No sabía si ponerse a gritar de rabia, si abofetearlo o salir corriendo. 

− ¿Y ya está? –dijo sin embargo.

Él calló esta vez.

− ¿Y ya está? – repitió ella y le enfrentó la mirada.

– Hace dos años, por tu santo, estrenaste un vestido blanco con flores rojas. Tu tía Caridad te lo hizo algo corto y se habló de ello en la taberna. No te lo has vuelto a poner. Me gustaría vértelo puesto de nuevo, para mí, sólo para mí. No pienso en otra cosa desde entonces. Cuando te ríes echas la cabeza tan atrás que da miedo. Te saqué a bailar dos veces en las fiestas de san Benito, pero me diste calabazas y bailaste, sin embargo, con Etelvino, que ni tiene ritmo ni sabe lo que es un compás.

Carmiña soltó una sonora carcajada y efectivamente el cuello pareció desencajarse del tronco.

Fue entonces cuando Santiago se levantó de la banqueta de madera y la acalló con un largo beso. Sus manos asieron su cintura, subieron por la espalda y alcanzaron el fino cuello de Carmiña. Fue un beso mareante, quizás aquí falta oxígeno, pensó la muchacha. Pero Santiago no cesó en el beso mientras sus manos acariciaron delicadamente los pechos de la muchacha. Ella no se soltó. ¡Qué rico todo! Sólo cuando él llevó las manos de ella hasta su  polla erecta dio Carmiña un respingo y lo miró. Los ojos de Santiago brillaban lobunos en la oscuridad.

− También tengo esto, tú me dirás si lo quieres ahora o más tarde. Pero si es más tarde, tendremos que casarnos pronto, porque yo ya no puedo seguir así.

Carmiña quedó perpleja, por la protuberancia prometedora, por el desparpajo del montañés y por su propia osadía.

Lo miró, se giró y pasó el pestillo a la puerta.


Uol

Dedicada a Ulyses N.
 

15 comentarios:

  1. Valiente mozo montañes con las ideas claras,me ha gustado mucho tenia una carga de sensualidad y realismo.....Muy bueno Vol saludos

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    1. Cuando se tienen las ideas claras, todo es más sencillo. En épocas duras, las certezas nos elevan. Después del caos, ¿llegará ahora la claridad?
      Gracias por acercarte hasta aquí, Isabel.

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    1. Que te haya gustado me ha emocionado a mí...

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  3. Me ha dejado una sensación positiva... Muy bueno Uol. Saludos.

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  4. Hola Uol! Este relato me ha transportado en un ave directo a mi infancia, cuando iba a visitar a mi abuela al pueblo. Yo como tu protagonista tampoco soportaba estar cerca cuando daban muerte a los cerdos e intentaba estar siempre todo lo lejos posible esa mañana.
    ¡Qué recuerdos!
    Muchas gracias

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    1. Son buenos recuerdos, seguro. Las abuelas de pueblo son fabulosas jajajaja
      Gracias por comentar, Hylia.

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  5. Deliciosamente evocador... de buenos embutidos y recuerdos.

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    1. ¡Si al final va a resultar que todos somos de pueblo! Jajajaja

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  6. Sólo una vez, en el pueblo, presencié yo una matanza. Bueno, de hecho no la presencié, pues como Carmiña, yo me oculté, y lo único que llegaba hasta mí y que ha quedado grabado en el recuerdo después de décadas, eran aquellos chillidos aterradores y espectaculares, que se filtraban por todas partes.
    Pero yo me encontré con guapo montañés, ni pelirrojo ni de ningún color,...ains, cachis.
    Una historia increíble y narrada perfectamente. Enhorabuena, Uol.

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  7. Quise decir que no encontré, No encontré guapo montañés....lo que hace olvidarse una palabra! jejeje

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    1. Ya había comprendido,Belkis,el NI lo insinuaba jejeje
      Bueno, al menos sabes de qué hablo (los chillidos aterradores jajaja)

      Carmiña tuvo mucha suerte, él sabía lo que quería: a ella.
      Él también tuvo suerte: le gustó a ella.
      Dos variables que no siempre se dan a la vez. ¡Cómo para desaprovechar la ocasión!
      Bss

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