viernes, 24 de junio de 2011

El campo de amapolas

    Había sido una estúpida idea tomar aquel atajo. El sendero era en su inicio un camino bien marcado y bordeado de piedras y hierbajos. No tenía prisa, quería disfrutar de los rayos de sol, cálidos pero no sofocantes. Me había puesto un ligero vestidito de algodón de verano y un sombrero de paja con una cinta bordada. Mis sandalias planas, casi infantiles, no eran el calzado más adecuado para una caminata, pero es que yo sólo había salido del bungaló para airearme un ratito.

         Caminé un buen rato observando las copas de los árboles, alguno de los cuales no conocía. Intentaba escudriñar entre el follaje, averiguar si distinguía ardillas o cualquier tipo de pájaros, pero todo parecía estar oculto a mis ojos, acostumbrados tan sólo a las paredes grises de los edificios de mi esquiva ciudad. Cuando me quise dar cuenta el sendero era irregular y estrecho. La vegetación había borrado sus contornos e incluso habían desaparecido unas roderas de carros que me habían  acompañado casi todo el trayecto. Vacilé, pero la tarde estaba tan tibia, me sentía tan bien que decidí continuar el paseo. Unos trinos que llegaban desde unos matorrales cercanos me acabaron de convencer. Cerca crecían unas flores amarillas, silvestres, y cogí un ramillete que alcé a oler. La vida palpitaba a mi alrededor y yo me preguntaba por qué me había sentido tan sola, tan mal, apenas una semana antes en casa de mi amiga. Sentí el rumor de un pequeño regato e intenté localizar su ubicación. Creo que fue ahí cuando me perdí: abandoné las ya borrosas lindes del sendero y crucé una hilera de abedules. De pronto me encontré frente a un campo de amapolas. Se me escapó un suspiro: era el prado más hermoso que había visto nunca, un manto verde salpicado de preciosas amapolas rojas. 

Me quedé contemplando aquella maravilla, emocionada como no recordaba.
Me adentré en aquel mar bermellón y acaricié la suavidad de los pétalos que  impregnaron  mis dedos de un polvillo rojizo.
Seguí caminando extasiada por tanta belleza hasta casi el centro del campo. Ya iba a tumbarme en aquella manta vegetal cuando me percaté de que alguien se me había adelantado.

Parecía apenas un muchacho; sólo más tarde descubrí que lo que lo rejuvenecía era la sonrisa tan feliz que enmarcaba su rostro, aniñándolo. Estaba tumbado mirando al cielo, con brazos y piernas extendidos, tal como yo me disponía a hacer. Lo observé con fruición durante unos segundos, porque el pillo había oído mis risas y mis cantos según avanzaba en mi periplo por el campo de amapolas.

 ¿Por qué no me advertiste de tu presencia? Me has asustado− le dije.
   No parece que estés asustada – respondió alzando el torso y apoyándose en los codos.
 De todos modos, es un signo de educación. ¿No os enseñan educación por estos lugares?
 Desde luego, pero has sido tú quien ha invadido  mi campo de amapolas.
  ¿Acaso es tuyo? El campo es de todos – y me senté a su lado, desafiante.
  ¿Lo dudas?
 Pues sí, yo no he visto ninguna valla ni cerca.
 No necesito poner muros a mis posesiones. Sé que son mías.

Me quedé mirándolo fijamente y no sé qué me pasó por dentro. Tenía la sonrisa franca de los aldeanos; también un poco burlona.

– Te crees un listillo ¿no?

Ahora fue él quien se me quedó mirando.

 Compartiré contigo mi campo de amapolas, pero debes tumbarte y mirar el cielo. Hoy hay una carrera de  nubes que  está muy interesante.

Me reí y me tumbé a su lado. Miramos el cielo claro, donde apenas se percibían tres o cuatro nubes algodonosas, como de cuento.

   ¿Y quién va ganando?
    Aquélla con forma de oveja descarriada.
  ¿La de las orejas grandotas y el rabo corto?

Ahora fue él quien se rió.

 ¿Eres tú una oveja descarriada? –  me preguntó.

Lo siguiente que recuerdo es que me giré sobre él y me senté a horcajadas sobre sus caderas, sujetándole las muñecas contra el suelo. Él se dejó hacer, un poco sorprendido, pero no demasiado.

  ¿Y si lo soy, qué? – y lo besé en la boca con fuerza, obstinada e insistentemente hasta que él me devolvió el beso y sentí allá abajo como crecía su miembro, sorprendido de lo abrupto de la llamada.
Le revolví el pelo con las manos llenas y lo  miré a los ojos para comprobar que aceptaba mi envite. Tenía los ojos soñadores muy abiertos, con las pupilas dilatadas y las aletas de la nariz hinchadas por la respiración entrecortada.
Con la lengua recorrí la comisura de sus labios, descendí hasta su barbilla y por su cuello de toro bravo. Él echó la cabeza atrás apoyándola sobre una mata de amapolas que rodearon su rostro suavizándolo. Con parsimonia le desabroché la camisa de cuadritos y acaricié su amplio torso, tan viril, tan de hombre, que acabé por humedecerme totalmente por dentro. Besé sus pequeños pezones, que respondieron duros, y al unísono le siguieron los míos bajo la tenue tela del vestidito. Aflojé su pantalón y él sujetó mi mano. Lo miré sorprendida, decepcionada porque quisiera que parase, pero él me interrogó con la mirada, como dándome tiempo a que reflexionase sobre lo que estaba haciendo, como si pensase que yo había sufrido un trastorno pasajero, el sol tan traicionero. Le sonreí y me soltó la mano. Olía a trigo, a tomillo, a romero, a todas las flores del campo, tan dorado sobre aquel manto de amapolas que sentí que me derretía por dentro. Mi boca buscó su miembro hinchado, erecto, y él contuvo su respiración un instante, ansioso del cálido contacto. Cogí su pene entre mis manos, por su base, y con la puntita de la lengua lo recorrí en toda su longitud muy lentamente. Después, y mientras él ahogaba un suspiro, lo introduje totalmente en mi boca, llenándola, y lo mojé una y otra vez con mi saliva. Resbalaba por mi lengua alcanzando casi la glotis, lo rodeaba con la lengua combada, acogedoramente. Él gemía, giraba la cabeza, intentando mirarme; me apartaba el cabello que caía sobre el bloque que formábamos mi boca y su polla dura y anhelante.
Entonces estiró sus manos de gigante y me acercó más; alcanzó mis nalgas desnudas, levantó el vestidito y me sentó sobre él. Me froté contorsionándome. Se había puesto colorado. Mi tanguita amarilla apenas era un estorbo para la presión de su miembro, que exigía un lugar más cálido. Lo aparté discretamente y nuestros cuerpos se buscaron sin tener que guiarlos, no hizo falta empujar su polla, entró en mí con la suavidad de una mano en un guante, como hechos el uno para el otro. Y cabalgué sobre él como quien trata de domesticar un potrillo bravo, tirándole del cabello, arañándole los hombros, la espalda, besándolo en el cuello mientras lo montaba con pasión salvaje. Lo empujé hacia atrás y volví a sujetarle los brazos, mientras continuaba saltando sobre su vientre. El tamaño de su pene me permitía salir lo bastante para notar la fuerza de la reentrada en mi carne. El fuego iba aumentando en mi cuerpo y con cuidado me giré, le di la espalda y así, mientras seguía montándolo y mientras me acariciaba mi botón hinchado, me corrí mirando tremendo campo de amapolas con el rostro alzado.

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