sábado, 31 de marzo de 2012

Hombres

Abrió la puerta abruptamente. 

Quiero un hombre, joder, un hombre con una buena polla al que le guste follar, por Dios, ¿tan difícil es eso? Estoy harta de mindunguis y tiquismiquis, cuidado, no te subas, ahora no, es que es tarde, estoy cansado... pero ¿qué pasa con los hombres? ¡Joder! 

Ella era así, irrumpía en tu vida como un vendaval, electrones eclosionando a su paso a la búsqueda de un positrón. 

Voy a tener que buscar un buen chico de 25 con la palabra sexo tatuada en la frente, de ésos que se hacen pajas a todas horas, de ésos que están empalmados todo el rato. 

Eso ya no pasa a los 25, ¡cómo no busques de 15 a 20! 

¿Qué me dices? ¿Pero qué les pasa a los hombres? 

Ellos son felices con sus cervezas, sus amigotes, sus pachangas de fútbol y sus porros. O más tarde con sus artefactos tecnológicos (disputan por quien tiene el último iphone o la última tableta o la última TV de plasma o lo que sea que haya que tener), sus whiskys y su hierba (o no). 

¿Pero por qué esta desidia? ¿Por qué?

Siempre hubo hombres así, la conquista forma parte del imaginario masculino, pero después les da una pereza enooooorme. Ellos se imaginan que seducen a una tía buena, a una maciza, o a una mamita que les diga mi amol, mi papi, pero no se molestan en absoluto en lograrlo. Lo ven como algo imposible, y por tanto lo relegan al sueño, así no se enfrentan al rechazo o al fracaso; soñar es gratis y menos cansado. ¿Sabes que a Rita uno le dijo que si quería sexo que se la chupase, que él estaba cansado para follar y que además se sudaba mucho? Así te lo digo, ¡el muchacho tenía pereza de echar un polvo!, una mamadita era a lo más que llegaba ¡y a ella que la parta un rayo! 

Prefieren soñar con polvos inexistentes a echárselos a la mujer. 

Son unos fantasmas. Los ves en corrillo en la barra diciendo yo a ésa..., ¡uy!, a ésa la ponía del revés, ¡uy! a aquella le comía todo. Y es mentira. Nunca harán nada de eso, es charla de fanfarrones en barra de bar. Más de uno ha escapado por piernas cuando la tipa a la que miraba se le ha enfrentado y ha dicho aquí estoy

No sé de qué tienen miedo. 

De decepcionar, como todo el mundo. 

Pero nosotras llevamos siglos siendo examinadas antes, en y después de la cama. Generaciones enteras de mujeres temiendo que al ver sus senos desnudos éstos fueran pequeños o demasiado grandes, o caídos o separados, o con areolas grandes u oscuras o con pezones invertidos. Miedo a tener un culo grande o pequeño, o al vientre hundido o fofo; o a la celulitis y las estrías; o a ser huesuda y no tener carnes; espanto a tener demasiado vello en las piernas o a tenerlo allí abajo ralo; miedo al aliento poco fresco, miedo a las ojeras, a los dientes poco blancos; por dios, miedo a respirar si no teníamos la aprobación de nuestro macho. Y ahora ellos tienen recelo a echar un polvo gozoso, alegre y desenfadado con una mujer, por dios, ¡es inadmisible! 

Así están las cosas. Hablan mucho de sexo, pero ganas pocas, o ganas con seres fantásticos, con imágenes llenas de photoshop, o con jovencitas a las que la edad no ha maculado con su deterioro y a las que no tienen acceso. 

Yo creo que el problema es la polla. Tienen una mala relación con su polla. Les parecen pequeñas o delgadas o flojas o desobedientes.

Ellos se lo han buscado con tanto porno. ¿No querían excitación porno? Pues ahora que no se acomplejen con el tamaño. 

Es que esas pollas.... 

Ja ja ja, sí, qué pollas... ¿pero a que tú no necesitas una así para echar un polvo? 
By R. Mapplethorpe

Claro que no, yo lo que quiero son risas, juego, ansia, empuje, que me aprieten, que me deseen, que me espachurren, que me abracen, que me sienta marear, que me coman el coño, que me hagan vibrar... ¿Pero por qué les cuesta? Hacen que todo parezca complicado, incluso sórdido y hasta triste, tía, que uno casi me llora porque aquello no iba y no iba. Y yo le decía que daba igual, que me tocara, que me lamiera, pero nada, para él el sexo era algo sacrosanto, parecía que oficiábamos una misa de réquiem aggggg 

Tranqui, seguro que acabas encontrando la horma de tu zapato. 

No, no lo creo, porque... ¿sabes? este ímpetu mío, este deseo, igual también se agota. ¿Acaso piensas que va a perdurar este afán? Temo el día en que las hormonas no me respondan, por eso no entiendo esta apatía juvenil, ¿cuándo va a ser mejor época que ahora? 

Ah, por eso no te preocupes, la idea nunca muere; la persona que ha sido sexual mantiene el deseo. Por eso hay hombres tan activos a los sesenta. Pero el que ha sido un flauta a los treinta, es un colgajo a los sesenta. Pero disimulan. ¿Tú has escuchado a una mujer de cincuenta quejarse de que a su marido ya no se le pone dura? ¡Jamás lo dirán! Unas por respeto al compañero, no digo yo que no, pero otras porque admitir eso es para ellas como confesar que ya no son sexys, como si el deseo de él sólo dependiese del atractivo de ella. ¡Eso es lo que los hombres nos han hecho creer siempre! Y el deseo está en nuestra propia cabeza. Lo otro es pura espoleta de ese deseo, es como un estímulo, nada más. Por eso, esos hombres que dicen que no tienen una erección porque su compañera no es suficientemente atractiva, mienten. Han perdido la conexión entre la cabeza y su pene. 

Las únicas que admitimos que nuestro hombre es apático en la cama somos las solteras. ¿O tú has escuchado quejarse a una mujer casada aún joven de eso? Y las hay, vaya si las hay, que es cierto que tienen cara de amargadas. Pero jamás admitirán eso, porque se supone que están casadas y son felices.

 Y comen perdices, ¡no te jode! 

¿Y qué hago yo ahora con este ansia? 

Hazte enviar una caja . 

¿Otra?

lunes, 26 de marzo de 2012

La pregunta X

Con reproche:
-¿Pero cómo puedes quererte tanto a ti misma?
-Pues, chico, con la mano muy a menudo.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Para que digan...

Querida Loli:

           Perdona que no te coja el teléfono, pero lo de Joanet me ha dejado patidifusa y muy avergonzada, la verdad, a ti te lo puedo decir, querida amiga, que eres como una hermana para mí, bien lo sabes, Loli; pero así y todo no he sido capaz de descolgar el teléfono, que no eran más que llamadas y más llamadas, que yo ya no sabía qué decir y opté por descolgar el teléfono, hija mía, qué vergüenza, qué vergüenza, menos mal que mi pobre Antoni ya no está aquí para ver esa cochinada, que si no... O quizás no, quizás a él lo llenaría de orgullo, vete tú a saber, con lo mal que lo pasó mi pobre marido cuando el niño nos dijo que quería ir a clase de ballet, maricón, el chico me ha salido maricón decía arrebatado y compungido a la vez, que yo no sé cómo no le dio una apoplejía por aquel entonces. Y mira tú por dónde, ahora... para que digan. 


Que yo no sé cómo ha podido pasar eso; bueno, sí, no... tú ya me entiendes, Loli, que no sé cómo alguien pudo hacerle esa foto tan inoportuna e indiscreta, que parece que haya paparazzi escondidos por todos lados; que yo no sé qué hacían presentes en ese ensayo final, que ya te imaginas que no llevaba las calzas reglamentarias del vestuario sino unas cómodas para los ensayos y así pasó lo que pasó; que yo siempre le decía, Joan, cariño, tú siempre bien apretado ahí, ¿eh?, a ver si un día te llevas un susto, y él se reía, no mamá, cómo se te ocurre, estoy trabajando, qué cosas tienes; que yo hablaba mucho con él y por eso su padre decía que yo lo había consentido y que tenía la culpa de su inclinación por el baile, que lo había mimado y que por eso era maricón, mira tú que estupidez, pero Antoni era muy bruto, tú ya lo sabes: un machote de los de antes, que no aceptaba que su hijo se ganara la vida andando en puntas y con mallas. Y bien que se gana la vida, Loli, que hasta lo llamaron del Royal Ballet y fuimos a verlo al Covent Garden, y fue la única vez que Antoni se sintió orgulloso, que bien se veía que lo conmovieron los largos aplausos del público, pero es que era un cenutrio y no daba su brazo a torcer, pero yo noté que estaba orgulloso del chico y le dio un abrazo y ya ahí Joanet comprendió que su padre aceptaba su profesión e hicieron las paces, aunque Antoni siguió pensando que el chico le había salido maricón. Y él lo negaba siempre, que él no era gay, que le gustaban las mujeres, pero como no le conocíamos novia... Ay, qué desgracia, Loli, me muero de vergüenza. Han salido las fotos en los periódicos y hasta en el Suplemento Semanal, las “gracias” de Joan Gramunt, dicen, y lo entrecomillan, qué vergüenza, que uno hasta escribió, viva la madre que lo parió, o sea, yo, qué vergüenza, Loli, qué vergüenza, que ha causado más revuelo que aquella foto del buitre, ¿te acuerdas?, el futbolista aquel, Butragueño era, pues dicen que ha tenido mayor repercusión. Y yo sin saber qué decir, que todos quieren saber mi opinión, pero qué opinión, por Dios, que hasta ayer tenía unas cámaras de televisión en la puerta de casa y eran los de Sálvame Diario, que tú ya sabes que son unos sensacionalistas, qué horror, y yo qué les iba a decir, por Dios, ¿que mi Joanet es muy hombre? Bien se ve, Loli, que él nunca necesitó llevar ahí un calcetín, pero de ahí a que lo vea medio mundo... 

En fin, por eso no te cojo el teléfono, Loli, que esto es una locura, quién me lo iba a decir. ¿Tú crees que aún me hará abuela? ¡Ay, si lo viera su padre!, seguro que le daba una alegría mayor que la actuación por teatros de medio mundo, que yo sé que estaba orgulloso, que recortaba todas las noticias en las que él salía y las pegaba en un álbum, el pobre, pero se murió pensando que el chico era maricón y mira tú... para que digan.


jueves, 15 de marzo de 2012

Diseñadores

    Ya sé, ya sé que no tengo gusto ninguno. Mi ropa no es lo suficientemente elegante; no voy coordinada según los cánones que marcan en los desfiles de París, lo sé. ¡Qué le voy a hacer, Manolo! Una ha nacido en un pueblucho donde estar guapa era estar sana y lozana y estrenar vestido nuevo (a ser posible algo corto) el Día de Ramos y en las fiestas del Patrón. Pero, Manolo, voy a mejorar, porque ahora hay unos hombres que nos quieren tanto a las mujeres, nos aprecian tanto que nos aconsejan qué vestir para estar guapas, Manolo, y ahora, sí, ahora voy a ir a la última, voy a estar imponente para ti, bueno, y para que me vean Maripili y Pepi, que se van a quedar pasmadas con los modelajes que me voy a comprar.

Es lo bueno que tiene confiar en el gusto de estos hombres. Que ellos saben cómo debe vestir una mujer para estar sexy, saben lo que os gusta a vosotros, nuestros mariditos y novios. Y también saben cómo hacer rabiar a las amigotas envidiosas. Aunque tú sabes, Manolo, que yo no soy nada envidiosa, mi mala suerte de no ser fashion es porque no tuve la oportunidad de recibir el asesoramiento apropiado. Pero todo eso se va a acabar, que teniéndolos a ellos, todo va a ir rodado.  Que el joven éste de la foto tiene mucho estilo, ya se ve, que acudió así vestido a una cena de gala de la Semana de la moda en París, ya ves, Manolo, que si no me lo dicen,  yo hubiera dicho que qué coño hacía con un vestido puesto como los del lagarto y unos zapatos del disfraz de Luis XVI, pero resulta que eso es muy chic y elegante, Manolo, ay, que si el mozo hubiese tenido edad en los 90, qué hermosas mariconeras habría diseñado por entonces para Vuitton, que ríete tú de la marroquinería de Fez.
Marc Jacob

Que yo, Manolo, bien lo sabes, siempre he vestido discreta, combinando colores y fiándome de los consejos de mi madre, que valoraba la calidad de las telas y el buen corte. Que yo, Manolo, siempre he pensado que los estampados de leopardo se llevaban a matar con las rayas y las lentejuelas, y resulta que no, que es lo más In, y el señor ése, el Cavalli, que bien se ve en la foto que tiene buen gusto (se le refleja el estilo en la cara), dice que es epatante y muy chic. Mira tú, Manolo, y yo toda la vida creyendo que eso era una horterada supina, el uniforme de las chonis. Pero ya no más, ya no seré una vulgar señora de. Que con lo que has ganado con el pelotazo inmobiliario, cariño, ahora ya tengo cash para comprarme las marcas que sean, que ya pueden temblar las boutiques ésas donde la dependienta, que tiene un salario de lo más justito, te mira por encima del hombro como si fueses una apestada, que me dan ganas de hacerle el numerito de la Roberts a lo pretty woman.
Roberto Cavalli

 Ya ves, cielo, como cambian los criterios de estilo. ¿Tú crees que necesitaré un estilista? Ahora nos lo podemos permitir, que tuviste buen ojo al vender la empresa antes de la quiebra del sector, que ya lo decía mi padre, que tienes un ojo de lince para los negocios, y eso a pesar de haber salido de un barrio obrero, Manolo, ¡qué ojo para los negocios, cielo!, se ve que la sangre de tu abuela la tendera corre por tus venas.  En fin, pues he pensado si contratar a un coach de ésos, porque yo, Manolo, toda la vida he pensado que los pantalones de licra apretados en el chocho eran de una vulgaridad inaceptable, y resulta que no, que marcar las orejas ahí abajo no es de mal gusto si la etiqueta es de Dior y lo ha diseñado Galliano, que como se puede apreciar en la foto (te pongo las fotos, cari, porque sé que ignoras de quien te hablo) tiene un gusto que dicen exquisito, que a mí me sorprende esto, pero como yo no entiendo de moda... porque no soy de los ricos de toda la vida... pues se ve que no entiendo. Ay, Manolo, lo malo de este diseñador es que afirma que hay que ser muy esbelta para lucir sus modelos, aunque a mí me da que él es muy chaparrito y... ¿a ti no te parece que no tiene cuello? Pero bueno, será que yo no entiendo bien lo que son las proporciones áureas. 
John Galliano

De todos modos, te informo que el señor éste ha caído en desgracia y lo han largado de Dior; dicen que por unas proclamas antisemitas, ay, yo eso no lo sé, no quiero ser malpensada, pero para mí que lo han pillado con el trajecito de las flores y se lo han pensado mejor, Manolo, porque ¿a ti te parece elegante y de buen gusto el modelito? Claro que tú y yo no entendemos, Manolo, pero ya aprenderemos.
J. Galliano


Y volviendo al tipito, Manolo, pues ellos claman por la delgadez, y yo ya sabes que tengo curvas, que tú siempre me decías que eras muy afortunado de poder gritar agárrate que vienen curvas cuando... bueno, ya sabes, tesoro. Pues resulta que estos señores que aprecian tanto el cuerpo femenino han decidido que los vestidos quedan mejor directamente en las perchas. Y como diseñan sobre las perchas y les hacen allí los retoques, pues se piensan que las  mujeres somos perchas o palos de escoba, que viene a ser lo mismo, y claro, así no hay manera de que esa ropa me siente bien. Pero yo lo intentaré, Manolo, si hace falta pido los modelos personalizados en mi talla, que de muertos al río. Aunque a mí, te lo confieso, me han sentado muy mal los comentarios que este otro diseñador, Karl Lagerfeld, ha hecho sobre Adele, con la voz maravillosa que tiene, y la ha llamado gorda como si su peso desvirtuara su valía, claro que éste también es un hombre muy elegante, bien se ve, y se mantiene esbelto porque vomita el chucrut y las salchichas vienesas en cuanto las mastica, que bien se le nota en la cara de amargado que tiene, pero quién somos nosotros para opinar, Manolo, con lo poco que sabemos de moda y se ve que tampoco tenemos sentido común. En fin, cariño, que estoy un poco desconcertada, lo reconozco, porque el estilismo que en las revistas de moda de ésas a seis euros, con publicidad a toda página satinada, aparece como lo in de lo ineso mismo, repito, aparece destacado en Cuore como así no
Karl Lagerfeld

Y así no se puede, cielo, que nos confunden. Pero yo no me rindo, Manolo, como me  llamo Fernanda María, que voy a estar a la moda, que a partir de ahora seguiré los consejos de estos diseñadores, que está claro que tienen buen gusto y aman tanto el cuerpo de la mujer. Aunque quizá tendré que posponer mi refinamiento una temporada porque, aprovecho, cariño, para recordarte aquel día que dijiste que por una vez daba igual... pues... ¿crees que el Cavalli ése diseñará peleles de leopardo?


Marc Jacob

lunes, 12 de marzo de 2012

Ya no es lo mismo

       La tarde anterior él había bebido excesivas cervezas. A media mañana tenía una dura reunión con ejecutivos veinte años más jóvenes, bien peinados, afeitados, oliendo a perfume italiano y sin bolsas bajo los ojos.
          El alba se alzaba perezosa tras los cristales. La rubia sin nombre que se acercó a él en el último garito de la noche, dormía a pierna suelta entre almohadones. ¿Qué estaría soñando?
           Le dolía la espalda, los riñones; tenía resaca. Pero debía intentarlo. Ya no era lo mismo, y lo sabía. Pero no lo aceptaba. Su danza nupcial hace tiempo que había quedado atrás, engullida en el marasmo de un divorcio amargo. No es lo mismo. Ya nada es lo mismo.
     La marilyn de pacotilla se despierta y lo pilla en infructuoso intento. Se ríe y le arroja un almohadón. Él quiere pensar que lo reclama en el lecho y no es una burla acerada.
        También anoche lo intentó. 
       El espejo esta mañana se lo ha gritado. Ya no es lo mismo. ¿En qué momento dejó de ser lo mismo? No prestó atención. No lo sabe.
            Pero hoy ha certificado que ya no es lo mismo. Y duele.
  (Esta historia empieza aquí)
Uol


sábado, 3 de marzo de 2012

Macho cabrío o el carnaval ancestral

    Escribe:
Cada vez que llega el carnaval tengo la fantasía de un encuentro de seducción. Yo soy una dama del salvaje Oeste y llevo mandil impoluto sobre vestido largo, con sombrero. 
No, no, borra eso. Yo llevo pantalones porque soy una dama del salvaje Oeste, una rebelde, una Ava Gardner que sostiene la mirada a un...??? Charlton Heston imponente, a un John Wayne pero en guapo, en fin, a uno que me ponga. 
No, pero casi que no, ésa es otra fantasía. Volvamos a la dama de blusa ceñida con tetas picudas, como si llevara cucuruchos de helado por sostén. Me secuestra un indio de largo cabello azabache. Me siento hipnotizada por su torso lampiño y sus ojazos negros. 

¿Otra vez la historia del indio salvaje y seductor? ¿Quién se lo cree? Seguro que es una mala bestia. 

Oye, es mi fantasía, déjame a mi buen indio despojándose de su pantalón de flecos en el interior de la tienda. 

Bah, seguro que huele a cuero y encurtidos varios. 

Pero a ti qué más te da. Es mi historia.

Ok ok, pero prefiero que me cuentes lo de tu lío con el macho cabrío.

¿Otra vez?

Es que me pone, ese encuentro sí que me pone. Anda, va, cuenta. 

Escribe: 
Era tiempo de carnaval. Siempre me he disfrazado, aunque unos años con más sentimiento que otros. Algunos todos los días, los seis enteros, empezando el viernes y acabando el miércoles de ceniza, llorando vestida de viudita en el desfile del entierro de la sardina; otros años, sólo el lunes de carnaval, para desfogar en medio de comparsas bullangueras, charangas ruidosas y desfiles bulliciosos. Sólo una vez falté a la cita, que yo recuerde, y fue allá en mi adolescencia, aquejada de una mononucleosis que me puso con cuarenta de fiebre. Pero este año estaba yo desganada. Ya había repetido hasta la saciedad mi colección de disfraces de pirata, india, cavernícola, cortesana, años 20, ninja, vampiresa sexy, caperucita, Pipi Calzaslargas, enfermera asesina, payasa, vikinga, flamenca, princesita de cuento, zíngara, monja sexy, diabla sexy, bruja sexy...

¡Cuánto disfraz sexy! 

Pues sí, siempre hay una versión sexy... Me faltan... policía... 

¿Sexy? 

Por supuesto, y mosquetera, presidiaria, egipcia, romana, bailarina de danza del vientre, geisha, hippy... y bombera. Todos modelitos sexys ja ja ja 

Me queda claro. 

En fin, te haces una idea. Así que este carnaval no tenía ganas de nada sexy ni de nada, en general. Pero entonces Lidia sugirió que en vez de quedarnos aquí, hiciésemos una excursión a algún pueblo del triángulo mágico, que nos comportásemos como turistas y nos impregnásemos de otro tipo de carnaval. Acepté a regañadientes, aunque llevada por la curiosidad de lo que contaba gente que había estado en esos lugares. Yo estaba acostumbrada a unos carnavales clásicos, ni venecianos ni estilo Río de Janeiro, lo normal, copas y disfraces por la calle, el catálogo que he reseñado. Pero las fotos que vi por internet hablaban de otra cosa. Primitivismo puro, máscaras extrañas, bestias salvajes, animales. No sé. Quería ver otra cosa. Consultamos el programa, pues cada día tenía su particularidad. Pensamos que durante el fin de semana el gentío sería excesivo y decidimos acercarnos el lunes, dormir allí y pasar también el martes de carnaval, regresando avanzada la noche, o quizás pernoctar si el ambiente lo merecía. 

Saqué del trastero mi colección de disfraces pero ninguno me convencía. ¿Qué llevar que no desentonase? ¿Qué traje poner que no me hiciese parecer una urbanita desubicada? Nada me servía. Y otra cuestión ¿debería ser versión sexy o no? Finalmente me decidí por el traje de vikinga, por aquello del casco con cuernos y el atrezzo de hacha y martillo. Me pareció lo suficientemente salvaje para la ocasión. Lo malo es que la falda larga tenía destrozos y quemaduras de cigarrillos, así que la sustituí por la corta del disfraz de cavernícola. Busqué la peluca rubia de enfermera asesina y le hice dos trenzas y en ella sujeté el casco guerrero. Las calzas de mosquetera, algo recogidas, completaron el atuendo. El efecto era un poco extraño con tanto remix, pero ya tenía disfraz para el carnaval ancestral. En el último momento decidí pintar mi rostro con manchones que pretendían ser salpicaduras de tierra y sangre y oculté mis ojos con un antifaz marrón. 

No había poca gente, en absoluto, aquellas callejuelas estrechas y rurales estaban atestadas de personas que saltaban, bebían y vociferaban. Todos ellos parecían una horda salvaje que hubiese desembarcado en aquellas ruelas, si es que hubiese mar que lo justificase. Decidimos entonarnos lo antes posible para confundirnos con aquellas gentes y en el bar de la plaza trasegamos chupitos de licor café que más bien parecían copazos. Fue un error no buscar alojamiento. Después supimos que, de todos modos, no había ni un cuchitril donde meterse, pero para entonces ya era tarde y poco nos importó: no íbamos a dormir. De pronto un rumor creciente alcanzó la placita elevando a sus ocupantes a algo parecido al paroxismo. Con nuestros copazos en la mano vimos como subía en nuestra dirección un carro con la morena arrastrado por unos mocetones fornidos, medio desnudos y con tocados animales, como si fuesen bueyes de tiro. A su alrededor otros tapados con tela burda de saco o bolsas negras de basura arrojaban un emplasto oscuro a todo aquel que se cruzaba con la comitiva. Eran las famosas hormigas rabiosas de que hablaban en los foros; hormigas enrabietadas con vinagre y mezcladas con toxos, xestas y otras retamas silvestres. Nadie se molestaba por el ataque traicionero; trapos impregnados de una masa viscosa, mitad tierra, mitad vegetales podridos volaba por los aires cayendo sobre los poseídos que se cruzaban en su camino. Había risas nerviosas, carreras apresuradas y miradas enfebrecidas. Aquello era impresionante. Yo no estaba aún lo suficientemente borracha para recibir el maná con la mirada alucinada de los devotos, así que corrí lanzando grititos de espanto a refugiarme dentro del bar. Pero rebosaba de otros pusilánimes como yo, que habían ido al pueblo a ser meros espectadores, ignorando que en un oficio religioso todos somos participantes. Y aquello lo era, una ofrenda a dioses precristianos, una orgía digna de Baco o Dioniso, una comunión de hermanos en celo. Cuando el carro ocupó el centro de la pequeña plaza, aquello se desmadró. Hombres y mujeres corrían de acá para allá intentando evitar los impactos certeros de farrapos viscosos. El suelo, cada vez más resbaladizo, provocó caídas que suscitaban ataques de hilaridad colectiva. Yo hacía rato que había perdido de vista a Lidia quien, contagiada del espíritu de los lazanos, se había arrojado al tumulto, siendo engullida por la turba. La apretura en el Café da Picota ya era asfixiante, excesiva para mis conatos de claustrofobia, por lo que me aventuré al exterior. 

En cuanto traspasé el dintel, la masa humana me arrastró en volandas, pero logré zafarme, no sin antes recibir un par de pisotones y el impacto de un grumo pringoso en mi primoroso casco vikingo. Me dio la risa histérica, quizás el licor café ya se me había subido a la cabeza, y agarré uno de aquellos trapos que cubrían el suelo, lanzándolo a continuación sin destinatario preciso. La reacción fue casi instantánea y proyectiles desde distintos puntos cardinales cayeron sobre mí, que salí huyendo hasta el callejón más cercano. Una sombra me adelantó al tiempo que me decía, aquí, metámonos aquí. Se refería a una bodega cuya puerta estaba entornada. Me detuve indecisa y entonces miré a la sombra. Prácticamente todo su cuerpo estaba expuesto, excepto la cabeza, cubierta por la máscara de un macho cabrío.

Era impresionante, todo él exhalaba animalidad y pensé que no había disfraz más apropiado. Era alto, fornido, de robustos brazos y piernas resistentes. A pesar del frío, no vestía más que unas polainas de piel y un taparrabos de cuero. La máscara era inquietante, con cuernos retorcidos y ojos diminutos, con orificios tan pequeños que no pude descubrir el color de sus iris. Su boca quedaba libre y los labios eran hermosos, bordeados por barba de varios días, cerrada y oscura. Con voz grave insistió en lo conveniente de refugiarnos en la bodega, una casita recia, de piedra. Sin pensarlo mucho entré y él cerró la pesada puerta de madera tras de si. De súbito, el jolgorio de las calles parecía quedar muy lejos. Los gruesos muros de perpiaño ensordecieron los sonidos provenientes de la plaza. Sentí su olor. Imaginaba que sería desagradable, mezcla de sudor, tierra y la porquería arrojada, pero no fue así. Olía, no sé, olía a hombre. ¿Se puede oler a hombre? A cuero, piel, vino... 

De pronto me sentí muy excitada, la situación se volvió muy sexual. Me recosté en el muro y él se aproximó a mí. Allí estábamos los dos, yo guerrera vikinga y él macho cabrío, semidesnudos los dos, seres anónimos sin rostro, sólo dos cuerpos jóvenes que palpitan, animalidad desatada. Las palmas de sus manos sobre la pared, enmarcando mi rostro pintarrajeado como una loca asesina. ¿Cómo te llamas?, preguntó. Brunilda. Oh, por supuesto. Tú no tienes nombre, claro, eres un animal. No lo sabes tú bien. ¿Y me lo vas a demostrar? Me gustaría. Me lancé. Lo atraje hacia mí y lo besé. Fue muy turbador besar una máscara, un rostro de animal, un hombre sin nombre, sin identidad. Su cuerpo, pese a su desnudez, se mantenía cálido. El vello de su pecho lo hacía más primitivo y deslicé mis dedos entre sus pelos, siguiendo el marcado camino hacia el taparrabos, que resaltaba sin pudor una erección propia de cabrón. Él me alzó ligero y me acomodó sobre sus caderas para que yo sintiese su deseo, y algo dentro de mí se desató. Yo era la salvaje vikinga, la endemoniada que había desembarcado en la procura de un macho arcaico, la que buscaba aparearse en intenso ritual. Nos tumbamos sobre una arpillera. Hubo escasos besos y mucho lametazo y mordiscos. En ningún momento se despojó de la máscara. La perversidad de imaginarme montada por un monstruo, por un animal, me excitaba todavía más. No le permití hablarme. La coyunda fue brusca, intensa, potente, emanaba agresividad, pero cargada de sensualidad, si eso es posible. Puro deseo animal. La vehemencia de sus dedos dejó moretones en mi espalda, nalgas y brazos. Pero eso lo descubrí al día siguiente. 

No sé cuanto tiempo pasó. Ni en qué momento volvieron a empezar sus acometidas. Pero cuando acabamos -sudorosos, sin aliento, agotados-, el clamor de la plaza había cesado y sólo llegaba hasta nosotros el acompasado y estruendoso sonido de una charanga. 
−Ahora repartirán cachucha cocida, pan y vino. 
−Un festín. 
Se rió. − Pero no como éste. 
−Pues yo tengo hambre, dije. 
Regresamos a la plaza. Bajo unos toldos repartían las viandas para reponer fuerzas. Había menos gente en la plaza, y de los bajos de las casas y bodegas provenían los sonidos de las familias y amigos cenando empanada, churrasco, pulpo u orejas de cerdo. 

Él se había puesto sobre los hombros una capa que imitaba la piel de un oso que no supe de dónde sacó. Me sonreía entre bocado y bocado. En esas estábamos cuando Lidia me localizó. 
− Sí que te han dado bien, ¡qué pintas tienes! ¿Y tu amigo quién es? 
−Ya ves, un macho cabrío. 

La noche fue larga, de copazos entre baile y baile. Al alba, mi amigo nos llevó a la bodega y Lidia y yo pudimos dar una cabezada bajo una manta. A las diez vino a recogernos y nos llevó de nuevo al Café da Picota, donde desayunamos bica blanca y café con leche.  Algunos mojaban la bica en licor café. El sonido que emitía el golpeteo rítmico de las chocas en la cintura de los peliqueiros llenó la mañana clara y fría. En disciplinada fila se acercaban a los trasnochadores, que se apartaban de su camino, como manda la tradición. Entre el revuelo formado, mi macho cabrío desapareció. Lidia y yo aprovechamos para largarnos. Yo no quería descubrir la identidad de mi animal, no quería arriesgarme a llevar una decepción. 

Mientras nos alejábamos, sucias, cansadas y satisfechas, no pude evitar mirar al pueblo que comenzaba un nuevo día de fiesta. Habría otros carnavales en mi vida, pero yo nunca olvidaría mi carnaval...ancestral.







Ava Gardner

Charlton Heston

John Wayne